La imagen devocional española más copiada y reproducida de todos los tiempos.
El Cristo crucificado de Velázquez
por Arte y Fe
En este lienzo nos encontramos con un Cristo representado frontalmente, con la cabeza inclinada hacía nuestro lado izquierdo, dónde destaca sobremanera sobre un fondo verdoso muy oscuro, similar a una tela, en el que se proyecta su sombra. Velázquez no recurre a ningún fondo paisajístico, ninguna alusión al Gólgota. Sus brazos parecen querer extenderse en el vacío para abrazar a toda la humanidad.
El pintor sevillano parece querer representar el mismo instante de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, fuera de todo espacio y tiempo, en el que un halo de luz mística lo envuelve. Cristo como la Luz que se impone sobre las tinieblas. Es una obra que nos provoca recogimiento, en la que el dolor aparece contenido, muy al contrario de otras obras religiosas de autores barrocos en las que predomina un dramatismo retórico o apasionado, según las pautas marcadas por el concilio de Trento. Es en esta calma sobrenatural donde reside toda la grandeza potencial y trascendente de la obra.
Tampoco quiso Velázquez hacer alarde de una acumulación excesiva de sangre y magulladuras. Sólo advertimos unos hilillos de sangre, que manan de sus manos y pies resbalando por la madera de la cruz. La herida del costado es apenas sugerida al igual que la corona de espinas, de la que solo salpican ligeras gotas de sangre sobre la frente, boca y pecho.
Se representa a Cristo clavado en la cruz por medio de cuatro clavos en lugar de tres, que era lo habitual en su época. Esto se debe a la influencia de uno de sus maestros - además de suegro- el pintor Francisco Pacheco. Pacheco defendía la crucifixión con cuatro clavos basándose en diferentes estudios, como el del español, Francisco de la Rioja, y su tratado"El arte de la pintura"; de estudios publicados por el obispo italiano Angelo Rocca y por las visiones que tuvo Santa Brígida, que así lo atestiguaban. Por último, citar una estampa que poseía Pacheco del pintor Alberto Durero, en la que Cristo también aparecía crucificado por cuatros clavos.
Velázquez no es el único pintor que se deja influir por esta corriente, otros discípulos de Pacheco como Alonso Cano y Francisco de Zurbarán en algunas de sus obras representarán también a Cristo crucificado con cuatro clavos.
Desconocemos con certeza la fecha en la que Velázquez pintó el"Cristo crucificado". La mayoría de los expertos lo fechan entre 1630 y 1635, plazo que coincide con la vuelta de su primer viaje por Italia en 1629. En este viaje de formación estudió las obras de los grandes maestros, los desnudos de las obras clásicas. Todos estos conocimientos adquiridos se reflejan en sus obras "La fragua de Vulcano" y "La túnica de San José", pinturas que realizó en su estancia en Italia, así como en la obra que nos ocupa, con la magistral representación del cuerpo de Cristo.
El destino inicial del cuadro fue la sacristía del convento de clausura de San Plácido, en Madrid. El convento fue fundado en 1623 por Don Jerónimo de Villanueva, noble y ministro del rey Felipe IV, con el nombre de convento de la Encarnación. Don Jerónimo había tenido como prometida a Doña Teresa Valle de la Cerda y Alvarado hasta que, por diversos motivos, ella decidió dedicar su vida plenamente a Dios. De aquel amor surgió la iniciativa del noble para la fundación de dicho convento, del que Doña Teresa pasaría a ser la abadesa.
Otra hipótesis más reciente menciona también a Don Jerónimo de Villanueva, pero en este caso, el lienzo sería un regalo suyo al convento de San Plácido con motivo de los actos de desagravio que realizaron numerosas personalidades ante el sacrilegio, cometido hacia un crucifijo, por parte de una familia de criptojudíos de origen portugués, en el año 1630.
El "Cristo crucificado" de Velázquez permaneció en el convento de San Plácido hasta 1804, fecha en la que fue adquirido por el valido de la corte Manuel Godoy hasta su caída en desgracia en 1814, cuando pasó a manos de su esposa, la condesa de Chinchón. Durante el exilio de la condesa en París y por motivos económicos, intentó en vano vender el lienzo. A su muerte en 1828 pasó en herencia a su cuñado, el duque de San Fernando de Quiroga. El duque, en un gesto de gratitud hacía el monarca Fernando VII, se lo regaló. Finalmente, éste lo cedió en 1829 al Museo Real de Pintura y Escultura, conocido actualmente con el nombre de Museo Nacional del Prado de Madrid.