Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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El Bautista, un ermitaño

por Carlos Jariod Borrego

 “Huiré lejos y moraré en el desierto”

Salmo 54, 8

            Es muy difícil  entender el atractivo que provoca el desierto. A decir verdad, es una mezcla contradictoria de sensaciones la que nos suscita; además de una seductora atracción, el desierto nos causa miedo, está asociado a la desolación interior. A la precariedad brutal de una naturaleza desnuda –hirsuta y ayuna de humanidad-, se une una soledad desconocida para el hombre civilizado. Su silencio ensordecedor desgarra el alma hasta hacerlo trizas. No es necesario haber estado en el desierto para saberlo. Un hombre del desierto, Charles de Foucauld, afirmaba que “el desierto no sostiene al débil, lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir.”

            Los hombres del desierto son distintos. Atraen y repelen. Los reconocemos como uno de los nuestros, pero percibimos que están muy lejos. Los podemos tocar, pero a quien tocamos es a un ser de un mundo que no conocemos, constituido en una forja amalgamada de pruebas silenciosas, soledades nocturnas, incomprensibles penitencias. Pero también percibimos en ellos una paz que no es de este mundo, que los llena de la Presencia del Amado. Una fuerza que les sostiene y les penetra –la fuerza de Dios- que los hace testimonios vivos en un mundo degenerado por el olvido del Señor.

            Nuestros ermitaños, nuestros monjes son voces que gritan en el desierto de sus yermos y monasterios. Ellos, por supuesto, no hablan, gritan: su testimonio escondido es un puñetazo de Dios a cada uno de nosotros. Imposible la indiferencia. O se han vuelto locos o son lo que dicen ser: buscadores de un Dios que se deja arrullar por sus salmos y letanías, por su liturgia y su humilde trabajo.

            ¿Os imagináis a Juan el Bautista? Era un hijo del desierto. Los hijos del desierto no pasan desapercibidos; hay que reconocer que nos conmocionan hasta un punto inexplicable. El Bautista, con su estrafalaria vestimenta, no pertenecía a este mundo de pecadores: era como un visitante que, impulsado por una fuerza extranjera, se hospeda durante un par de días en nuestra casa para cantarnos las cuarenta. Para recordarnos nuestra filiación divina y advertirnos lo alejados que estamos de nuestro destino.

            Sólo un hijo del desierto puede gritar como lo hizo Juan. Me lo imagino camaldulense o cartujo; mejor, un padre del desierto, cuya vida santa es un reclamo y una denuncia para quien lo escucha. No conozco mejor definición para el contemplativo solitario: “voz que grita en el desierto”. Su voz no es de él, sino de Dios, que procede  del desierto, pero que se hunde en los desiertos interiores de quienes lo oyen. Esos desiertos que no queremos reconocer los que vivimos en el mundo –soledad, hastío, desesperanza, frustración, tristeza, amargura, muerte-, pero que están en nuestra intimidad; desiertos escondidos que nos obstinamos en ocultar a los demás y a nosotros mismos. Desiertos que, no obstante, pueden ser una oportunidad para que Dios nos hable, nos grite, nos sacuda, nos tumbe.

            Como solitario, Juan habla de Dios a los hombres que se le acercan. Habla claro, se le entiende todo. Nada de teologías ni filosofías. No habla de sí mismo y cuando se le pregunta quién es responde que sólo es un precursor que no merece atarle la cuerda de los zapatos al que ha de venir. Sospecho la cara de estupor de los judíos. Pero sabemos también que Juan hablaba a los hombres de sus cosas con la intención de acercarles a la conversión. Su tono áspero –más que su vestimenta- nos presenta a un hombre curtido por la aridez del desierto, intransigente con la tibieza o las medias tintas.

            Sin duda, Juan consiguió lo que se proponía. Los judíos se le acercaban asombrados para ser bautizados por él. Le escuchaban. Sabemos que tuvo discípulos y que Herodes, que lo respetaba (¿lo admiraba?), tuvo que encerrarle por sus críticas ante su comportamiento inmoral. Juan, antes que cualquier solitario, degustó la verdad de estas palabras de otro Juan, éste santo español: “el amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado”.

            Uno de los momentos más impresionantes del Evangelio es el encuentro entre el Bautista y Jesús. Nada más verlo, Juan lo reconoció como el Mesías. Me los imagino en un abrazo emocionado, después del bautismo del Señor; un abrazo cuya calidez y cercanía sólo conocieron ambos, pero que ninguno de ellos olvidaría jamás. Los duros años del desierto quedaron compensados por ese  abrazo del Señor. En cambio, Jesús, después del abrazo de Juan, se va a dirigir al desierto para ser tentado y prepararse así a su vida pública. Y es que el abrazo de Dios, necesariamente, implica tener experiencia del desierto. Lo sorprendente es que Dios mismo también quiso despojarse, como nosotros, para que podamos vivirle como uno de nosotros en nuestros desiertos particulares.

            El emocionante encuentro del Bautista con Jesús es trasunto de la intimidad del ermitaño o del solitario con el Señor. El atractivo del desierto, su finalidad, no es una ascesis sobrehumana, soportable para superdotados; el atractivo que reconocemos en el desierto es que es un campo de batalla cuya victoria nos hace penetrar en una inaudita intimidad con Dios.

            Estoy seguro  que en los instantes finales, antes de su decapitación, Juan el Bautista elevó sus hijos al cielo y dio las gracias a Dios por su vida. Su destino se había consumado. ¿Qué más podía pedir?

Un saludo

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