La ley de la mayoría
En democracia las determinaciones se toman por la que podemos llamar ley de la mayoría.
Se aprueba una constitución por mayoría, se elige los representantes del pueblo y la autoridad por mayoría, se aprueban las leyes por mayoría.
A pesar de este aparente consenso universal, ¿se trata de una regla de aplicación universal? ¿Todo cabe resolverse mediante la ley de la mayoría?
Aunque para algunos parezca una blasfemia democrática el simple hecho de cuestionarlo, hay que contestar negativamente. Pongamos un ejemplo para comprender mejor. Supongamos que a un millón de personas, de las que novecientas noventa y nueve mil son invidentes y uno solo goza de perfecta visión; al medio día , pero sin sol, se les pregunta si es de día y hay que seguir trabajando, o de noche y hay que ir al descanso. Resultado: la totalidad de los invidentes vota que es de noche y hay que ir al descanso y sólo uno, el de perfecta visión, vota que es de día y se debe seguir trabajando. ¿De parte de quién está la verdad? ¿Cambia esta mayoría la realidad? ¿Hay que actuar como si fuera de noche, porque así lo ha determinado la mayoría?
Las decisiones mayoritarias no conllevan necesariamente que sean ni verdaderas ni justas
Límites de la ley de la mayoría
La ley de la mayoría, en democracia, tiene un campo de juego delimitado por márgenes a los que es preciso atenerse.
En primer lugar, jamás una mayoría podrá dar validez a una constitución, constituir una autoridad o dotarse de unas instituciones que impidan el logro del bien común. Tampoco podrán apelar a la mayoría ninguno de los tres poderes democráticos en su propio campo, por más que gocen de total legitimidad y tengan el mayor respaldo popular. Nunca quedan investidos de total libertad, irían directamente contra el fin para el que están constituidos.
Si no se guardasen estos límites, estaríamos ante la negación de la sociedad civil, porque se haría imposible el bien común, fin de la sociedad civil.
Respetadas las fronteras de lo que pide la naturaleza de las cosas, de la ley natural, está el amplio campo de lo opcional y queda al libre juego de las mayorías; y, en democracia, no parece encontrarse un medio mejor de dar salida a las diversas alternativas.
No obstante lo dicho, hay que pisar tierra y admitir que estamos en sociedades de una extraordinaria pluralidad ideológica y la apelación inexorable a la ley natural, hoy, haría imposible cualquier sociedad occidental. Ahora bien, aun las sociedades que no admitan la ley natural se ven obligadas a reconocer la necesidad de poner límites a la libertad y, en su caso, a la ley de la mayoría Sienten la necesidad de unos presupuestos comúnmente aceptados para poder vivir en sociedad. De aquí las constituciones y más allá la Declaración Universal de Derechos Humanos y otras de distinto rango.
Sin embargo, las diversas declaraciones de derechos, con ser positivas, no se identifican ni son equiparables en todo a la ley natural. Hay principios de derecho natural que no están recogidos en esas declaraciones, y otros no se interpretan correctamente, porque, con frecuencia, entra por medio una concepción particular del hombre y el mundo, el egoísmo y la arbitrariedad. De aquí que se puedan quebrantar principios de ley natural; en cuyo caso, no tiene cabida recurrir a la ley de la mayoría.
El fin de la sociedad es el bien común, aquí habrá amplio consenso. Pero es de advertir que no siempre se considera en su correcta aceptación. Para tener una idea precisa del bien común, es necesario tener una idea clara del fin del hombre y de la sociedad. Pero, como también en esto nos encontramos con pluralidad de ideas, el bien común, con demasiada frecuencia, se considera de una manera muy restrictiva: podríamos decir que lo limitan a la suma de bienes materiales y culturales y a un orden social que haga posible su disfrute. Pero, si bien esto es parte del bien común, no es todo lo que exige el bien común, porque el hombre tiene un fin trascendente y, por lo mismo, el bien común del hombre y de la sociedad debe tenerlo en cuenta. Es otro dato que no se puede olvidar en la aplicación de la ley de la mayoría.
Hay otro aspecto de suma importancia al que hace referenciado Pío XII en el Radiomensaje de Navidad de 1944, El problema de la democracia. Nos referimos a la sociedad “masa”.
“El Estado –dice– no contiene en sí mismo y no reúne mecánicamente, en un determinado territorio, una aglomeración amorfa de individuos. En realidad es y debe ser, la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. Pueblo y multitud amorfa o, según suele decirse, masa son dos conceptos distintos. El pueblo vive y se mueve por su propia vida; la masa es de por sí inerte, y no puede ser movida sino desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales –en su propio puesto y según su propio modo– es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. Por el contrario, la masa espera el impulso del exterior, fácil juguete en las manos de cualquiera que explota sus instintos y sus impresiones, dispuesta a seguir, cambiando sin cesar, hoy esta, mañana aquella otra bandera.”
Esta es la triste realidad: que nuestras sociedades, en su gran mayoría, no son pueblo sino masa y, por tanto, “fácil juguete en las manos de cualquiera que explota sus instintos y sus impresiones, dispuesta a seguir, cambiando sin cesar, hoy esta, mañana aquella otra bandera”. La masa, no es, pues, capaz de darnos unas mayorías fiables.
Por eso, cuando se nos dice y repite que “El pueblo siempre tiene razón”, habrá que pensar si ese pueblo es pueblo realmente o más bien masa; porque, si es masa, seguro que tiene muchos visos de equivocarse. Aun el mismo pueblo, con frecuencia, ha demostrado que se equivoca. Decía Proudhon que "el pueblo está seguro de aquello que no quiere, pero todavía debe aprender qué es lo que debe querer". Creo que podría añadirse que, con frecuencia, ni siquiera está seguro de lo que no quiere. No, el pueblo se equivoca con mucha frecuencia.
Finalmente, al hilo de la reflexión de Pío XII, no podemos pasar por alto que la masa, en razón de que “espera el impulso de fuera”, viene a ser “fácil juguete en manos de cualquiera que explota sus instintos o sus impresiones, dispuesta a seguir, cambiando sin cesar, hoy esta, mañana aquella otra bandera.”
La apelación al pueblo (sin distinguir entre pueblo y masa) es un recurso muy socorrido para los políticos. Pero lo que dice ese pueblo solo interesa a los partidos mientras coincide con sus postulados. Si no coincide, como la masa es muy voluble y maleable, los políticos, con los poderosos medios de los que hoy disponen, terminarán por imponerle sus criterios, su filosofía de la vida, su ideología. Es más, coincidan o no coincidan, piense lo que piense la mayoría, si necesitan, es posible que pacten con quienes precisen para alcanzar el poder; pacto que no siempre coincide con los votantes. Así las cosas, cabe preguntarse, si con este modo de proceder, buscan con sinceridad el bien común, aunque sea equivocadamente. A veces, da la impresión de buscar, más bien y sobre todo, el bien del partido, su propio bien o la imposición de su ideología y su traslación a la vida social.
Aun suponiendo que se busca el bien común, no está fuera de razón preguntarse si han sido éticos los medios. ¿Se ha procurado exponer y razonar, con rectitud y claridad, su programa? ¿Se ha prometido algo que resultaba contrario al bien común? ¿Nunca concedieron prebendas por votos? ¿Estaban dispuestos a cumplir con lo prometido? ¿Se ha advertido de con quienes y hasta dónde estaban dispuestos a pactar y a cumplir lo prometido, salvo razón mayor comprensible para ese pueblo que los ha votado? Si no fue así, esas mayorías no gozan del calificativo de éticas. ¿Qué esto es pura utopía? Pues bien, yo digo que todo juego tiene unas normas que hay que guardar para hacerse acreedor al resultado favorable. La democracia, en este sentido, es “un juego” que tiene sus normas; si no se guardan esas normas, el resultado no es aceptable. Un juego, por cierto, demasiado serio, porque se juegan bienes importantísimos; de aquí la urgente necesidad de guardar sus normas. “Nada humano es perfecto, cierto; pero no es menos verdad que, si las imperfecciones superan un determinado límite, llegan a afectar a la misma esencia. Ningún instrumento ni máquina alguna son perfectos; pero, si sus imperfecciones se multiplican más allá de cierto grado, terminan por resultar ineficaces” (de mi libro La ideología de género y la crisis de Occidente” pág. 91).
¿Que hay políticos y partidos que son honestos tanto en sus principios como en sus medios y fin? Todos debieran ser. Estoy seguro que hay políticos honestos. Pero, si, bien por incapacidad o bien por debilidad, no rompen con el enredo de la trama en la que hoy se vive, seguiremos más o menos en lo mismo, pero cuesta abajo.
Estamos inmersos en todo lo que suene a democrático, rendidos ante las mayorías “democráticas”. Pero cuántos interrogantes hay que hacerse y cuánto quehacer para conseguir una verdadera democracia y justa ley de la mayoría.Entre tanto, será bueno meditar esta frase de Henri de Lubac en El drama del humanismo ateo: “La verdad no tiene nada que ver con el número de personas a las que se persuade”.
Consecuencias negativas
Las democracias liberales de nuestro tiempo, amparadas en esa ley de la mayoría y sin tener en cuenta los condicionantes expuestos, en mayor o menor grado, están conduciendo a las sociedades modernas, por más que se proclamen los “derechos humanos”, a verdaderas aberraciones. Tan abultadas, a veces, que rompen la racionalidad más simple cuando está limpia de prejuicios. Nos han traído la quiebra del matrimonio, llegando a considerarlo simple realidad cultural, hoy trasnochada, y han introducido un concepto antinatural de esta institución. Consiguientemente han socavado la familia. Han legalizado la muerte de inocentes. Han rebajado el sexo, algo de tan alto significado, contenido y consecuencias, a puro divertimento. Han considerado la eutanasia como un derecho y liberación. Han estimado la libertad de expresión sobre la fama del prójimo y el respecto a la fe de muchos creyentes. Han convertido la corrupción económica en una lacra. Y un etcétera muy largo de consignar. Todo esto, claro, con el aval progresista de extender derechos.
Si volviéramos la mirada hacia lo que ocurrió en la década de los años treinta y primeros de los cuarenta del pasado siglo, podríamos comprobar cómo se levantó la voz contra ideologías, criterios, juicios, actitudes y actos muy parecidos y aun iguales a los que hoy se están llevando a la práctica en las democracias liberales. Eso sí, convertidos en buenos por la bendición de la ley de la mayoría “democrática”.
Democracia, sí, pero…
A la vista de lo expuesto, alguno puede preguntarse: ¿es, pues, preciso optar, por otro régimen, por la dictadura? De ninguna manera. La dictadura sólo es válida en graves momentos y por tiempo limitado, el necesario para hacer posible la normalidad. En la dictadura queda en suspenso el ejercicio de muchos derechos fundamentales, mientras, en estas democracias, en tanto podamos hablar de democracia, se mantiene. Es más, queda la esperanza de que, a no largo plazo, vengan otros gobernantes que corrijan errores y pongan en valor la auténtica democracia. En el fondo del corazón humano, aun en personas sin visión de trascendencia, siempre hay una llamada a esos principios naturales que rigen la ética. Prueba de ello son ese conjunto de declaraciones de derechos admitido por la mayoría de los Estados.
Democracia, pues, sí. ¿Pero qué democracia? Si queremos que esta situación no derive hacia metas más bien oscuras y de resultados peligrosos, se necesita una seria reflexión y la toma de medidas correctoras y pertinentes. Y solo podrán hacerlo dirigentes con clara visión, honesta percepción y una inquebrantable decisión. Dispuestos a darlo todo, sin esperar nada.
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