Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Tiempos de acedía

por Él me rescató

 “No existe ninguna situación que no pueda ser

ennoblecida por el servicio o la paciencia”

Goethe

 

            Uno de los rostros  más temidos del demonio por monjes y eremitas es la acedía. La literatura monástica se ocupa frecuentemente de la acedía. El monje que la padece siente un desánimo interior indescriptible; la inutilidad de su vida contemplativa, el hartazgo y la aparente inanidad de su vida, un extraño vacío interior acompañado por la pereza, la desatención a los deberes, un cansancio físico, psíquico y espiritual, todo ello, embarga al contemplativo hasta límites que sólo él puede describir. La acedía es uno de los estados más temidos por el monje y, no obstante, una situación de penuria integral imprescindible para el progreso en la unión con el Señor.

Gregorio el Grande escribe:

“El alma invadida por la amargura de la acedía enferma y sufre. Y en un exceso semejante de sufrimiento le abandonan todas sus fuerzas su posibilidad de resistencia está a punto de abandonar la lucha ante un demonio tan poderoso. Ha perdido la cabeza y se comporta como un niño pequeño que llora sin motivo y grita dolorosamente como si no hubiese ninguna esperanza de consuelo”.

La acedía es un sentimiento de vértigo al abismo en el que estamos todos asomándonos constantemente, también el monje. Pero como he indicado últimamente en este blog sólo nos alejamos del abismo asomándonos a él, quizá incluso penetrando en él para ser rescatados. La acedía  para el monástico es ese sentimiento que crea una situación de vértigo en tanto es fiel a su vocación de silencio y soledad.

Lo que en el ámbito monástico es la acedía, lo es en el mundo actual una serie de estados anímicos que embargan a muchos de nuestros coetáneos. Ansiedad, estrés, depresión, vacío existencial, tedio, apatía son estados de las personas que llegan en muchos casos a verdaderas patologías. Habitualmente son consideradas como enfermedades de la psique y como tales pensamos que un psicólogo o un psiquiatra las deben tratar. Una buena terapia, una buena medicación –pensamos- podrán evitar vivir arrastrándonos sin esperanza y con una inquietud de quien no sabe por qué ni para qué vivir. Muy pocos ven en esos estados de la persona una enfermedad del alma, síntomas claros de que el demonio tiene muchos rostros.

Si la acedía ataca a quien persiste en su vocación contemplativa, la acedía mundana ataca a quien desconoce su filiación divina. Lejos de Dios, el hombre actual, ricamente instalado en su bienestar vacío, se ve asaltado por el tedio de su vida. Lejos de Dios, el hombre actual siente la angustia o la ansiedad de aferrarse a algún ídolo con fecha de caducidad. Lejos de Dios, el hombre de hoy sufre la nerviosidad de lo que se desea con todas las fuerzas y, una vez conseguido, pierde su atractivo. El hombre de hoy vive sumergido en el estrés de una vida que le impele a estar al límite en el trabajo, en el ocio, con los hijos, en la cama. Y cuando todo se derrumba por el peso del vacío, el hombre actual, alejado de Dios, se hunde en sus tinieblas ignoradas y busca ayuda en un buen psiquiatra que le recete unas pastillas para ir tirando. Si la acedía del solitario es signo de obediencia a la voluntad de Dios –y por ello es una de las más serias tentaciones del maligno-, la acedía del mundano es signo de la pérdida de lo divino.

Víctor Frankl escribió:

“Nos sale aquí al paso un fenómeno humano que yo considero fundamental desde el punto de vista antropológico: la autotrascendencia de la existencia humana. Quiero describir con esta expresión el hecho de que en todo momento el ser humano apunta, por encima de sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo o hacia un sentido que hay que cumplir, o hacia otro ser humano, a cuyo encuentro vamos con amor. En el servicio a una causa o en el amor a una persona, se realiza el hombre a sí mismo. Cuanto más sale al encuentro de su tarea, cuanto más se entrega a su compañero, tanto más es él mismo”.

Los cristianos sabemos que la autotrascendencia del hombre se consuma con nuestra respuesta al amor de Dios. Quien es fiel  a la Misericordia divina, no suele vivir estados de vacío existencial; es verdad que por permisión del Señor, el creyente puede padecer una aridez interior de tonalidades diversas según las personas, pero ello siempre será vivido, como en el caso del monje, dentro de la historia de la salvación que tiene Dios para cada uno. Sólo la gracia divina, junto con una sólida voluntad, permitirá superar al fiel la aridez interna.

Sólo podremos superar nuestro abatimiento interior si encontramos en nuestra alma la impronta de lo Eternamente Otro. Quienes la han encontrado, la acedía los impulsa a los brazos de Dios, estén en un monasterio o en medio de la calle. Quienes siguen distraídos en medio del ruido de la nada, se alejan de sí mismos y del Padre que los ama.

Un saludo.

      

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