Heteropatriarcado
No hay reivindicación, proclama o arenga feminista que no incluya una condena del «heteropatriarcado», concepto con el que se designa un supuesto sistema sociopolítico en el que el hombre heterosexual ejerce un dominio tiránico sobre la mujer. Por supuesto, heteropatriarcado y capitalismo mantendrían una relación de simbiosis que los consolida mutuamente.
Todo esto es un completo dislate. Hace ya casi un siglo, Chesterton nos advertía que el capitalismo había «destruido hogares y alentado divorcios», había «provocado la lucha y competencia de los sexos» y «anulado la influencia de los padres», había acabado con las «viejas virtudes domésticas» y entronizado «una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad». Y todos estos destrozos antropológicos que Chesterton detectaba hace casi un siglo no han hecho desde entonces sino agigantarse; pues -como señala Walter Lippmann-, la revolución capitalista necesita para imponerse un «reajuste necesario en el género de vida» que cambie «las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas», hasta llegar incluso a transformar «la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma».
A nadie interesa más la demolición de lo que el feminismo denomina «heteropatriarcado» que al capitalismo. A su promoción del antinatalismo, el aborto y la anticoncepción, el capitalismo suma una exaltada defensa de la libertad individual, la emancipación y la «realización» personal, que no son sino subterfugios para dinamitar la institución familiar y sembrar la discordia entre hombres y mujeres. Y, además, fomenta una liberación sexual bulímica, mediante la infestación pornográfica y la proliferación de un batiburrillo de derechos de bragueta y «políticas de la diferencia» que han dejado a las personas más solas que nunca, absortas en la exaltación de su sexualidad polimorfa. Así hasta alcanzar una «flexibilidad» que nos incita a cambiar cada semana de pareja, de sexo, de orientación sexual, de identidad de género y de canal de porno, en una constante experimentación que somete nuestra sexualidad -maleable, moldeable, difusa y lábil- a la lógica de la ruleta, a la vez que nos incapacita para las relaciones duraderas y para la entrega generosa que exige la formación de una familia.
A este estropicio antropológico se suma una precariedad económica creciente (la «flexibilidad sexual» es siempre la vaselina que facilita la «flexibilidad laboral») que acaba haciendo imposible todo vínculo estable, todo proyecto de vida en común, todo compromiso duradero. El hombre patriarcal del imaginario feminista ha sido sustituido por divorciados que se alimentan con pizzas recalentadas en el microondas, por pajilleros compulsivos que se disfrazan de planchabragas para que sus amigas les perdonen la vida y les pasen la mano por el lomo, por mozos viejos adictos a Tinder (y a Grindr) que se pulen la jubilación de sus padres jugando en casinos virtuales, por botarates tatuados que reparten las horas entre las drogas de diseño, el gimnasio y las series de Netflix y abominan de las responsabilidades familiares. Este es el patético panorama de la masculinidad en esta fase de capitalismo global; y este es el caldo de cultivo donde se incuba el huevo de la serpiente: porque todos estos hombres/piltrafa que se fingen tolerantes, comprensivos y feministas son en realidad sacos de pus a punto de reventar, un tsunami de resentimiento y violencia que no tardará en desbordarse.
Entretanto, el feminismo combate el fantasma del «heteropatriarcado». Así le hace el juego al capitalismo que dice combatir.
Publicado en ABC.