Ser humano, pero no-persona
Para los defensores de esta distinción, los seres humanos adultos competentes -no los mentalmente retrasados- tienen una categoría moral intrínseca más elevada que los fetos o los niños pequeños
por Agustín Losada
El dualismo es uno de los presupuestos ideológicos que niegan el carácter de persona a algunos individuos humanos. Este principio contrapone vida biológica y vida personal, y atribuye la condición de persona tan sólo a aquel ser humano, que sea capaz de realizar actualmente determinadas funciones, los llamados «indicadores de humanidad». Según este principio, se considera persona a aquel ser humano que posee un conjunto de características presentes actualmente y funcionales, y que puede llevar a cabo un conjunto de operaciones. Así, el dualismo considera como persona sólo a aquel ser humano que se comporta o puede comportarse inmediatamente como persona. Allí donde tal capacidad no sea empíricamente constatable no nos encontraríamos ante una persona, aunque se trate de organismos pertenecientes a la especie humana. La mayoría de los defensores del aborto se apuntan a esta teoría, que es la única manera de justificar la destrucción de un embrión o un feto. Dado que no es posible negar que el embrión sea un ser vivo ni que pertenezca a la especie humana (con la excepción de la ministra de «igual-dá», que tras profundos estudios sobre el flamenco ha llegado ella sola a la conclusión de que no hay ningún argumento científico que lo justifique), se inventa un estadio intermedio, en el que «todavía» no se es persona. Es decir, un embrión sería un ser humano, pero no-persona. El problema, por supuesto, es definir cuándo ese embrión empieza a ser persona. Para algunos (los menos), sólo cuando la sociedad se lo reconoce. Es decir, según el Código de Derecho Civil, cuando han pasado 24 horas tras el nacimiento. Este argumento es tan pobre, que no merece la pena ni discutirlo. Cualquier estudiante de 1º de Derecho es capaz de distinguir entre «persona» y «personalidad jurídica». Otros opinan que es a partir de las 14 semanas de gestación, basándose en que es el plazo que marca la nueva ley para permitir el aborto a libre disposición. Esta postura es igualmente rebatible con el mismo argumento que la anterior. Los demás se quedan en una indefinición: «No sabemos cuándo se empieza a ser persona, pero en cualquier caso, ocurre en algún momento entre la gestación y el nacimiento». Estos tales se califican a sí mismos.
Desde esta perspectiva dualista, la experimentación con embriones no sólo no plantea ningún problema ético sino que es muy positiva. En efecto, los embriones, aun perteneciendo biológicamente a la especie humana, no pueden ser considerados personas, al carecer de las características que les hagan poder comportarse como tales. La experimentación con ellos va encaminada a mejorar la vida de las personas, los seres humanos que sí reúnen las características para ser considerados como tales, y por tanto, dotados de dignidad. Por tanto, nada podría ser más noble: Al igual que el hombre se sirve de la Naturaleza para su servicio, está legitimado a servirse también de los embriones para lograr avances científicos que mejoren su calidad de vida.
Como consecuencia lógica de este principio encontramos la tesis de un exponente paradigmático en la bioética contemporánea, el profesor norteamericano de medicina en la Rice University, Tristam Engelhardt, el cual jerarquiza a los seres humanos en razón de la posesión o no de autoconciencia y de la libertad. Según él «los seres humanos adultos competentes -no los mentalmente retrasados- tienen una categoría moral intrínseca más elevada que los fetos o los niños pequeños»[1]. Fruto de esta escalofriante afirmación se deriva la primacía de los padres sobre el feto. Es de su propiedad y pueden disponer de él hasta que tome posesión de sí mismo como entidad consciente, hasta que le otorguemos una categoría específica en la comunidad. Por eso los padres tienen derecho a decidir sobre el futuro de los embriones sobrantes fruto de las técnicas de fertilización in vitro. Siempre según Engelhardt, «existe una distancia entre lo que somos como personas y lo que somos como seres humanos y es el abismo que se abre entre un ser reflexivo y manipulador y el objeto de sus reflexiones y manipulaciones».
De aquí procede la legislación permisiva con el aborto, basada en la supuesta primacía del derecho de la madre sobre el del embrión o feto. Asimismo, la investigación con embriones no es más que un paso lógico en el camino iniciado con la aceptación de la licitud del aborto: Si se puede matar a un embrión, ¿por qué no es lícito usarlo para experimentar? La generalización de las técnicas de fecundación in vitro ha propiciado la existencia de embriones supernumerarios, que esperan congelados destino: Ser implantados, utilizados para investigación o finalmente destruidos. Esta es la sociedad que estamos construyendo.
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