¿Por qué, Señor, no lo evitaste?
constantemente y da gracias siempre”
Apotegma de los padres del desierto.
Postrado en mi cama por culpa de una fiebre alta, suena el teléfono a una hora inusual. Mi mujer recibe la noticia de que un alumno de su instituto acaba de morir después de haber inhalado mientras dormía el humo de un incendio del piso de abajo. Después de un par de días en el hospital el chico, de once años, moría el sábado.
En la cama, solo y triste, intento ponerme en el lugar de los padres después de ofrecer al Señor mi decaimiento físico y espiritual por el alma del muchacho. Si son creyentes sus padres, seguramente les surgirá una pregunta inevitable: ¿por qué, Señor? A decir verdad, la pregunta exacta sería “¿por qué, Señor, no lo evitaste?”. Estoy convencido de que ésa hubiera sido mi pregunta, cargada de un inmenso dolor. En el caso de los padres es muy posible que esa pregunta estuviera dirigida a Dios con rencor, incluso con odio. Nada más terrible para unos padres que la muerte de un hijo.
Todos sabemos que uno de los principales argumentos del ateísmo es la existencia de la injusticia, el mal, el dolor en esta vida. “¿Cómo puede Dios permitir, si existe, una situación tan injusta?”. En el inmenso océano de dolor de los padres ninguna razón teológica puede aliviarles. Pero la pregunta queda. ¿Por qué Dios mío?
Releo las páginas de un libro breve e interesante del padre José Antonio Galindo: Dios y el sufrimiento humano. Preguntas y respuestas sobre el problema del mal, editado por Encuentro. He de reconocer que el autor me apabulla con las tropecientas mil razones que ofrece para explicar y comprender sin perder la fe situaciones como la de nuestro pequeño niño. Semejante esfuerzo teológico, escrito para legos como yo, es digno de alabar, pero sé que ninguna de aquellas razones aliviaría lo más mínimo mi dolor de padre y, lo más importante, no me uniría más a Dios ni a mi hijo muerto ni a mi mujer. Cierro el libro con la misma sensación de cansancio que suelo experimentar ante los libros de teología.
“¿Por qué, Dios mío esa muerte?”. Como sé que los padres del desierto nunca fallan creo encontrar una respuesta en estas líneas:
“Cuando Abba Macario estaba en Egipto encontró a un hombre con un mulo que le robaba sus pertenencias. Él, como si fuera un extraño, ayudó al ladrón a cargar el animal, y le despidió tranquilamente, diciendo: «Nada trajimos al mundo y nada nos hemos de llevar. El Señor nos lo dio, y ha sucedido según su voluntad. Bendito sea el Señor en todas sus cosas»”.
Todo es voluntad de Dios. No es que Dios desee el mal, sino que lo permite de un modo misterioso y siempre para el bien de quienes viven en Gracia. ¿Aliviaría esa respuesta a unos padres desconsolados por la muerte de su hijo? Si tienen fe, sin duda.
Recuerdo el caso de Saúl. Estuvo durante seis años en el Seminario Menor de Toledo y a los diecisiete años murió rápidamente a causa de una extraña enfermedad. Cuando me lo contó uno de los directores espirituales del Seminario mientras paseábamos por el patio, me estremecí. Pero aún más cuando mi amigo sacerdote me señaló a su hermano Abel, de quince años, que estaba en esos momentos jugando en el patio. “¿Otro hermano en el Seminario?”. “Sí y no sabes la fe con la que reza a su hermano que está en el Cielo. Lo mismo sus padres”.
Estoy convencido de que la única respuesta al mal es la fe. De tanto insistir en la racionalidad de la fe, podemos llegar a adulterarla. No seré yo precisamente quien desvirtúe la estrecha vinculación entre razón y fe. No se me escapa que los únicos que defendemos la razón actualmente somos los católicos. Pero no podemos disipar la radical diferencia entre ambas.
La fe tiene más que ver con la confianza que con los argumentos. Tener fe es saberse sostenido por las manos amorosas del Padre que nos impide caer en la sima del mundo. Cuando alguien vive así no hay nada que lo hunda en el precipicio por inmensamente doloroso que sea.
Y ahora espero recuperarme de este dolor físico y moral que me aqueja desde hace días.
Un saludo