Conciencia y gracia: una meditación cuaresmal
Sugerir que la Iglesia enseña "ideales" que son imposibles de vivir devalúa el poder de la gracia y vacía la vida moral del drama que Dios mismo introdujo en ella.
por George Weigel
Las Escrituras de la Cuaresma, en la liturgia diaria de la Iglesia, invitan a dos reflexiones relacionadas entre sí. Las semanas que preceden a la Pascua nos llaman a caminar hasta Jerusalén en imitación de Cristo para que también nosotros podamos ser bendecidos en Pascua con el agua bautismal y enviados al mundo en misión. Las semanas anteriores a ellas, inmediatamente posteriores al Miércoles de Ceniza, proponen un serio examen de conciencia: ¿qué hay en mí que está roto?, ¿qué me está impidiendo ser el discípulo misionero que fui bautizado para ser?
En esta Cuaresma, dicho examen de conciencia podría muy bien incluir alguna seria reflexión sobre lo que significa la “conciencia”.
Este asunto, que suele ser polémico, ha regresado al centro del debate católico global gracias al próximo quincuagésimo aniversario de Humanae Vitae (la profética encíclica del Beato Pablo VI sobre los medios moralmente lícitos de planificación familiar) y a la discusión en curso suscitada por la exhortación apostólica del Papa Francisco sobre el matrimonio, Amoris Laetitia. En ese debate se han escuchado voces que sugieren una idea extraña, incluso peligrosa, de la conciencia: bajo ciertas circunstancias, la conciencia podría permitir o incluso exigir que una persona haga cosas que la Iglesia ha enseñado constantemente que son intrínsecamente malas, como usar medios artificiales de anticoncepción o recibir la Sagrada Comunión mientras se hace vida marital en una unión que no ha sido bendecida por la Iglesia.
Quienes proponen esta idea de “conciencia” nos obligan a admitir tres cosas:
-que la vida espiritual y moral es un proceso;
-que cuando la Iglesia enseña que algunas cosas son, sencillamente, malas y que ninguna combinación de intenciones y consecuencias puede hacerlas buenas, la Iglesia está proponiendo un “ideal” al cual tal vez no sea siempre posible dar la respuesta más “generosa”;
-y que los confesores y directores espirituales deben guiarnos, con compasión y discernimiento, por los caminos, a menudo pedregosos, de la vida moral.
Ninguna persona razonable rechazaría esta última afirmación. Agradezco haber sido beneficiario de esa comprensiva orientación, y más de una vez. Pero las otras dos afirmaciones parecen problemáticas, por decirlo suavemente.
Si, por ejemplo, a la vista de mis circunstancias vitales, la “conciencia” puede ordenarme que utilice medios anticonceptivos artificiales, ¿por qué no podría la conciencia permitirme, o incluso exigirme, que estafe a mis clientes si mi negocio está en quiebra y mi familia padecería las consecuencias del fracaso aunque yo trabajase para conseguir una situación financiera mejor y más honrada? ¿Por qué la “conciencia” no podría permitirme, en mi camino hacia el “ideal”, disfrutar del sexo extramatrimonial mientras mi esposa y yo intentamos arreglar nuestro matrimonio? Dentro de esa idea según la cual la “conciencia” puede permitirnos o incluso exigirnos hacer algo que siempre se entendió como malo y punto, ¿dónde está el cortocircuito que impediría a una pareja “discernir” que un aborto es la mejor solución a las dificultades de llevar a término el embarazo de este niño no nacido, aunque en futuras circunstancias aceptasen el “ideal” y diesen la bienvenida a la familia a otro hijo?
Lo que se está afirmando además -a saber: que Dios puede pedirme, por medio de mi conciencia, que haga cosas contrarias al magisterio de la Iglesia- rompe peligrosamente el vínculo entre Dios, la autoridad magisterial de la Iglesia y la conciencia.
Cristo prometió que conservaría a la Iglesia en la verdad (Jn 8, 32; 16, 13). ¿Se ha roto esa promesa? El Concilio de Trento enseñó que siempre es posible, con la ayuda de la gracia de Dios, cumplir los mandamientos: que Dios quiere nuestra transformación y nos ayuda en el camino a la santidad. ¿Ha sido anulada esta enseñanza? ¿Ha sido sustituida por un “cambio de paradigma” hacia ese subjetivismo radical que ha vaciado a la mayor parte del protestantismo progresista de todo contenido espiritual y moral? El Vaticano II enseñó que dentro de mi conciencia hay “una ley inscrita por Dios” (Gaudium et Spes, 16). ¿Me está diciendo Dios ahora que puedo violar la verdad que Él escribió en mi corazón?
Sugerir que la Iglesia enseña “ideales” que son imposibles de vivir devalúa el poder de la gracia y vacía la vida moral del drama que Dios mismo introdujo en ella. La Cuaresma no nos llama a confesar que no hemos conseguido estar a la altura de un “ideal” inalcanzable; la Cuaresma no nos llama a autoexculparnos como los fariseos en Lucas 18, 1014, que no se fueron de allí justificados. La Cuaresma nos llama a aceptar la humildad del publicano del Evangelio y a confesar que hemos pecado, sabiendo que la misericordia de Dios puede sanar lo que está roto en nosotros si cooperamos con su gracia.
Publicado en First Things.
Traducción de Carmelo López-Arias.
En esta Cuaresma, dicho examen de conciencia podría muy bien incluir alguna seria reflexión sobre lo que significa la “conciencia”.
Este asunto, que suele ser polémico, ha regresado al centro del debate católico global gracias al próximo quincuagésimo aniversario de Humanae Vitae (la profética encíclica del Beato Pablo VI sobre los medios moralmente lícitos de planificación familiar) y a la discusión en curso suscitada por la exhortación apostólica del Papa Francisco sobre el matrimonio, Amoris Laetitia. En ese debate se han escuchado voces que sugieren una idea extraña, incluso peligrosa, de la conciencia: bajo ciertas circunstancias, la conciencia podría permitir o incluso exigir que una persona haga cosas que la Iglesia ha enseñado constantemente que son intrínsecamente malas, como usar medios artificiales de anticoncepción o recibir la Sagrada Comunión mientras se hace vida marital en una unión que no ha sido bendecida por la Iglesia.
Quienes proponen esta idea de “conciencia” nos obligan a admitir tres cosas:
-que la vida espiritual y moral es un proceso;
-que cuando la Iglesia enseña que algunas cosas son, sencillamente, malas y que ninguna combinación de intenciones y consecuencias puede hacerlas buenas, la Iglesia está proponiendo un “ideal” al cual tal vez no sea siempre posible dar la respuesta más “generosa”;
-y que los confesores y directores espirituales deben guiarnos, con compasión y discernimiento, por los caminos, a menudo pedregosos, de la vida moral.
Ninguna persona razonable rechazaría esta última afirmación. Agradezco haber sido beneficiario de esa comprensiva orientación, y más de una vez. Pero las otras dos afirmaciones parecen problemáticas, por decirlo suavemente.
Si, por ejemplo, a la vista de mis circunstancias vitales, la “conciencia” puede ordenarme que utilice medios anticonceptivos artificiales, ¿por qué no podría la conciencia permitirme, o incluso exigirme, que estafe a mis clientes si mi negocio está en quiebra y mi familia padecería las consecuencias del fracaso aunque yo trabajase para conseguir una situación financiera mejor y más honrada? ¿Por qué la “conciencia” no podría permitirme, en mi camino hacia el “ideal”, disfrutar del sexo extramatrimonial mientras mi esposa y yo intentamos arreglar nuestro matrimonio? Dentro de esa idea según la cual la “conciencia” puede permitirnos o incluso exigirnos hacer algo que siempre se entendió como malo y punto, ¿dónde está el cortocircuito que impediría a una pareja “discernir” que un aborto es la mejor solución a las dificultades de llevar a término el embarazo de este niño no nacido, aunque en futuras circunstancias aceptasen el “ideal” y diesen la bienvenida a la familia a otro hijo?
Lo que se está afirmando además -a saber: que Dios puede pedirme, por medio de mi conciencia, que haga cosas contrarias al magisterio de la Iglesia- rompe peligrosamente el vínculo entre Dios, la autoridad magisterial de la Iglesia y la conciencia.
Cristo prometió que conservaría a la Iglesia en la verdad (Jn 8, 32; 16, 13). ¿Se ha roto esa promesa? El Concilio de Trento enseñó que siempre es posible, con la ayuda de la gracia de Dios, cumplir los mandamientos: que Dios quiere nuestra transformación y nos ayuda en el camino a la santidad. ¿Ha sido anulada esta enseñanza? ¿Ha sido sustituida por un “cambio de paradigma” hacia ese subjetivismo radical que ha vaciado a la mayor parte del protestantismo progresista de todo contenido espiritual y moral? El Vaticano II enseñó que dentro de mi conciencia hay “una ley inscrita por Dios” (Gaudium et Spes, 16). ¿Me está diciendo Dios ahora que puedo violar la verdad que Él escribió en mi corazón?
Sugerir que la Iglesia enseña “ideales” que son imposibles de vivir devalúa el poder de la gracia y vacía la vida moral del drama que Dios mismo introdujo en ella. La Cuaresma no nos llama a confesar que no hemos conseguido estar a la altura de un “ideal” inalcanzable; la Cuaresma no nos llama a autoexculparnos como los fariseos en Lucas 18, 1014, que no se fueron de allí justificados. La Cuaresma nos llama a aceptar la humildad del publicano del Evangelio y a confesar que hemos pecado, sabiendo que la misericordia de Dios puede sanar lo que está roto en nosotros si cooperamos con su gracia.
Publicado en First Things.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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