Sábado, 02 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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El desafío de la Navidad

por Carlos Jariod Borrego

 “Lo que agrada a Dios en mi pequeña

alma, lo que le agrada es verme amar

mi pequeñez y mi pobreza

Santa Teresita

 

            Decían los clásicos que el principio del conocimiento está en el asombro. Cuando alguien siente estupor ante un acontecimiento hay una mezcla de incomprensión y fascinación por lo que nos resulta inclasificable intelectualmente. Estupor, admiración o asombro son palabras que, con  matices diversos, apuntan a la experiencia humana de estar tocados por la verdad, necesitar de ella; cuando la realidad nos sacude con su belleza o con su fuerza, necesitamos penetrarla hasta el tuétano para poder hacerla nuestra.

            Pero todo lo humano tiene su oscuridad. La admiración puede ser neutralizada por la pereza o, simplemente, por nuestra inclinación al engaño. Sofocar los deseos íntimos de nuestro corazón de adorar y venerar la creación divina mediante la costumbre o la aburrida rutina es el modo más peligroso de alejarse de una verdad que nos llama por nuestro nombre.

            Lo peor de la Navidad no es la alegría impostada con sabor a champán y confeti. Mucho peor es pasar ante el Misterio de la Natividad del Señor como quien deambula aburridamente por unos grandes almacenes.

            Dios se hace uno de nosotros a las afueras en un pueblecito perdido llamado Belén. Lo hace miserablemente, puesto que sus padres ni siquiera encuentran un techo para que su madre, María, pueda dar a luz. Solos, desprovistos de lo materialmente necesario. A la intemperie. La rutina de celebrar muchas veces la Navidad  nos disuade de pensar en que Dios se hace niño y lo hace en la más absoluta  pobreza. El mazapán, los villancicos y la alegría parece que nos velan una de las más graves enseñanzas de la Natividad del Señor; enseñanza, por cierto, válida para cualquier vida espiritual que busque intimidad con el Señor: sólo en la pobreza, en la fragilidad de nuestro ser encontraremos a Dios. No es extraño que los pastores, los más pobres de los pobres, fueran los primeros en adorar al Niño.

            Frente a la dureza de la Cruz, que nos resulta inmediatamente repugnante, el misterio de Belén, con su sabor a golosina y familia, suscita en nosotros sentimientos de ternura y amor. Sin embargo, el Misterio de Belén es tan divino e inalcanzable como lo acontecido en El Gólgota. Dios abandonado en la Cruz es el mismo Dios pobre y desamparado, cubierto de pobres trapos, en el pesebre de Belén. La alegría del nacimiento, el amor de José y María, la adoración de los pastores y de los Reyes no deberían borrar la radical pobreza del Niño Dios desde el mismo instante de su nacimiento. 

            Si nos separamos de los tópicos de una Navidad dulce y de pandereta, la experiencia humana espontánea ante el pesebre de Belén es de estupor y de adoración. Estupor porque es inconcebible en mente humana lo ocurrido en una perdida gruta de Belén. Adoración, porque el Misterio de la Navidad sólo lo podemos vivir de rodillas. Estremecidos porque Dios vive con nosotros, la Navidad es un inmenso desafío que nos interpela e invita. La auténtica alegría de la Navidad reside no sólo en tener a Dios entre nosotros,  sino que, siendo  uno de nosotros, abraza nuestra humanidad trazándonos el camino para poder entrar en intimidad con Él. Ése es el desafío de la Navidad.

            El pesebre de Belén es ante todo una invitación a vivir sabiéndose pobre. La pobreza de ese Niño, que podría haber nacido en un palacio, no es una cualidad accesoria; es la nota principal sin la que no podríamos acercarnos a Él y besarle. La pobreza de Belén –del Niño, pero  también la de sus santos padres- es una interpelación a nuestro corazón lleno de orgullo: sólo siendo como niños, es decir, radicalmente indigentes, podemos conocer al Señor. Mensaje duro, árido, exigente, alejado del jolgorio mundano de estos días.

            La Natividad del Señor  es una petición del Padre a que experimentemos nuestra miseria como la mejor oportunidad para encontrarnos con el Hijo. La impotencia que nos abruma, nuestros fracasos de toda índole, la incapacidad radical de ser mejores con nuestras propias fuerzas, la caída constante en los mismos pecados, todo ello, en vez de alejarnos de Dios, nos puede aproximar a Él si sabemos mecernos en las deliciosas aguas de la misericordia divina. Tal es el mensaje del Niño de Belén. Amar nuestra pobreza es amar al Niño Dios.

            Nuestra vida depende de conocer y vivir esa verdad, la verdad del pesebre de Belén. Solemos estar en lucha contra nuestra frustración; la vida se nos revela muchas veces decepcionante, nosotros mismos descubrimos una y otra vez la abismal diferencia entre lo que queremos ser y lo que somos. Estamos continuamente luchando contra nosotros mismos, por no hablar de los defectos de los demás. O descubrimos la persona viva de Cristo en el portal de Belén o estamos condenados a la búsqueda de sucedáneos para burlar nuestra desolación o a la desesperación.

            El gran escritor americano David Foster Wallace escribió en su conferencia This is water estas palabras: “La Verdad con V mayúscula tiene que ver con la vida antes que con la muerte. Tiene que ver con la posibilidad de conseguir llegar a los treinta, o a los cincuenta años, sin tener el deseo de pegarse un tiro en la cabeza”. Foster Wallace no se pegó un tiro, pero se ahorcó a los cuarenta y seis años. No conoció la única Verdad que responde a los anhelos de todo corazón humano. Esa Verdad que nació escondida en un recóndito lugar del mundo y de la que la Iglesia es Esposa por siempre.

            Por todo ello, con mis mejores deseos ¡FELIZ NAVIDAD!

 

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