En defensa de lo sagrado
En nuestra impía sociedad, Cristo y su Iglesia una, santa, católica y apostólica son objeto de constantes ultrajes. Al uso del -actualmente común- lenguaje profano se suman los programas, espectáculos, carteles, esculturas, pinturas y demás muestras sacrílegas que, en nombre de la “libertad de expresión”, difunden su “arte” inmundo con total impunidad. Sin embargo, en ocasiones la gravedad de la ofensa es tal que despierta la indignación masiva, como ha sucedido con el cartel oficial de la próxima Semana Santa en Sevilla, del pintor Salustiano García.
Desafortunadamente, en ésta, como en otras ocasiones similares, varios católicos expresamos nuestro rechazo aludiendo a nuestros heridos “sentimientos religiosos”. Al parecer, hemos olvidado que el sacrilegio (violación o trato injurioso de un objeto sagrado) es un gravísimo pecado contra la virtud de la religión y que la blasfemia (cualquier palabra de maldición, reproche o injuria contra Dios) es la derogación del honor que a Él pertenece. De ahí que, la gravedad, tanto de la blasfemia como del sacrilegio, estriba en que ultrajan la inefable majestad de Dios, quien es Bondad Infinita, Creador, Padre y Redentor.
Hemos rebajado la Verdad al nivel de cualquier creencia y nos hemos acostumbrado a tolerar lo inaceptable. Por ello, solo nos atrevemos a exhalar débiles quejas ante el temor de enardecer a una turba que, al tiempo que censura la más mínima crítica a las ideologías en boga, lanza, sistemáticamente, sus venenosos dardos contra el catolicismo. Cosa que se debe, no sólo a que los cristianos solemos dar la otra mejilla, sino a que Cristo, parafraseando a Fulton Sheen, sigue siendo tan odiado como lo fue cuando vivió entre los hombres. Por ello se ataca a la única Iglesia que no se lleva bien con el mundo, la Iglesia que es odiada por el mundo, como Cristo fue odiado por él. De ahí que nuestro mundo, que tanto promueve el respeto de los llamados “derechos del hombre”, esté constantemente atacando los sagrados derechos de Dios.
Todo esto, ante la tibieza de los cristianos que, en nombre de la prudencia, toleramos este tipo de espectáculos. La ira santa y aun la justa indignación (acompañados de actos públicos de reparación y desagravio) son vistas como “oscurantistas” y contrarias a la llamada "libertad de ofender”. Ante esto, bien viene recordar que el sacrilegio y la blasfemia, además de ofender gravemente a Dios, ponen en peligro la salvación de muchas almas: “Y yo os digo que de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio” (Mt 12, 36); “No os engañéis; de Dios nadie se burla. Lo que el hombre sembrare, eso cosechará” (Gál 6, 7).
Por ello, como católicos, es nuestro deber defender la verdad, con suma caridad mas con gran firmeza. No minimicemos la influencia que podemos (y debemos) tener en la cultura. Es conocido el éxito que tuvo la Legión Católica de la Decencia, fundada en 1934 por el arzobispo de Cincinnati, John T. McNicholas, en la eliminación de contenidos obscenos e inmorales provenientes de Hollywood.
Si los católicos americanos tuvieron tal influencia en un país donde eran minoría, fue porque decidieron defender su fe con pasión, ingenio y compromiso. Así, los miembros de dicha liga se comprometían a asistir y promover sólo aquellas películas que no ofendiesen la decencia y la moral cristiana. Ante esto, los productores debían elegir entre perder el apoyo de los católicos (aproximadamente veinte millones, a los que se sumaron varios grupos protestantes) o eliminar el contenido objetable. Durante las primeras décadas, dicha Liga tuvo una influencia sumamente significativa en la industria del entretenimiento. Desafortunadamente, a partir de la década de 1960, el compromiso de varios católicos, que decidieron acomodarse a “los tiempos modernos”, decayó, y la organización se desintegró un par de años más tarde.
No obstante, éste sigue siendo un gran ejemplo de lo que un pequeño grupo puede lograr si trabaja con fe y ahínco por reinstaurar todo en Cristo. Como afirmase en su encíclica Summi Pontificatus el Papa Pío XII: “Todo el que pertenece a la milicia de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo? Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo, cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos sangrientos del divino Redentor”.