Sábado, 27 de abril de 2024

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La alegría cristiana

por Él me rescató

 A mi amiga Raquel

            Por todos los sitios por los que paso caras largas. Preocupaciones, estrés, agobio, disgustos, frustraciones. Personas serias que van de un lado a otro concentrados en sí mismos, dispuestos a llegar a algún lugar sin nombre. Viajan a ninguna parte, con el ceño oscuro, rumiando mil temores –imaginarios o reales, tanto da- que agujerean una vida que alguna vez respiraba libertad.

            Nuestra época es tiempo de angustia y tristeza. Un vacío existencial que se esconde con sucedáneos es lo que sienten muchos de nuestros hermanos. Psicólogos, psiquiatras, médicos tratan en sus consultas todo tipo de síntomas físicos y psíquicos que son jirones en el alma de una sociedad desquiciada.

            Por todas partes personas amargadas e insatisfechas que, sin embargo, parecen tenerlo todo. Muchos de nuestros jóvenes, a diferencia de otros tiempos, yacen languidecientes entre los brazos de la indolencia y de la falta de ambición. Nadie les ha dicho lo que valen  y a lo que están destinados.

            Decía el filósofo Nietzsche “¿Cómo voy a creer en la resurrección de Cristo si los cristianos andan con esa cara?”. ¡Qué razón tenía! Pienso que si en algo se nos debe notar a los cristianos que somos distintos es en nuestra alegría. Una alegría, claro está, que no es de este mundo.

            El Padre Amedeo Cencini afirma que la alegría cristiana es a la vez tesoro y fruto. Es tesoro porque la alegría revela dónde ponemos el tesoro de nuestra vida –Cristo, en nuestro caso- y resultado o fruto, puesto que la alegría no se debe buscar directamente, sino que es consecuencia de una vida centrada en Cristo. Por ello, es un error educar para la alegría –como lo es para la felicidad-; hay que educar para centrar nuestra vida en vivir al Señor  como dueño de nuestra existencia.

            Ante mí unas palabras escritas del camaldulense Pablo Giustiniani: “Niguno se preocupe excesivamente de todo lo necesario a la vida humana y ninguno piense en su corazón: «¿qué comeremos, qué beberemos o de qué nos vestiremos?» Toda la preocupación la ponga delante de Dios, practicando fielmente lo que pronunciaron los Divinos labios del Salvador: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura»”. Veo en esta actitud vital el genuino origen de la alegría cristiana.

            Vivimos siendo poseídos por las cosas que usamos, por los bienes que compramos, por nuestros deseos de ser más o de vivir mejor. El hombre actual es un ser des-poseído, es decir, despojado de sí mismo, descentrado o disperso. Alejado de sí mismo, el mundo lo posee, lo comprime o explota. Las neurosis, el estrés, la ansiedad, el vacío o la hiperactividad son síntomas de un mal metafísico que horada el corazón humano hasta vaciarlo de vida. El cristiano que vive su fe, sin embargo, se sabe al margen no de los problemas, pero sí de la desesperanza y del sinsentido de tanto de nuestros coetáneos.

            Pienso que la raíz de la alegría cristiana está en la desposesión de sí mismo. Sin embargo, esa desposesión no es una pérdida de sí –como en la mayoría de los casos-, sino una ganancia: es Cristo quien nos posee. Frente al apego del mundo, el cristiano opone su desapego a todo que no le lleve a Cristo. La recomendación del Señor a sus discípulos de preocuparse no “excesivamente” de lo material hay que entenderla de ese modo. Debemos preocuparnos por la comida, el vestido, por la justicia en el mundo, por contribuir a hacer de nuestro país una nación fuerte y abierta, pero nada de eso debe ser lo principal. Nuestra alegría no puede estar en la consecución de esos objetivos, sino en poner nuestra vida en manos del Señor, que es el que actúa. Cuando se vive así, con la seguridad de que estamos en manos de Él, todo se torna ligero, fácil. Todas nuestras preocupaciones se revelan livianas. La alegría del cristiano es la del despreocupado que se sabe amado por Dios hasta en los más mínimos detalles. La alegría cristiana es un desafío a un mundo en el que hemos querido hacer del control de nosotros mismos el modo seguro de conseguir lo que nos proponemos; en cambio, el cristiano sabe que no “controla” nada ya que todo es gracia.

            Discursos aparte, sesudas teologías  al margen, la alegría del cristiano es el mayor testimonio de fe en este mundo lleno de miedos. Porque, en efecto, quien se sabe amado por Dios no tiene miedo. Quien vive alegre vive despreocupado porque la confianza de que Dios lo salva de sí mismo. Cuando descubrimos que la vida no es nuestra, sino de Él, ¿qué temeré?, ¿a quién temeré? ¿Qué o quién nos puede apartar del amor de Dios? San Pablo era muy consciente de ello. Todos los santos también.  Sorprende en ellos la alegría y su desenvoltura en situaciones dificilísimas. San Francisco de Sales dice de San Romualdo que, a pesar de sus extremas penitencias, manifestaba una extraordinaria alegría.  Sí, es la alegría del que está poseído por Dios mismo.

            Sin llegar aún a la santidad, los cristianos actuales debemos vivir con alegría nuestra fe y no preocuparnos tanto. Veo muy preocupados a muchos cristianos. Hay razones para ello, pero lo importante no son nuestras preocupaciones ni el mal objetivo que hay en el mundo. Lo más importante es saberse en manos de Dios y confiar en Él. Y todo lo demás se nos dará por añadidura. No conozco mejor programa político.

Un saludo       

    

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