Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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¡Despertaos!

por Carlos Jariod Borrego

 “Sé el que eres”

Píndaro

            Dicen que el movimiento de indignados del 15-M nació al calor del librito de Stéphane Hessel ¡Indignaos! En todos los comienzos del Adviento los cristianos podríamos constituir otro movimiento, el de la amorosa espera, que podríamos llamar ¡despertaos! Me figuro a Nuestra Madre, con solícita ternura, acercándose a cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro nombre y pidiéndonos que nos levantemos, puesto que ya es hora de despertarse.

            Despertarnos porque estamos dormidos. Pero, ¿a qué estamos dormidos? Aparentemente, sin embargo, mantenemos una atención suficiente para vivir el día que nos toca. Trabajamos, cuidamos de nuestra familia, tenemos tiempo para pasear o hacer deporte. El Adviento es tiempo de sacudirnos de nuestra modorra mediocre; es la voz de la Iglesia que clama en el desierto de nuestro corazón,  gris y lánguido. ¿Ante qué debemos despertar los cristianos? Sin hacer una lista exhaustiva, he aquí una serie de necesidades que debemos despertar en nosotros:

Sed de alegría, sed de alabanza. Con el paso de los años crece en muchos un fuerte sentimiento de resignación, incluso un poso de escepticismo ante los proyectos no realizados o las decepciones que nos han traído los años transcurridos. Aquella alegría infantil o juvenil, ha ido desapareciendo para instalarse en el corazón la convicción de que no hay de lo que sorprenderse, de que todo es rutina y obligación. La alegría es un sentimiento pasajero, un oasis en la grisácea  existencia de una vida que ya no espera nada. Pero nuestro corazón necesita vivir alegremente, una alegría que no es de este mundo.

Vivimos en un mundo que no alaba, ni agradece, puesto que es un mundo corrompido por el egoísmo y el orgullo. Pero nuestro corazón está hecho para la alabanza agradecida al Creador. San agustín ya lo expresó con palabras sublimes: “Tú mismo le excitas [al hombre] a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

La auténtica alegría está en despertar nuestro deseo interior de reconocer a nuestro Dios como el Padre de todo y de todos, reconocer que el único que nos sostiene es Él, disfrutar de Su Alegría infinita por el hecho de que seamos nosotros criaturas suyas. Despertemos a la auténtica alegría.

Sed de libertad, sed de amor. Pocas palabras más desgastadas que la palabra “libertad”. Todos desean ser libres, pero están esclavizados a lo que les hace ser libres. Libertad sexual, libertad de pensamiento, libertad de mercado, libertad de cátedra, etc. “Ser libre”, la obsesión por excelencia, el reclamo del nuevo individualismo, que sólo entiende de sí mismo desligado del Creador y de los demás.

San Pablo sitúa la auténtica libertad, la que hace del hombre un ser pleno y auténtico: “Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Gál  5, 1315).

A diferencia de los incrédulos, los cristianos tenemos una vocación muy precisa, la de ser libres. Libres de las imposturas del yo, de las añagazas del mundo, de la miseria del pecado propio y ajeno. Nuestra vocación es el amor, porque una libertad así, que no es de este mundo, sólo puede darse gracias al amor de Dios. La única esclavitud reconocida es la que nos libera de nosotros mismos, la esclavitud del amor fraterno.

Despertemos  a la auténtica libertad, al único amor que llena nuestro corazón.

Sed de amarnos a nosotros mismos. La frase del apóstol es muy exigente: sólo podremos amar al prójimo si previamente nos amamos a nosotros mismos. En efecto, damos por supuesto que nos amamos, pero no es verdad. En muchos casos, nos despreciamos y no lo sabemos. Nuestro corazón pide ser amable consigo mismo.

  Vivimos en un mundo repleto de estímulos halagadores. Nos incitan para consumir, elegir, desechar o tirar, malgastar. Nos invitan a tratar a las personas como si fueran cosas, a cosificar lo humano y hasta lo sagrado. Imperceptiblemente, el proceso de cosificación revierte en nosotros en cuanto que otros nos tratan como mero medios y nosotros mismos nos vemos no como hijos de Dios, sino como consumidores, ciudadanos, electores, trabajadores, clientes, contribuyentes, etc. Nuestro corazón se fragmenta, no logra unificarse a la luz de un Dios que hemos arrinconado en la misa dominical. El sufrimiento de tantos contemporáneos, también creyentes, es que se ignoran a sí mismos. Alejados de Dios, están lejos de sí. Su corazón sufre porque necesita de la unificación que sólo Dios puede regalar. El mundo desune lo que Dios ha unido –el hombre mismo-; sólo el trato con el Señor puede soldar los pedazos dispersos de una vida distraída, fragmentada.

Despertemos al amor a sí mismo que nuestro corazón necesita para alabar a su Creador. Quien no se ama a sí mismo no puede amar a nadie, tampoco a Dios.

Sed de soledad, sed de silencio. El mundo necesita fatigar nuestra alma mediante todo tipo de ruidos y compañías. Parece que hay una conjura para que huyamos de la soledad, pero sólo en la soledad nos encontramos con nosotros mismos y con Dios. Como dos enamorados, nuestro corazón y el del Señor desean gustarse en la intimidad de la oración, imperceptible y escandalosa ante la algarabía del mundo. Retirarse “a lo escondido” para saborear al Único que nos ama incondicionalmente, es necesidad perentoria del hombre.

Despertemos a nuestra necesidad de soledad para hacer silencio y, así, escuchar la voz de nuestro Señor. Quien no está solo en medio del mundo, no tiene a Dios, sino al mundo dentro de sí.           

 

El poeta griego Píndaro nos pedía, también de modo imperativo, que nos convirtiéramos en lo que somos. Sin duda, era un gran sabio. Sabía que estábamos llamados a vivir en plenitud. Los cristianos sabemos, además, que esa voz  viene de nuestro corazón. Sabemos que esa voz nuestra es la de Dios. Dejémonos llevar en este Adviento por el susurro de esa voz.

 Un saludo.

 

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