Falta testimonio cristiano
En una estación de ferrocarril o en un aeropuerto, no recuerdo bien. Multitud de personas deambulan de un lado para otro. Muchos paran un momento por el tablero de anuncios de entradas y salidas, otros con aspecto de cansados, se sientan donde pueden.
De pronto me atrae la atención un señor de pie en medio de esa multitud que va y viene. Es sin duda alguna un judío que hace su oración, acompañada de los movimientos corporales propios de su modo de orar. Está totalmente ajeno a lo que le rodea. Por su supuesto que estaba extraño a lo que pudieran pensar.
Les aseguro que, si bien los he visto rezar en otros lugares, en ese momento y en esas circunstancias me hizo reflexionar y preguntarme: ¿cuántos cristianos estarían dispuestos a un acción semejante?
Entre los católicos, he visto a sacerdotes que hacían su oraciones en el tren y a gente de todo género y condición santiguarse al elevarse y descender el avión y al empezar la marcha el tren (aunque cada vez menos y hoy casi nadie). Pero algo semejante a lo que supone la oración de los judíos por su forma y en esas o parecidas circunstancias no he visto. Sirva esta historia de entrada para nuestro tema.
Un lamento ineficaz
Nos lamentamos de la situación actual de la Iglesia. Hay razón para ello. Seminarios y casas de formación de religiosos y religiosas vacías o con un número ínfimo de aspirantes. Descenso notable de la asistencia a la Misa dominical. Aumento de divorcios y uniones matrimoniales sin sacramento. Confesonarios con descenso preocupante de penitentes. Disminución de bautismos y confirmaciones. Aumento de los católicos bautizados que no se reconocen como tales y más todavía sin manifestarlo.
Pero de nada sirve si nos quedamos en el lamento. Dios tiene caminos que sobrepasan nuestro conocimiento. Él dirige con sabiduría infinita el fluir de la historia; pero es bien sabido, aunque sea un misterio insondable, que entra en sus datos de guía de la historia la responsabilidad humana. Y en ese espacio que deja en manos de la libertad humana hay un quehacer que da la impresión de estar un tanto olvidado. Me refiero a la obligación que tenemos todos los cristianos de ser testigos de Cristo con nuestra vida y con nuestra palabra.
Cuando ando por la calle y luego extiendo mentalmente la mirada en un recorrido por la sociedad cristiana que conozco, apenas veo signos de testimonio cristiano. Realidad que, a pesar de las diferencias entre ambos momentos, tiene poco que ver con lo que reflejan estas palabras de los Hechos de los Apóstoles: «Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado» (Hch 2, 42-43). Todo el mundo estaba impresionado.
La exigencia de ser testigos
El mandato es claro y reiterativo. Dice el Señor: «Vosotros sois la luz el mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 12-16).
Es la hora de la despedida y de las últimas instrucciones a sus apóstoles antes de la subida a los cielos, y les dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8).
«Ahora bien -dice San Pedro- [si tuvierais que sufrir por causa de la justicia] no les tengáis miedo. Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicaciones a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 Pd 3, 15).
Y San Pablo escribía así a los fieles de Éfeso: «Os conjuro a que os portéis de una manera digna de la vocación a la que habéis sido llamados» (Ef 4, 1). Y a los de Roma les recordaba que es necesario obrar el bien no solo delante de Dios, sino también delante de los hombres.
Palabras que no tienen como destinatarios sólo a los apóstoles, sino que, en su forma y medida, atañe a todos los cristianos. El Concilio Vaticano II nos recuerda: «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación…. se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo» (Lumen Gentium, n. 11).
Estamos, pues, ante una obligación que no se deriva sólo del Señor, sino como exigencia de la naturaleza de ser cristiano.
¿Damos testimonio?
Pero, ¿cómo hemos cumplido esta obligación? ¿Hemos sido luz que ha iluminado? ¿Nos distinguimos los cristianos de los no cristianos? ¿Nuestra vida da testimonio de Cristo? Debería ser un interrogante para los no cristianos. ¿Les extraña positivamente nuestra vida? ¿Les escandaliza positivamente? ¿Nos conocen como algo distinto, algo nuevo, un hombre en Cristo? El santo provoca rechazo o adhesión, pero no deja indiferente a nadie. Todos los cristianos debiéramos provocar, en cierta mediada, idénticos sentimientos.
Cristo no vino a traer una nueva moral más perfecta, sino mucho más: un hombre nuevo. Si no aparecemos ante el mundo como tales, si no provocamos esa sensación, no damos testimonio de Cristo. Un cristianismo que “borra” el bautismo con la vida, es anti-testimonio. Pero un cristianismo que reduce su vida cristiana a la Santa Misa del domingo y sus prácticas piadosas, no es suficientemente testimonio.
Hay que ser serios. Ser cristiano no es lo mismo que pertenecer a una sociedad recreativa, por más que también en ella es preciso ser serios. Se trata nada más y nada menos que de haber quedado configurados con Cristo por el bautismo; reafirmados y fortalecidos para dar testimonio con los hechos y con las palabras, por la Confirmación. Aquí no cabe andar con disimulos, ni dejar a “los misioneros” la tarea apostólica de predicar el Evangelio. Sobre todos, aunque de diferente forma, pesa idéntica obligación de dar testimonio y dar a conocer el Evangelio.
De todos es sabido que hay muchos cristianos que dan cada día testimonio en su trabajo y en otros momentos. Pero ese testimonio debe salir a la calle y en la vida social. No se trata de llevar un cartel, ni siquiera un traje especial o un hábito, aunque, en su caso, también, sino de actuar con actitud cristiana en la calle y en toda relación social; no para que se nos note, sino de tal modo que se note. Brille vuestra luz entre los hombres. ¿Brilla esa luz en la mayoría de los cristianos? ¿Somos acaso cirios apagados? ¿La hemos metido debajo del celemín de nuestra vida semipagana? «Los Apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado» (Hch 4, 33).
Y lo dicho no supone olvido de los monasterios y casas religiosas donde viven almas en entrega total, ni de los sacerdotes que viven su sacerdocio, ni de los seglares de movimientos, que son capaces de dejar atrás toda comodidad y marchar con sus familias a lugares extremadamente difíciles. Ni de los enfermos que ofrecen sus dolores y limitaciones. Ni de los pobres que viven su pobreza en cristiano. Ni de tantos seglares ejemplares. Ni de tantos mártires actuales, que ofrecen el mayor testimonio posible. No olvido nada ni a nadie, y me alegra y me siento interpelado. Pero pienso en ese número, todavía cuantioso, que llamamos practicantes, y no da la impresión de que su testimonio sea relevante. Y tengo muy presente no solo el posible antitestimonio (tremenda contradicción), sino la falta del testimonio especial de quienes se espera y es razonable esperarlo: de los sacerdotes y consagradas.
Vida en cristiano
Ahora bien, el testimonio cristiano presupone una vida vivida en cristiano. Y vivir en cristiano es aceptar lo que el Señor nos va proponiendo en el camino de la vida en cada momento. Hacer la voluntad de Dios como se hace en el cielo. En cualquier elección que se nos presente, optar por Cristo. En la disyuntiva entre Cristo y lo que sea, por importante que pueda resultarnos, siempre elegir a Cristo. Dice el Señor: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 10, 37-39).
Esto es demasiado, esto no es posible, grita nuestra naturaleza… y hay que decir que, en cierto sentido, es razonable ese grito. Pero deja de serlo si tenemos en cuenta que se trata de Dios, del Señor absoluto de quien dependemos en el ser y en el existir y cuyo amor infinito hacia nosotros le llevó morir en una cruz.
Pero esto no es todo el Evangelio. Para conjugarlo debidamente, es preciso seguir y escuchar estas reconfortantes palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados o agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carne ligera» (Mt 11, 28-30).
Y estas otras no menos tranquilizadoras: «Pedro se puso a decirle a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús contestó: "En verdad os digo: Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o campos por mi causa y por el Evangelio quedará sin recompensa. Pues, aun con persecuciones, recibirá cien veces más en la presente vida en casas, hermanos, hermanas, hijos y campos, y en el mundo venidero la vida eterna. Entonces muchos que ahora son primeros serán últimos, y los que son ahora últimos serán primeros» (Mc 10, 28-31). Cien veces más ahora y, después, la vida eterna.
Nadie más feliz que los santos. «Haz lo que puedas, pide lo que no puedas, y Dios hará que puedas», decía San Agustín. Y Romano Guardini escribe en su obra El Señor: «Cuando la razón nos dice que no es posible, la fe contesta: Sí que es posible: “La fe es la victoria que vence al mundo”. Cada uno de los días de nuestra existencia acabará con la comprobación de que hemos caído y fracasado. Pero, a pesar de ello, no debemos desechar violentamente el mandato. Hemos de presentar a Dios nuestros fallos con el corazón contrito y empezar de nuevo, convencidos de que seremos capaces de cumplir lo que Él nos ordena, porque Él “obra en nosotros así el querer como el obrar”».
Y cuando pensamos que otros tienen que cambiar, es conveniente tener en cuenta las palabras de Urs von Balthasar: «Cuando oigo que la Iglesia tiene que cambiar, me digo: “Yo tengo que cambiar”».
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