Sábado, 02 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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El sacerdote, regalo de Dios

por Carlos Jariod Borrego

 Al Padre Miguel Ángel Pardo en sus

 veinticinco años de sacerdocio

            ¿Podríamos imaginarnos un mundo sin sacerdotes?, ¿una Iglesia sin presbíteros? Creo que sería uno de los más apetecibles deseos del demonio. ¿Qué haríamos sin ellos? ¿Se imagina el lector que, de repente, por inexplicable circunstancia, desaparecieran los sacerdotes de nuestras iglesias, seminarios, conventos, parroquias? ¿Qué haríamos?, ¿podríamos seguir viviendo?

            Desde mi conversión, mi vida ha estado asociada siempre a  un sacerdote; a veces, a más de uno. Lo puedo afirmar con absoluta seguridad: sin ellos no sería lo que soy. Pensamos en la influencia de nuestros padres, de los amigos, de la profesión elegida, de los libros leídos, de los amores perdidos –y de los ganados-, de nuestros hijos, de los proyectos, de los fracasos; pensamos que somos el resultado de tantas alegrías y decepciones cosechadas en el pasado; creemos que nuestra vida, menuda y ligera, está troquelada por influencias políticas, económicas, psicológicas, sociológicas  y patafísicas. Pues sí. ¿De verdad?

            Los sacerdotes  me han ayudado a reconocer la presencia de Cristo en mi vida y en la del prójimo. Me han ayudado a saber que mi vida no es resultado de estructuras económicas, sociales o relaciones paterno-filiales  determinantes para mi acontecer futuro; me han ayudado a reconocerme libre. Me han hecho ver que es mentira que mi vida es el resultado de no sé qué factores externos. Me han permitido despojarme del pesadísimo fardo de responsabilidades, culpas que el demonio maneja con exquisito esmero para hundirme en mis fracasos. Sí, ¡cómo me han ayudado a liberarme de mí mismo mis queridos sacerdotes!

            Gracias a los sacerdotes he sabido que Dios me ama. Mejor: que yo soy un maravilloso pedacito –minúsculo e infinito- del Amor trinitario. Gracias a los sacerdotes me he dado cuenta de que mi vida es abrazada continuamente por Dios, que no sería nada sin él, que lo soy todo con Él. ¿Se concibe mayor sabiduría? De los sacerdotes he oído ideas inauditas. Por ejemplo, que el sufrimiento ofrecido al Señor redime a la humanidad, ¡que yo, pobre hombre, puedo ser colaborador de la redención de la humanidad! También les he oído que la cruz, la nuestra, ésa que nos duele y que a veces no soportamos, es la mejor oportunidad para amar y ser amados. Pero, sobre todo,  con una sonrisa y un gesto cariñoso, me han asegurado que la Gracia actúa y que siempre estoy acompañado por Él, también en los peores momentos.

            Los sacerdotes me han enseñado que mi vida sin oración está perdida. Que tan importante es la oración como la respiración. Me han dicho que la respiración de mi alma es la oración. Me han enseñado a orar, los he visto orar. En realidad, más de uno me ha insistido en que quien ora no soy yo, sino el Espíritu Santo en mí. ¡Las cosas que dicen los sacerdotes!  He visto en ellos que lo que me decían lo vivían; cuando me enseñaban que somos templos vivos de la Trinidad –lo escribo y tiemblo- comprobaba que era la Trinidad la que resonaba en mí a través de la humanidad del sacerdote.

            Y todo gratis, sin pedir nada.

            A través de los sacerdotes Dios derrama su perdón sobre mí. Yo ya no podría vivir sin el perdón de Dios. ¿Un mundo sin sacerdotes? Es como una vida sin aliento, un padre sin hijos, un amante sin su amada.

            Pero lo más grande de todo. A través del sacerdote, Cristo mismo se hace presente en este mundo lleno de miseria . En la Eucaristía, la mayor locura de amor de un Dios que nos ama hasta el extremo, Cristo se hace presente, accesible, tierno dejándose abrazar por nosotros, dándose para ser digerido por nosotros. Pero para ello Cristo necesita del sacerdote.

            La paternidad del sacerdote es reflejo humano de la paternidad espiritual de Dios sobre los hombres. Yo lo sé porque lo he vivido en mi vida. Lo sigo viviendo. Doy gracias a Dios por los sacerdotes que he conocido y oro por ellos y por todos los demás para que vivan el sacramento del orden según la voluntad de Dios.

           

Un saludo.

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