Martes, 03 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La iniciativa de la penitencia como conversión

San Jerónimo penitente, óleo sobre tabla.
San Jerónimo penitente, óleo sobre tabla (detalle) c. 1530, atribuido al Maestro de las Medias Figuras, pintor flamenco anónimo. Museo del Prado.

por Pedro Trevijano

Opinión

El proceso de conversión surge siempre por la iniciativa salvífica de Dios, salvación que se realiza por la muerte y resurrec­ción de Cristo y supone nuestra reconciliación con Dios. Es Dios mismo quien efectúa esta reconciliación, al perdonar la culpa con su gracia, si bien debemos cooperar con nuestros actos: la contrición y el arrepen­timiento, la confesión oral y el cambio de vida, signifi­cado por la satisfacción.

Así lo explica San Juan Pablo II en la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et Paenitentia de 1984: "El término y el concepto mismo de penitencia son muy complejos. Si la relaciona­mos con metanoia, al que se refieren los Sinópticos, entonces penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino (cf. Mt 4, 17; Mc 1, 15). Pero penitencia quiere también decir cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose hacia un continuo caminar hacia lo mejor. Sin embargo, hacer penitencia es algo auténticamente eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, es decir el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único medio de ganarla (cf. Mt 16, 14-26; Mc 8, 34-36; Lc 9, 23-25); (...) para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo (cf. Col 3, 1 ss.). La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, por consiguiente, a la vida entera del cristiano.

»En cada uno de estos significados penitencia está estrecha­mente unido a reconciliación, puesto que reconciliarse con Dios, consigo mismo y con los demás presupone superar la ruptura radical que es el pecado, lo cual se realiza solamente a través de la transformación interior o conversión, que fructifica en la vida mediante los actos de penitencia" (n. 4).

El autor principal de la conversión es Dios, quien nos ofrece su amistad y nos ayuda a aceptarla, encontrándo­se así el amor misericordioso de Dios con el amor arrepentido del pecador, realizando la gracia del sacramento una curación e iluminación interior, que restablece en nosotros la vida divina y nos transforma progresivamente por la contrición. La persona contrita y por tanto convertida no trata sólo de evitar el pecado, sino que cambia de conducta y vive su vida dejándose guiar por la luz de la fe en Cristo, quien nos afirma de sí mismo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida"(Jn 14, 6).

Si perdonar los pecados sólo lo puede hacer Dios (cf. Mc 2, 7), Dios es el autor, por su Espíritu Santo, de la conversión (Mc 1, 15), de la fe (Mt 9, 5; Lc 7, 47), del Bautismo (Hch 2, 39) y de la Eucaristía (Mt 26, 26-28). Pero Jesús tiene poder para perdonar los pecados (Mt 9, 2; Mc 2, 5; Lc 5, 20) y lo concede a otros mediadores humanos (Jn 20, 23), aunque requiere también la libre respuesta humana de la penitencia.

En efecto, "la reconciliación sin la penitencia estaría en contradicción con la misma dignidad del hombre, ya que el hombre no se vería implicado como hombre, como ser libre y responsable, sino que quedaría reducido a un papel de sujeto meramente pasivo. Y la penitencia, sin la previa reconciliación concedida por Dios, sería del todo vana" (Conferencia Episcopal Española, instrucción pastoral sobre el sacramento de la Penitencia, Dejaos reconciliar con Dios, 1989, n. 38).

Pero para que tomemos conciencia de lo que significa el pecado y su perdón, debemos ser evangelizados, es decir llegar a descubrir de verdad a un Dios que en sí mismo es comunión de amor entre las tres divinas personas, un Dios que también a nosotros se nos revela como Amor, que nos envió a Cristo para "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10) y al Espíritu Santo "a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu" (Lumen Gentium, n. 4).

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