Lunes, 16 de diciembre de 2024

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El árbol de Navidad en la tradición cristiana

El árbol de Navidad en la tradición cristiana

por En cuerpo y alma

 

            ¡Cuántas familias cristianas presumen de colocar el belén y no tanto el árbol de navidad, por pensar que, al contrario que aquél, éste no pertenece a la tradición cristiana! Pues bien, eso podría no ser tanto así.

            El árbol, huelga decirlo, registra una gran devoción en casi todas las religiosidades. En la tradición judía, de un árbol comieron Eva y Adán el fruto prohibido, según recoge el Génesis. El árbol de la vida, compuesto de diez "sefirot" o esferas, cada una de las cuales representa una manera de acceder a Dios, es uno de los grandes símbolos de la cábala judía.

            En el ámbito del budismo, el árbol de la vida se llama el Bodhi, y compuesto de seis raíces, tres de ellas buenas, y tres malas, a su sombra sentado es como el Buda adquirió la sabiduría.

            En el ámbito del islam, a dicho árbol se lo llama “de la inmortalidad” (C. 20, 120), y en el mismo libro, se habla también de un árbol singular, el "árbol de Zaquum":

             “Es un árbol que crece en el fondo del fuego de la gehenna, de frutos parecidos a cabezas de demonios, [del que sus moradores, los condenados en el juicio final] comerán y llenarán el vientre, luego beberán además una mezcla de agua muy caliente y volverán luego al fuego de la gehena” (C. 37, 64-68).

            Los sacerdotes de las religiones célticas, los llamados druidas, cuidaban el llamado “árbol del universo” o “yggdrasil”, cuya copa representaba el cielo y sus raíces el infierno, y que, con ocasión de la festividad del dios del sol Frey, sería adornado de modo pintoresco.

            En el ámbito estrictamente cristiano, del árbol dice Jesús:

            “No hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas” (Lc. 6, 43-44).

            Con ramas de árboles adornan sus seguidores el camino de Jesús cuando éste entra triunfante en Jerusalén (Mt. 21, 8).

            Quiere, de hecho, una consolidada tradición, que al entrar en contacto con una de estas religiosidades paganas y verse ante uno de estos árboles adornados por los druidas, el llamado “roble de Thor”, preso de un ataque de santa ira y armado del gran valor que siempre ha adornado a los misioneros, el gran evangelizador de Alemania, San Bonifacio, habría cogido un hacha y lo habría derribado, colocando en el hueco un árbol de hoja perenne, como perenne estaba llamado a ser el mensaje de Cristo. Y que lo habría adornado, por un lado, de manzanas -las bolitas que hoy ponemos-, en representación del pecado cometido en el Edén por nuestros primeros padres; y por otro, de velas -las lucecitas de nuestros árboles actuales-, representación de quien era la luz del mundo (Jn. 8, 12) y se había encarnado para derrotar al pecado. Y ello, mediante ese gran instrumento de la evangelización cristiana que siempre fue el llamado “sincretismo”, por el que los primeros misioneros cristianizaban, preferentemente, objetos, fechas y lugares que ya ya eran, previamente, sagrados.

            Consta la presencia de árboles específicamente adornados para la navidad en los primeros años del s. XVIII, y no por casualidad, en la Alemania de San Bonifacio. Donde tampoco es casual que en 1824, el organista de Leipzig, Ernst Anschütz, a partir de una melodía del s. XVI que debemos a Melchior Franck, escribiera el famosísimo y bellísimo villancico “O Tannembaum!” (¡Oh, árbol del abeto!), cuya letra repara en ese color verde que luce el árbol tanto en verano como en invierno y, en consecuencia, en ese carácter perenne de su hoja al que ya nos hemos referido, así como en las velas que lucen en él, y en su vinculación a la navidad.

            Pero es en 1846 que la tradición registra su gran espaldarazo, al colocar un árbol de navidad nada menos que en el castillo de Windsor, el mismísimo príncipe Alberto de Saxo Coburgo Gotha (una vez más, un alemán), consorte de la Reina Victoria, hecho a partir del cual, la tradición viajará con prontitud por todo el mundo anglosajón.

La familia de la Reina Victoria ante el árbol de Navidad. Illustrated London News. 1846 

 

            A España, donde la tradición ornamental de la navidad se centraba más bien en los nacimientos traídos desde Nápoles por ese gran creador de los símbolos nacionales que fue el rey Carlos III, tarda en llegar, ocurriendo el evento en 1870, en el palacio del Duque de Sesto, gran benefactor de Alfonso XIII y con calle en Madrid. Y ello gracias, en realidad, a la Duquesa, Sofía Troubetzkoy, hija del príncipe Serguei Vassilievitch Troubetzkoy, aunque ella se jactara de serlo, en realidad, del mismísimo zar Nicolás I.

             Más aún tarda la costumbre en llegar al Vaticano, donde, no por casualidad, la importa el “Papa nórdico”, Juan Pablo II que, probablemente añorante del paisaje navideño tan frecuente en su país, ordena colocar uno en la Plaza de San Pedro, cosa que, sin embargo, no hace hasta 1982, cuarto año de su pontificado, lo que demuestra que implantar la tradición que luego ha quedado consolidada, no fue tan fácil como pudiera pensarse.

             Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

  

            ©Luis Antequera

            Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en luiss.antequera@gmail.com

 

 

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