Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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El doloroso vacío de la plenitud

por Él me rescató

 “La gente forja su propio

destino desde su interior”

Etty Hillesum

 

            La experiencia humana del dolor es universal. Todos hemos sufrido y sufriremos diferentes dolores físicos y morales; nuestra naturaleza caída contiene en sí la experiencia del dolor como propia, no accidental. Pero, lo que es más importante, el dolor puede suponer una de las experiencias humanas más enriquecedoras y formativas que existen. Aunque nadie desee sufrir, el dolor nos permite movilizar todo nuestro ser para descubrir en nuestro interior fuerzas, convicciones, esperanzas y seguridades inéditas. Es verdad que el dolor puede sepultarnos, pero incluso en esos casos, la experiencia dolorosa puede aligerarnos de un equipaje de prejuicios y apegos absurdos y poder así vivir el dolor con todo su terrible poder.

            En una sociedad hedonista como la nuestra nada más desafiante que el dolor. Alejados muchos de nuestros contemporáneos de Dios, el sufrimiento humano se quiere presentar como una grosera anomalía que la ciencia puede disipar o amortiguar. La muerte, inevitable, se hace así invisible a nuestros ojos, como los desperdicios que arrojamos al retrete rápidamente evacuados por el potente chorro de agua. La visita a unos de nuestros modernos tanatorios nos habla de que la muerte parece un accidente impredecible y de mal gusto, que, una vez producido, se subsana con la rapidez de un trance enojoso.

            Pero no es necesario fijarse en la muerte. Nos han enseñado que el dolor es un defecto, una fragilidad intolerable que no debemos permitirnos. Una debilidad que nos hace vulnerables ante los demás y revela nuestra imperfección física o espiritual. En la sociedad hedonista, pero ultracompetitiva que vivimos, el dolor se esconde y, cuando no es posible, las luces rojas de la inseguridad se encienden; para suavizar nuestra desconcierto buscamos explicaciones psicológicas, sociológicas, educativas o políticas que nos ayuden a conjurar nuestro miedo ante el precipicio del sufrimiento injusto o del dolor impremeditado.

            Hay que reconocer lo hábiles que somos para sortear el dolor. Pero éste, tozudo, se hace presente. A veces es repentino y fugaz; otras, nos agarra y no nos suelta. Parece sentirse a gusto con nuestra compañía. En muchas ocasiones, como un cáncer discreto, se va gestando lenta, perezosamente, con sigilo. Además, sus caras son múltiples. Pero la más curiosa quizá sea el dolor del vacío.

            Dicen los psiquiatras y psicólogos que uno de los rasgos actuales de las sociedades ricas es el vacío existencial de los hombres. La expresión no deja de ser una metáfora que combina una forma de no-ser (la nada) con una vivencia primordial humana. Lo que experimenta el ser humano, como vivencia constante y asfixiante, es su no-ser, es decir, una carencia originaria, una suerte de mutilación metafísica inefable, que deja a quien la padece inerme ante la vida. Su energía vital desfallece y con ella  la esperanza y el deseo de ser feliz. Se diría que los consuelos de antaño –consumismo, sexo, diversión, drogas, banalidad en las relaciones humanas- no surten los efectos narcóticos deseados. Pocas experiencias más dolorosas que las que se derivan de una mutilación del alma, cuyo verdugo carece de nombre.

            Ante el vacío, la plenitud. Nuestra época para huir del vacío llena nuestro corazón de cosas, acontecimientos, rostros, noticias, canciones, libros, programas de televisión, obligaciones laborales, dinero, fútbol. El constante río de experiencias, en sí mismas valiosas –nos dicen-, parecen ser suficientes para llenar nuestra alma distrayéndola de sí. El tiempo pasa rápido, decimos, pleno de acontecimientos alejándonos del vacío, de nuestro doloroso vacío.

            La plenitud de la nada pretende sacarnos del dolor de nuestra nada, pero nos devuelve a ella con más fuerza. El ruido del mundo nos aleja de nosotros mismos para provocarnos aquel vacío del cual huíamos. La experiencia de una vida plena de naderías nos provoca ese dolor existencial al que tanto miedo tenemos: no logramos identificar su origen ni sabemos cómo conjurar.

            Ante el doloroso vacío de la plenitud –hermosa expresión platónica- hay dos tipos de hombre. Quienes se dejan arrullar por ella para ser devorados por una profunda tristeza que apenas disimulan y la de quienes escuchan el quejido de su corazón en forma de susurro. Es el suspiro de Dios.

Un saludo.      

            

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