Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Yo quiero ser como José

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 Solemos imaginarnos a San José como un hombre ya mayor, complacido por tener al Hijo de Dios en su familia; un San José provecto y respetable –como esos sabios de la Antigüedad, arrugados por el peso de las profundas honduras con las que sus almas han sido colmadas-. Es curioso cómo nos gusta instalarnos en el conocimiento conseguido, en la tierra ya conquistada, en el resultado del enigma indescifrable. Se diría que, obtenido el logro ansiado, desaparecen de un plumazo las oscuridades de antaño. Con la vida de los santos y, sobre todo, con la de nuestra Madre Celestial pasa lo mismo.

            A mí me gusta imaginarme a José como lo que era, un hombre de carne y hueso. Joven, impetuoso, trabajador, buen judío, humilde y muy enamorado de María. Aparentemente un hombre como uno de tantos. Lo verdaderamente sorprendente es que los santos son así de normales. José lo era. Como María, él fue descubriendo paulatinamente su papel peculiar en la historia de la salvación del mundo. Desde el principio supo qué quería Dios de él: que fuera el padre adoptivo de Jesús, el Mesías. Por nuestra experiencia sabemos que una cosa es que te digan lo que son las cosas y otra distinta que uno lo comprenda. Sólo lo que se vive se comprende. Y José, como María, comprendió su tarea a medida en que la ejercía.

            Me pongo en la piel de ese joven impetuoso que supo que su mujer estaba encinta. Observémoslo después del sueño. Me pregunto cómo se sentiría. Nosotros, muy dados a creer que los grandes hombres se comportan siempre con decidida seguridad, pensamos que San José sabe cuál es su destino y actúa como padre del Niño Dios con la firmeza y dulzura que los artistas representan. Pues no.

               José probablemente se sintió abrumado. Como nos hubiéramos sentido nosotros. Acaso incluso fastidiado: en un momento supo frustrados sus planes de joven judío, esposo de una bella mujer con la que deseaba tener hijos. Su vida cambió. A partir de ese momento la vida de José no era suya, sino la de ese Niño que debía nacer.

            La figura de San José es portentosa. Y si me piden el nombre de un santo, no lo dudo: José, el padre terrenal de Jesús. Es único. Él nos acerca al Señor de un modo único, especialmente para un laico.

            Al joven José no se le ahorró absolutamente ninguna penuria humana. Como cualquier otro tuvo que trabajar para alimentar a su familia. Como cualquier padre estuvo al punto de las necesidades de todo tipo de Jesús (cariño, desvelos, preocupaciones…) y de su mujer, la Virgen.  Eso de ser el padre del Mesías –quizá pensara alguna vez  José- no parecía reportar grandes beneficios, sino más bien lo contrario. Como cualquier judío cumplía con sus obligaciones religiosas. El pobre José ni siquiera pudo ver a su hijo anunciando al mundo la Buena Nueva salvadora. José murió como vivió: discreto, prudente, en silencio, sin rechistar, sin querer molestar. Manso y obediente. Yo quiero ser como José.

            Decir José es decir silencio orante. Es maravilloso el silencio de José. De él apenas sabemos nada. Estoy convencido de que, al igual que la Virgen, también José guardaba en su corazón lo que no comprendía. Sólo en la oración y viendo a su hijo crecer, José pudo comprender y aceptar su papel subsidiario respecto del de María y del de su Hijo. ¿A quién  dirigirse para desahogar su corazón inquieto por la labor encomendada por el Padre? ¡Al mismo Padre! La oración de José es oración profunda y solitaria de un padre que se dirige al  Padre de todos. La santidad de José –me parece- no reside en el mero hecho de ser el padre adoptivo de Jesús, sino que se halla en la fragua de una oración intensa al Padre que le ayuda a vivir su paternidad mundana como un regalo y no como un pesado fardo.

            Decir José es decir humilde obediencia. No fue fácil para José saberse secundario en su familia. Supo que el primero era su Hijo, luego su mujer, María. El último, Él. Difícil posición la de José, hombre educado en una sociedad patriarcal. Como creemos que los santos nacen santos, no reparamos en que la humildad de José no pudo salir de él, sino de una gracia especial que le fue concedida. José desaparece en beneficio de su hijo y su mujer. José es consciente de ello y  desea que sea así, porque Dios le ha revelado que si el Hijo tiene que crecer él, en cambio, deberá apagarse poco a poco a los ojos del Hijo. ¿Imaginamos su humano dolor? Pensemos sobre todo en su delicada obediencia al Plan divino.

            Decir José es decir un padre que trabaja. José no fue un monje o un anacoreta, como lo sería a su modo el Bautista. José es un hombre que vive en el mundo. Trabaja, cumple con sus obligaciones como judío. Participa de las fiestas, de los ritos, de las costumbres de su pueblo. La oración silenciosa y escondida de José se perfecciona con su presencia en el mundo, con sus problemas y luchas. No es un hombre retirado y extravagante; es un hombre como otro cualquiera. Aparentemente.

            Con José queda demostrado que se puede vivir en el mundo sin ser del mundo. Con José sabemos que la oración no es contraria a una vida activa. Como José comprobamos que la vida interior no puede desligarse de la vida exterior. Con José sabemos que se puede ser padre, esposo y  vivir  constantemente en Dios.

            Pues sí, yo quiero ser como José.

            Un saludo.  

             

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