La celda
cierra la puerta y ora a tu Padre, que ve
en lo secreto”
Mt 6, 6.
Probablemente el vicio más nocivo para el desarrollo de la vida espiritual sea la dispersión. No nos engañemos, siempre lo ha sido; es verdad que nuestras vidas son un correr de aquí para allá sin tiempo para nosotros mismos ni para los que nos rodean. Esperamos el fin de semana como el tiempo de ocio, que nos permite “cargar pilas” para la semana que entra.
En realidad también el ocio nos puede agotar y descentrar. Llenamos el tiempo de actividades divertidas, cargadas de ligereza o buen humor, que nos compensan de las preocupaciones diarias. La oposición entre negocio y ocio (trabajo y diversión) es una dicotomía difícil de evitar para todos nosotros.
En un mundo donde hay infinidad de estímulos atractivos, nosotros nos sentimos atrapados por la dispersión. Tan pronto atendemos un aspecto que nos salta a la vista, nos urge atender un segundo asunto que de improviso se nos cuela. En el trabajo, en casa, en la diversión, se diría que lo que predomina es la dispersión, la dificultad de centrarse en uno mismo –replegarse sobre sí- para encontrar un sosiego que no hallamos en el ruidoso mundo en que vivimos. Libros, películas, trabajo, personas, periódicos, internet, viajes… todo interesante, imprescindible para “estar al día”, “ser un hombre de estos tiempos”, “estar informado del mundo en que vivimos”, “tener un juicio cabal sobre lo que pasa a nuestro alrededor”. Estupideces.
La stabilitas, es decir, la perseverancia, la constancia, la permanencia consigo mismo es condición imprescindible para que crezca nuestra intimidad con el Señor. Quienes mejor lo han sabido han sido los monjes. La celda es ese lugar físico y espiritual gracias al cual el monje combate la dispersión externa e interna. Por ello un monje sin celda no es un monje. Es verdad que el hábito no hace al monje: al monje lo hace su celda.
Entre los apotegmas de los padres del desierto se encuentra el siguiente.”Tres estudiantes amigos se hicieron monjes y cada uno de ellos quiso dedicarse a una obra buena. El primero se propuso traer la paz a los que estaban reñidos (…). El segundo se propuso visitar a los enfermos. El tercero se fue al desierto para vivir allí en descanso. El primero, que quiso ocuparse de las disensiones, no lo pudo arreglar todo. Desanimado, se fue al segundo, que atendía a los enfermos, y le encontró también malhumorado. Tampoco éste había podido realizar plenamente su ideal. Los dos se pusieron de acuerdo para visitar al tercero, que había ido al desierto, contarle sus necesidades y pedirle que les dijera sinceramente lo que él había conseguido. Éste permaneció en silencio durante algún tiempo. Luego echó agua en una vasija y les dijo que mirasen. El agua estaba todavía muy agitada. Después de algún tiempo les pidió que mirasen de nuevo y les dijo: «Ahora ved qué tranquila se ha vuelto el agua». Ellos miraron y vieron reflejado en ella sus rostros como en un espejo. Entonces él les dijo: «Lo mismo sucede al que permanece entre los hombres. Por la intranquilidad y la agitación no puede ver sus pecados, pero si se mantiene tranquilo y sobre todo en soledad, entonces podrá ver pronto sus faltas»”.
Por supuesto, la anécdota no critica el amor al prójimo, sino el que éste sea excusa para no vivir en sintonía profunda consigo mismo. Nada más fácil para un cristiano fervoroso –laico o no- que caer en la dispersión por amor a los demás o incluso a Dios. Ya se sabe que el demonio tiene muchas caras.
La celda para el monje supone el combate contra uno mismo, contra su deseo de asomarse al mundo y dejarse seducir por él. Las diferentes seducciones dependerán de la persona del monje. Pero para nosotros, que estamos en el mundo, la situación es más grave Hay seducciones para todos los gustos y bolsillos. Seducciones caras, baratas, devotas, irreverentes, inofensivas, lascivas, divertidas, aburridas, doctas, descaradas. Su punto en común: nos alejan de la soledad y del conocimiento de uno mismo para olvidamos de la escucha atenta y obediente del Espíritu que habita en nosotros.
La lucha del monje es una lucha a muerte. Es una lucha contra sí mismo, contra el demonio. Pero es una lucha principalmente en la celda. Dice San Pedro Damián, camaldulense, que la celda es el “locutorio del Espíritu Santo”; no es de extrañar que sea así, pues en ella el monje se enfrenta contra todo y contra todos, pero no está solo, sino que tiene el constante auxilio de
No hay monje sin su celda. Pero la celda no es sólo un lugar físico, sino una actitud interior de contemplación y de alabanza. Ahora bien, esa actitud sólo se puede lograr en la celda que cobija al monje de un mundo siempre insatisfecho.
Quienes vivimos en el mundo también necesitamos una celda. Puede ser nuestro lugar habitual en el que prefiramos recogernos para estar solos con Dios. Necesitamos también nosotros hacer posible una actitud interior contemplativa que nos ayude a vivir en el mundo sin caer en la dispersión. ¿Imposible? No lo creo. Con la ayuda de
Un saludo