Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Mis amigos camaldulenses

por Carlos Jariod Borrego

 Beata solitudo! Oh sola beatitudo!

           

            Hay lugares donde el amor de Dios se espesa. Tocados por manos santas y labrados por muchas horas de oración escondida, esos lugares son como luminarias en un mundo en descomposición. Lugares que llenan de un aire divino al  corazón del visitante permitiéndole respirar del aliento celestial durante semanas, quizá meses. No hay muchos lugares así. Pero uno de ellos es el yermo camaldulense de Montecorona de Nuestra Señora de Herrera, situado en las inmediaciones de Haro (Burgos), muy cerca ya de La Rioja y Álava.

            Los camaldulenses veneran a su fundador, San Romualdo, que vivió entre los siglos X y XI. Posteriormente un hombre tan excepcional como Pablo  Giustiniani reformó a finales de la Edad Media la vida de las comunidades camaldulenses, que combinaban la vida eremítica con la cenobítica. El beato Giustiniani quiso subrayar el carácter eremítico de los primeros camaldulenses. Sus hijos espirituales, por ejemplo mis amigos del yermo de Nuestra Señora de Herrera, son testimonios vivos de ello.

            Entrar en el yermo –así llaman los camaldulenses a sus comunidades y lugares donde viven- es abrirse a una experiencia de Dios cincelada por la soledad, el silencio, la oración continua y la caridad. Quien aún crea que la vida cristiana consiste en un actuar para Dios, absténgase de entrar en un yermo; en cambio, quien sepa que la vida cristiana es sobre todo un gustar de Dios, debe conocer a mis amigos camaldulenses.

            Los hombres de Dios disfrutan de Dios: no otro es su testimonio en el mundo. La presencia de Dios en personas así se palpa, se nota, aunque no se hable del Señor. El eremita camaldulense, en su vida de oración, trabajo y soledad, gusta de Dios en un combate a muerte con el príncipe de la mentira.

Me parece que lo propio del camaldulense es un encuentro con nuestro Señor a pecho descubierto, a tumba abierta, a doscientos por hora, sin  frenos y cuesta abajo. Da miedo al principio. Estoy convencido de que también a ellos, muchas veces, la opción de vida elegida por Dios para ellos, les resulta a veces de locos. Pero es la locura del amor de Dios y la locura de la confianza humana por un Dios que se ha hecho hombre.

Decir camaldulense es decir soledad y silencio. Ellos aman la soledad. Los que vivimos en el mundo creemos que vivir en soledad es estar solos. Necios. Vivir en soledad es vivir en Dios; cuando se vive en Dios nunca se está solo; precisamente los que  no vivimos en Dios estamos solos, aunque estemos rodeados de los demás. De ahí que esté convencido de que el camaldulense viva acompañado en su celda separada: él vive la vida trinitaria como ninguno, vive la vida de la Iglesia; mejor, es Iglesia viva, más viva que la mayoría de nuestras parroquias cargadas de actividades.

Allí en el monte, perdidos, los camaldulenses son auténticos templos vivos de Dios que se ofrecen continuamente por nosotros en una soledad sonora sólo escuchada por Dios. El mundo no los oye. ¿Acaso importa? Ellos han huido del mundo para luchar el combate más duro: el combate por ganar la vida eterna.

Decía Hesiquio de Batos:

“Aquel que renuncia a las cosas del mundo, tal como mujeres y riquezas, convierte en monje al hombre exterior, pero no al hombre interior. En cambio, aquel que renuncia al pensamiento apasionado de esas cosas, hace también monje al hombre interior, es decir, al espíritu. Este es un verdadero monje. Es fácil hacer monje al hombre exterior: sólo hay que desearlo. Pero hacer monje al hombre interior demanda un arduo combate”.

¿Queréis conocer  a auténticos atletas del espíritu? Visitad a los camaldulenses de Nuestra Señora de Herrera.

 Puesto que el camaldulense vive como un niño su vida en Dios, el visitante se siente a gusto. Todo respira una paz que no es de este mundo. Detrás de sus hábitos blancos y de sus largas barbas adivino los estertores de hombre viejo que se niega a morir. Es verdad que la vida del camaldulense no es fácil. Pero su dificultad no radica en su pobreza extrema ni en su afán por vivir como su fundador decidió hace siglos. Consiste, más bien, en que el camaldulense se ha tomado en serio el Evangelio.

Ahora bien, ¿ha sido fácil alguna vez la vida de aquel que se ha tomado en serio el Evangelio?   

Quienes vivimos en el mundo podemos ver a los camaldulenses como seres estrafalarios. Volveríamos a demostrar necedad. Son un ejemplo a seguir. Con la ayuda de la Gracia podemos ser en el mundo piedras vivas cargadas de silencio, soledad, oración y amor. Piedras que, lanzadas por el brazo de Dios, pueden romper en el mundo  paredes de odio y mentira. 

            Gracias Padre Abraham. Gracias Padre Iván. Si Dios quiere, nos volveremos a ver el próximo verano.

            Un saludo. 

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