Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Sólo existe el presente (1)

por Carlos Jariod Borrego

 “Los cristianos, para acostumbrarnos a vivir bien el presente,

debemos saber olvidar el pasado y no preocuparnos

 por el futuro”

Chiara Lubich

 

            En la vida espiritual nuestra relación con el tiempo es clave. Es verdad que somos seres espacio-temporales, pero a la vez estamos destinados a la vida eterna que es una vida no atravesada  por el espacio ni por el tiempo. La dificultad de imaginar qué pueda ser la Eternidad consiste, entre otras razones, en que en ella dejaremos de vivir en el espacio y en el tiempo.

            Sin embargo, la Trinidad habita en nosotros. La inhabitación divina en el hombre tiene una serie de consecuencias prácticas, más o menos visibles para el prójimo, que son fundamentales para el hombre espiritual. Esas consecuencias, por un lado, surgen de la participación humana de la vida eterna que habita ya  en el corazón de la criatura; por otro lado, es resultado de la acción divina en el hombre mediante la gracia. Pues bien, una de las consecuencias perceptibles del cristiano en cuanto tal es su relación con el tiempo. Probablemente es una de las más escandalosas para el mundo.

            Por influencia del cristianismo solemos entender el tiempo de modo lineal: pasado, presente y futuro. Damos por hecho que entre esas tres instancias se da un hilo oculto que engarza el pasado con el presente y éste con el porvenir. Este esquema lineal lo aplicamos a nuestras vidas individuales y a la vida de los pueblos; la Historia es inconcebible sin esa linealidad. Sin embargo, todo eso es muy arbitrario y es verdad hasta un cierto punto.

            Sobre la escasa importancia que da el Señor al pasado, leemos en Lc 9, 62: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios”. Con esta frase tan dura sale al paso Jesús de las objeciones muy lógicas de quienes deseaban seguirle pero antes querían, por ejemplo, enterrar al padre o despedirse de su familia. Si interpretamos esta frase desde nuestro tema, lo que parece decirnos Jesús es que su seguimiento se da sólo y exclusivamente en el presente. El pasado ya no existe y sólo Dios se hace Presencia en el presente. A Dios sólo le importa nuestro presente.

            Desde hace algo más de un siglo las ciencias humanas –en especial la psicología profunda y la sociología- han logrado establecer como principio que el pasado determina o influye sobremanera en nuestras vidas. Si queremos saber qué somos, buceemos en nuestra infancia, indaguemos las relaciones que tuvimos con nuestros padres o hermanos, qué ambiente escolar vivimos, los amigos que nos acompañaron, la influencia que tuvo en nuestra familia la situación económica del país o la pertenencia a una cierta clase social.

            Según este principio de la prioridad del pasado sobre el presente, nuestras decisiones laborales, de estudio o afectivas son el resultado de un conglomerado de causas pasadas que, con tonalidades diversas, siguen influyendo en la personalidad del individuo.  Nadie duda de la influencia del pasado, pero lo nuevo de este principio “científico” es que nuestro presente hay que entenderlo a la luz de nuestro pasado.

            Muy posiblemente Sigmund Freud, en el ámbito de lo biográfico, y Carlos Marx en el campo de la historia, han sido los que más han hecho para instaurar el principio de la preeminencia del pasado sobre el presente y el futuro. Como es sabido, ambos autores ateos. No es casual.

            Volvamos a la frase de Nuestro Señor. Quien pone la mano en el arado, es decir, quien ha tenido experiencia de  Dios y le sigue, tiene una vivencia actual, presente en su vida. Es una experiencia que no puede ser reducida a causas psicológicas, sociológicas o históricas, porque es pura gracia; sin embargo, es una experiencia que se da en el hombre respetando completamente su modo de ser: por tanto se da en el tiempo  presente. No puede haber nada en su pasado que influya ni explique el porqué de la presencia de Dios en su vida. Ni mucho menos puede haber en el pasado del hombre nada que distraiga o desvíe al hombre de esa unión con Dios dada en  el presente (la familia  a la que hay que despedir o el padre que hay que enterrar). Otra cosa, claro está, es que el hombre se deje desviar.

            Es muy cómodo pensar que en mi pasado se halla la explicación de mi vida. Nuestra responsabilidad actual se diluye en un sinfín de experiencias pretéritas que no recordamos; muchas de ellas, además, ni siquiera han sido cosa nuestra: las hemos padecido. Basta invocar “el entorno” para exculparnos de  nuestros defectos y concluir sin remilgos que es que “somos así” o “nos han hecho así”. Ni siquiera nosotros mismos creemos en nuestra libertad.

            Pero el pasado ya no existe. Sólo existe el presente. Y el presente tiene consistencia propia; es la consistencia que le da el Señor del tiempo, Dios. Creer que el pasado define mi presente es caer en una concepción en la que la gracia sobrenatural no tiene ningún papel –pues todo se explica mediante causas psicológicas o sociológicas- . Es creer que lo que somos se ha  forjado en exclusiva por nuestros actos y decisiones, junto con las de los demás. Por tanto, nuestros éxitos y fracasos son  efectos destilados despaciosamente a lo largo de los años.

            Pero el cristiano sabe que sólo puede vivir el ahora como un ahora que tiene sentido por sí mismo, sin echar mano del pasado.

La única nostalgia que puede permitirse el creyente no es la de un pasado feliz o la de un pasado que no tuvo pero que le hubiera gustado vivir, sino la nostalgia de un Dios que dándose aquí y ahora, se nos oculta misteriosamente. La nostalgia de una búsqueda incesante, no de un pasado que no volverá.

Pero más peligroso que estar anclados en el pasado, es estar pensando en el futuro. Lo trataremos próximamente.

Un saludo.
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