No dejamos hablar a Dios, ni con Él
Qué bien se escucha al Señor en una misa en la que se guarda el debido silencio, y cómo "desaparece" Cristo cuando hay mucho ruido de palabras o actuaciones inoportunas.
El uso de la palabra de modo mesurado es una virtud, el saber guardar y vivir el silencio, un don. Pero la virtud cuesta y el don es gracia que el Señor puede conceder si la pedimos con asiduidad.
De aquí que los sacerdotes, que somos ministros de la Palabra, pero con palabras de hombre, estemos expuestos al abuso verbal y a no valorar debidamente el silencio. La conciencia viva de ser ministros de la Palabra, y nada más, debe llevarnos a expresarla en un ambiente de silencio y sólo con las debidas palabras. Esta atmósfera de mesura y silencio permite y favorece la reflexión y el contacto con Dios.
Es una actitud siempre necesaria en el sacerdote, pero muy especialmente en la santa Misa. Debemos, pues, discernir cuándo y cómo hablar.
La Iglesia, dada la importancia del misterio eucarístico, y consciente de nuestra limitada capacidad y grave debilidad, presenta el Misal Romano con una clara y precisa Ordenación General. Son las normas con la que expresa el modo de celebrar este misterio.
Por nuestra parte, en las siguientes líneas, queremos presentar y comentar algunas de esas normas. No se trata de profundidades litúrgicas ni teológicas, sino de sencillas reflexiones; más bien, de poner a la vista las normas de la Iglesia sobre el tema.
El sacerdote y las moniciones
La Ordenación General del Misal Romano, al hablar de las moniciones que le corresponden al sacerdote, como presidente de la asamblea reunida, dice: “Igualmente corresponde al sacerdote, en cuanto ejerce el cargo de presidente de la asamblea reunida, decir algunas moniciones previstas en el mismo rito. Donde las rúbricas lo establecen, al celebrante le es lícito adaptarlas hasta cierto punto para que se ajusten a la comprensión de los participantes; el sacerdote, sin embargo, procure guardar siempre el sentido de la monición que se propone en el Misal y expresarlo en pocas palabras. Compete asimismo al sacerdote que preside moderar la celebración de la Palabra de Dios y dar la bendición final. También le está permitido introducir a los fieles en la misa del día con brevísimas palabras, tras el saludo inicial y antes del rito penitencial; en la liturgia de la Palabra, antes de las lecturas; en la plegaria eucarística, antes del prefacio, pero nunca dentro de la misma; igualmente, dar por concluida la entera acción sagrada, antes de la fórmula de despedida”. (núm.31). (Ponemos en cursiva las palabras que queremos destacar).
En números posteriores, todavía hace mayores determinaciones. Así, cuando expone los “Ritos iniciales”, hace notar que: “Puede también, él (el sacerdote) u otro ministro, introducir a los fieles a la misa del día con brevísimas palabras” (núm.124 ). Al hablar de la “Liturgia de la palabra”, afirma que: “El sacerdote puede introducir a los fieles en la liturgia de la Palabra con brevísimas palabras” (núm. 128), Y, al hablar del Rito de conclusión, entre las diversos ritos, dice que “Pertenecen al rito de conclusión: a) algunos avisos breves, si son necesarios” (núm. 90). Y en el núm. 166, añade: “Terminada la oración después de la comunión, se hacen, si es necesario, y con brevedad, los oportunos avisos o advertencias al pueblo”.
Es, pues, evidente que la Iglesia da la posibilidad de hacer las oportunas moniciones, pero en su debida forma y en ciertos momentos, no en otros.
Así pues:
Primero: sólo deben hacerse las previstas en el Rito.
Segundo: han de hacerse con pocas palabras, con brevísimas palabras.
Tercero: se trata de posibles, no de obligatorias, excepto las que indica el Misal; habla de permitir, de que el sacerdote puede, y, en lo referente a los avisos después de la Comunión, si es necesario y con brevedad.
Cuarta: nunca dentro de la misma Plegaria.
La experiencia, sin embargo, nos dice que, en muchos casos, no se guarda la brevedad exigida; que no se tienen en cuenta los momentos indicados ni la conveniencia, y que no se guarda el respeto a la Plegaria.
La participación de los fieles
En cuanto a los fieles, algunos consideran que su participación activa consiste en estar interviniendo constantemente, de palabra o de obra, con actuaciones múltiples. La Ordenación General, sin embargo, en los ns. 34-37, detalla y determina los momentos y el modo de participar.
“Puesto que la celebración de la Misa –dice el núm. 34–, por su propia naturaleza, tiene carácter comunitario, adquieren una gran fuerza los diálogos entre el sacerdote y los fieles congregados, y asimismo las aclamaciones. Ya que no son solamente señales externas de una celebración común, sino que fomentan y realizan la comunión entre el sacerdote y el pueblo”. Y en el número siguiente, afirma que: “Las aclamaciones y respuestas de los fieles a los saludos del sacerdote y a sus oraciones constituyen aquel grado de participación activa que, en cualquier forma de misa, se exige de los fieles reunidos para que quede así expresada y fomentada la acción de toda la comunidad”. En el núm. 36 se indica que: “Otras partes que son muy útiles para manifestar y favorecer la activa participación de los fieles, y que se encomiendan a toda la asamblea convocada, son, sobre todo, el acto penitencial, la profesión de fe, la oración de los fieles y la oración dominical”. “Finalmente, en cuanto a otras fórmulas: a) algunas tienen por sí mismas el valor de rito o de acto; por ejemplo, el Gloria, el salmo responsorial, el Aleluya, el versículo antes del Evangelio, el Santo, la aclamación de la anámnesis, el canto después de la Comunión; b) otras, en cambio, acompañan a un rito, como los cantos de entrada, del ofertorio, de la fracción (Cordero de Dios) y de la Comunión” (núm. 37).
La oración universal
Un momento especial de participación es la oración universal. “En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo –dice en el núm. 69– responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe y ejerciendo su sacerdocio bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren alguna necesidad y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo”.
En pocas líneas nos da a conocer su contenido teológico: en ella “el pueblo responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe” y “ejerciendo su sacerdocio bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos”. Nos indica, además, el cuándo y el cómo han de hacerse las súplicas: “Conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo”. Y concreta en el siguiente número:
“La serie de intenciones de ordinario será:
a) Por las necesidades de la Iglesia.
b) Por los que gobiernan las naciones y por la salvación del mundo.
c) Por los que padecen cualquier dificultad.
d) Por la comunidad local”.
Hay, pues, que valorar debidamente y tener en cuenta este momento especial de participación activa de los fieles. Por lo mismo, no debe dejarse a la improvisación ni a la veleidad, sino que ha de prepararse de antemano y proceder con fidelidad a las normas.
Con frecuencia se hacen peticiones interminables en número y en extensión. Queremos pedir por todo, pero particularizado, y, en cada petición concreta, hacer mención de cuanto se relaciona. Si pedimos por los matrimonios, pedimos por los que acaban de contraerlo, por los que se van a contraer, por lo que han cumplido las bodas de plata y las de oro; por los que se mantienen unidos, por los que viven en crisis, por los que se han roto, por los que han vuelto a unirse y por no se cuantos que viven en no se cuantas situaciones; y esto, en cada petición. Total: una retahíla de peticiones que causa pesadez, y, repetido en múltiples peticiones, algo insoportable.
En el orden, nos atengamos a las normas; en la forma, es muy recomendable que sean pocas y expuestas sólo con las palabras necesarias. Es conveniente llevarlas escritas.
Que no tenga que decirnos también aquí el Señor: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro padre sabe lo que os hace falta antes de que le pidáis” (Mt 6, 7 y 8).
Si tenemos en cuenta lo dicho hasta aquí y nos paramos a reflexionar sobre nuestro modo de proceder, algunos llegaremos a la conclusión siguiente: mi modo de celebrar la eucaristía debe acomodarse con mayor fidelidad a las normas de la Iglesia. Si, por falta de reflexión, nos dejamos llevar de nuestras veleidades, el ritmo de la celebración se quiebra, desaparece el ambiente de silencio sobrenatural y, como resultado final: hacemos difícil conseguir los frutos propios de este sublime misterio. Si ocupamos nosotros el tiempo reservado a Dios o a su esposa la Iglesia, si lo llenamos de nosotros, de nuestras palabras o de nuestras cosas, ni “permitimos” hablar a Dios ni podemos dialogar con Él.
El silencio en la celebración litúrgica
Dice la Sagrada Escritura: “He aquí que Yahvé pasa. Un viento muy fuerte sacude las montañas y rompe las rocas delante de Yahvé. No está en el viento el Señor, Yahvé. Y después del viento, un temblor. No está en el temblor Yahvé. Y después del temblor, fuego. No está en el fuego Yahvé. Y después del fuego, un susurro blando y ligero. Cuando lo oyó Elías se cubrió el rostro con su manto y salió y estuvo de pie en la puerta de la caverna y he aquí que le llega una voz y le dice: «Qué haces aquí, Elías»”. Allí estaba Dios, en el ligero y blando susurro (I Rey. 19, 11-13).
"No está en el viento el Señor, Yahvé”; no está en nuestras palabras. “No está en el temblor Yahvé”; no está en la música falta de sentido o en momentos inoportunos. “No está en el fuego Yahvé”; no está en los fuegos de artificio. Se oyó en “un susurro blando y ligero”; allí estaba Dios, en esa brisa del Espíritu que sólo se oye si se calla.
Hermoso y sugerente texto. Es verdad que Dios puede y, de hecho, se manifiesta también en el fuego, en la tormenta, en el terremoto y donde y como quiere; pero la experiencia nos dice que, de modo ordinario, se manifiesta en el silencio.
No ha de sorprendernos, pues, que la Iglesia determine en la celebración eucarística los momentos de silencio y las actuaciones del celebrante, de los ministros y del pueblo. Entre otros fines, para conseguir el ambiente de paz y silencio sobrenatural que requiere la celebración de este misterio. Qué bien se reza en una iglesia en silencio, con melodía suave de tenue luz; ahí habla Dios. Y qué difícil resulta escuchar a Dios en la barahúnda, en el estrépito de palabras o movimientos indiscretos. Dios, es evidente, puede hablar en cualquier situación y circunstancia, pero escucharlo en el ruido es difícil. Dios se oye en el silencio. Qué bien se escucha al Señor en una misa en la que se guarda el debido silencio, y cómo “desaparece” Cristo cuando hay mucho ruido de palabras o actuaciones inoportunas.
La Iglesia recomienda y aun manda el silencio en el núm. 45 de la Ordenación General del Misal Romano, del modo siguiente: “También, como parte de la celebración, ha de guardarse, a su tiempo, el silencio sagrado. La naturaleza de este silencio depende del momento de la misa en que se observa. Así en el acto penitencial y después de la invitación a orar, los presentes se recogen en su interior; al terminar la lectura o la homilía, todos meditan brevemente sobre lo que han oído; y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran”.
En el párrafo siguiente dice que es “laudable”, antes de la celebración, en la iglesia, en la sacristía y en los lugares más próximos.
Habida cuenta del poco tiempo que suele mediar desde la Comunión al final de la misa y perdida, en gran medida, la costumbre de quedarse a “dar gracias”, resulta de especial importancia la recomendación del silencio “después de la Comunión”.
Ya en el año 1967, dos años después del Concilio, en un documento sobre la música, Instrucción Musicam Sacram, hace, lo que pudiéramos llamar, una explicación de las palabras del concilio: "'Se observará también -dice-, en su momento, un silencio sagrado' (Sacrosanctum Concilium núm. 30). Por medio de este silencio, los fieles no se ven reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños, sino que son asociados más íntimamente al Misterio que se celebra, gracias a aquella disposición que nace de la Palabra de Dios escuchada, de los cantos y de las oraciones que se pronuncian y de la unión espiritual con el celebrante en las partes que dice él mismo" (Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Musicam sacram, día 5 de marzo de 1967, núm. 17: Acta Apostolicae Sedis 59 [1967] pág. 305).
Benedicto XVI advertía: “Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia –sagrada precisamente con motivo de la Presencia– es necesario 'guardar silencio', es decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede 'celebrar'"… “El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra” (Oficina para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice, El sagrado silencio en la celebración litúrgica).
Asimismo, el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, afirma:
“El silencio sagrado es el lugar donde podemos encontrar a Dios, porque nosotros vamos hacia Él con la actitud del hombre que tiembla y se asombra ante Dios… Yo no dudo en afirmar que el silencio sagrado insigne e incomparable es una necesidad esencial, inevitable, de toda celebración litúrgica, porque el silencio nos permite entrar en contacto con el misterio que se celebra”.
“En la liturgia, el silencio sagrado es un bien precioso para los fieles y los sacerdotes no deben privarlos de este tesoro. Nada debería empañar la atmósfera silenciosa que debe impregnar nuestras celebraciones”
“En la liturgia, por tanto, el lenguaje de los misterios que se celebran es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela profundamente”.
“Bajo el pretexto de aproximarse más fácilmente a Dios, algunos han querido que en la liturgia todo sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal, fraternal y humano. Actuando así se corre el peligro de reducir el misterio sagrado sólo a buenos sentimientos".
"Así, bajo el pretexto de pedagogía, algunos presbíteros se permiten interminables comentarios insignificantes y puramente horizontales. Esos pastores tienen miedo de que el silencio ante el Altísimo dañe a los fieles. Creen que el Espíritu Santo es incapaz de abrir los corazones a los misterios divinos mediante la infusión de la luz, la gracia santificante”.
“En efecto, prisioneros de numerosos discursos humanos ruidosos, interminables, tendemos a elaborar un culto a nuestro gusto, dirigido a un Dios hecho a nuestra imagen”.
“A menudo las celebraciones son ruidosas, aburridas y agotadoras. Podemos decir que la liturgia está enferma y el síntoma más llamativo de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono”.
“Con frecuencia salimos de esas liturgias superficiales y ruidosas sin haber encontrado a Dios y sin haber buscado la paz interior que el Señor nos quiere ofrecer”.
De la conferencia La fuerza del silencio en la liturgia (Montilla, Córdoba, España), 10 de mayo de 2017.
El silencio, un serio problema de nuestro tiempo
Incapacitados para el silencio, es el título de uno de los temas de un libro que publiqué el 2006.
El hecho de esta incapacidad es evidente.
Pero, ¿por qué el hombre de nuestro tiempo no resiste el silencio? ¿Por qué no soporta la soledad?
Porque está vacío. Carece de riqueza interior. No tiene nada donde recrearse o en qué pensar. No encuentra nada dentro de sí. Porque el silencio nos enfrenta con nosotros mismos, con nuestra esencia y la de las cosas que nos circundan, con las causas y los fines, los “porqués” y los “paraqués”, y preferimos vivir “sin problemas”, en un estado de vida superficial.
El ruido es una especie de compañero que pretende llenar ese vacío del hombre actual, una especie de droga que sumerge en un cielo pasajero, deshumanizante y mortal; que no llena y siempre pide más.
El silencio, por el contrario, crea el clima adecuado para asomarnos a las profundidades de nuestro ser y de nuestro existir y encontrar sus causas y sus fines. Nos abre a Dios. Pero este abismo produce verdadero vértigo al hombre actual. Por eso pretende evitarlo por todos los medios, principalmente con el ruido. Se sumerge en el ruido porque le “dis-trae”.
¿También, pretendemos “dis-traer” con el ruido en la misa? Seguro que, de ocurrir, se hace con buena voluntad e inconscientemente, pero equivocados.
Si queremos que la vida human tenga profundidad y pueda elevarse, el silencio es un ingrediente necesario. Es preciso tomar conciencia de la necesidad del silencio. En la Misa, es imprescindible para que Dios pueda entrar en nosotros, podamos escucharlo y dialogar con Él.
Dejemos que Dios nos hable por las palabras de su esposa la Iglesia o directamente, y abramos el alma; hagamos el silencio de tanta palabra humana, y dialoguemos con el Señor; muchas veces sin palabras, como dos que se aman.
Cuando nuestras palabras no están en consonancia con las normas de la Iglesia, la esposa de Cristo, nuestras palabras se convierten en palabras meramente humanas. Esas palabras, nuestras palabras meramente humanas, “roban” el tiempo a la palabra de Dios: No le dejamos hablar; le sustituimos sin su permiso; y nos quedamos vacíos, porque solo Dios llena.
De aquí que los sacerdotes, que somos ministros de la Palabra, pero con palabras de hombre, estemos expuestos al abuso verbal y a no valorar debidamente el silencio. La conciencia viva de ser ministros de la Palabra, y nada más, debe llevarnos a expresarla en un ambiente de silencio y sólo con las debidas palabras. Esta atmósfera de mesura y silencio permite y favorece la reflexión y el contacto con Dios.
Es una actitud siempre necesaria en el sacerdote, pero muy especialmente en la santa Misa. Debemos, pues, discernir cuándo y cómo hablar.
La Iglesia, dada la importancia del misterio eucarístico, y consciente de nuestra limitada capacidad y grave debilidad, presenta el Misal Romano con una clara y precisa Ordenación General. Son las normas con la que expresa el modo de celebrar este misterio.
Por nuestra parte, en las siguientes líneas, queremos presentar y comentar algunas de esas normas. No se trata de profundidades litúrgicas ni teológicas, sino de sencillas reflexiones; más bien, de poner a la vista las normas de la Iglesia sobre el tema.
El sacerdote y las moniciones
La Ordenación General del Misal Romano, al hablar de las moniciones que le corresponden al sacerdote, como presidente de la asamblea reunida, dice: “Igualmente corresponde al sacerdote, en cuanto ejerce el cargo de presidente de la asamblea reunida, decir algunas moniciones previstas en el mismo rito. Donde las rúbricas lo establecen, al celebrante le es lícito adaptarlas hasta cierto punto para que se ajusten a la comprensión de los participantes; el sacerdote, sin embargo, procure guardar siempre el sentido de la monición que se propone en el Misal y expresarlo en pocas palabras. Compete asimismo al sacerdote que preside moderar la celebración de la Palabra de Dios y dar la bendición final. También le está permitido introducir a los fieles en la misa del día con brevísimas palabras, tras el saludo inicial y antes del rito penitencial; en la liturgia de la Palabra, antes de las lecturas; en la plegaria eucarística, antes del prefacio, pero nunca dentro de la misma; igualmente, dar por concluida la entera acción sagrada, antes de la fórmula de despedida”. (núm.31). (Ponemos en cursiva las palabras que queremos destacar).
En números posteriores, todavía hace mayores determinaciones. Así, cuando expone los “Ritos iniciales”, hace notar que: “Puede también, él (el sacerdote) u otro ministro, introducir a los fieles a la misa del día con brevísimas palabras” (núm.124 ). Al hablar de la “Liturgia de la palabra”, afirma que: “El sacerdote puede introducir a los fieles en la liturgia de la Palabra con brevísimas palabras” (núm. 128), Y, al hablar del Rito de conclusión, entre las diversos ritos, dice que “Pertenecen al rito de conclusión: a) algunos avisos breves, si son necesarios” (núm. 90). Y en el núm. 166, añade: “Terminada la oración después de la comunión, se hacen, si es necesario, y con brevedad, los oportunos avisos o advertencias al pueblo”.
Es, pues, evidente que la Iglesia da la posibilidad de hacer las oportunas moniciones, pero en su debida forma y en ciertos momentos, no en otros.
Así pues:
Primero: sólo deben hacerse las previstas en el Rito.
Segundo: han de hacerse con pocas palabras, con brevísimas palabras.
Tercero: se trata de posibles, no de obligatorias, excepto las que indica el Misal; habla de permitir, de que el sacerdote puede, y, en lo referente a los avisos después de la Comunión, si es necesario y con brevedad.
Cuarta: nunca dentro de la misma Plegaria.
La experiencia, sin embargo, nos dice que, en muchos casos, no se guarda la brevedad exigida; que no se tienen en cuenta los momentos indicados ni la conveniencia, y que no se guarda el respeto a la Plegaria.
La participación de los fieles
En cuanto a los fieles, algunos consideran que su participación activa consiste en estar interviniendo constantemente, de palabra o de obra, con actuaciones múltiples. La Ordenación General, sin embargo, en los ns. 34-37, detalla y determina los momentos y el modo de participar.
“Puesto que la celebración de la Misa –dice el núm. 34–, por su propia naturaleza, tiene carácter comunitario, adquieren una gran fuerza los diálogos entre el sacerdote y los fieles congregados, y asimismo las aclamaciones. Ya que no son solamente señales externas de una celebración común, sino que fomentan y realizan la comunión entre el sacerdote y el pueblo”. Y en el número siguiente, afirma que: “Las aclamaciones y respuestas de los fieles a los saludos del sacerdote y a sus oraciones constituyen aquel grado de participación activa que, en cualquier forma de misa, se exige de los fieles reunidos para que quede así expresada y fomentada la acción de toda la comunidad”. En el núm. 36 se indica que: “Otras partes que son muy útiles para manifestar y favorecer la activa participación de los fieles, y que se encomiendan a toda la asamblea convocada, son, sobre todo, el acto penitencial, la profesión de fe, la oración de los fieles y la oración dominical”. “Finalmente, en cuanto a otras fórmulas: a) algunas tienen por sí mismas el valor de rito o de acto; por ejemplo, el Gloria, el salmo responsorial, el Aleluya, el versículo antes del Evangelio, el Santo, la aclamación de la anámnesis, el canto después de la Comunión; b) otras, en cambio, acompañan a un rito, como los cantos de entrada, del ofertorio, de la fracción (Cordero de Dios) y de la Comunión” (núm. 37).
La oración universal
Un momento especial de participación es la oración universal. “En la oración universal u oración de los fieles, el pueblo –dice en el núm. 69– responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe y ejerciendo su sacerdocio bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos. Conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren alguna necesidad y por todos los hombres y la salvación de todo el mundo”.
En pocas líneas nos da a conocer su contenido teológico: en ella “el pueblo responde de alguna manera a la palabra de Dios acogida en la fe” y “ejerciendo su sacerdocio bautismal, ofrece a Dios sus peticiones por la salvación de todos”. Nos indica, además, el cuándo y el cómo han de hacerse las súplicas: “Conviene que esta oración se haga normalmente en las Misas a las que asiste el pueblo, de tal manera que se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la salvación de todo el mundo”. Y concreta en el siguiente número:
“La serie de intenciones de ordinario será:
a) Por las necesidades de la Iglesia.
b) Por los que gobiernan las naciones y por la salvación del mundo.
c) Por los que padecen cualquier dificultad.
d) Por la comunidad local”.
Hay, pues, que valorar debidamente y tener en cuenta este momento especial de participación activa de los fieles. Por lo mismo, no debe dejarse a la improvisación ni a la veleidad, sino que ha de prepararse de antemano y proceder con fidelidad a las normas.
Con frecuencia se hacen peticiones interminables en número y en extensión. Queremos pedir por todo, pero particularizado, y, en cada petición concreta, hacer mención de cuanto se relaciona. Si pedimos por los matrimonios, pedimos por los que acaban de contraerlo, por los que se van a contraer, por lo que han cumplido las bodas de plata y las de oro; por los que se mantienen unidos, por los que viven en crisis, por los que se han roto, por los que han vuelto a unirse y por no se cuantos que viven en no se cuantas situaciones; y esto, en cada petición. Total: una retahíla de peticiones que causa pesadez, y, repetido en múltiples peticiones, algo insoportable.
En el orden, nos atengamos a las normas; en la forma, es muy recomendable que sean pocas y expuestas sólo con las palabras necesarias. Es conveniente llevarlas escritas.
Que no tenga que decirnos también aquí el Señor: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro padre sabe lo que os hace falta antes de que le pidáis” (Mt 6, 7 y 8).
Si tenemos en cuenta lo dicho hasta aquí y nos paramos a reflexionar sobre nuestro modo de proceder, algunos llegaremos a la conclusión siguiente: mi modo de celebrar la eucaristía debe acomodarse con mayor fidelidad a las normas de la Iglesia. Si, por falta de reflexión, nos dejamos llevar de nuestras veleidades, el ritmo de la celebración se quiebra, desaparece el ambiente de silencio sobrenatural y, como resultado final: hacemos difícil conseguir los frutos propios de este sublime misterio. Si ocupamos nosotros el tiempo reservado a Dios o a su esposa la Iglesia, si lo llenamos de nosotros, de nuestras palabras o de nuestras cosas, ni “permitimos” hablar a Dios ni podemos dialogar con Él.
El silencio en la celebración litúrgica
Dice la Sagrada Escritura: “He aquí que Yahvé pasa. Un viento muy fuerte sacude las montañas y rompe las rocas delante de Yahvé. No está en el viento el Señor, Yahvé. Y después del viento, un temblor. No está en el temblor Yahvé. Y después del temblor, fuego. No está en el fuego Yahvé. Y después del fuego, un susurro blando y ligero. Cuando lo oyó Elías se cubrió el rostro con su manto y salió y estuvo de pie en la puerta de la caverna y he aquí que le llega una voz y le dice: «Qué haces aquí, Elías»”. Allí estaba Dios, en el ligero y blando susurro (I Rey. 19, 11-13).
"No está en el viento el Señor, Yahvé”; no está en nuestras palabras. “No está en el temblor Yahvé”; no está en la música falta de sentido o en momentos inoportunos. “No está en el fuego Yahvé”; no está en los fuegos de artificio. Se oyó en “un susurro blando y ligero”; allí estaba Dios, en esa brisa del Espíritu que sólo se oye si se calla.
Hermoso y sugerente texto. Es verdad que Dios puede y, de hecho, se manifiesta también en el fuego, en la tormenta, en el terremoto y donde y como quiere; pero la experiencia nos dice que, de modo ordinario, se manifiesta en el silencio.
No ha de sorprendernos, pues, que la Iglesia determine en la celebración eucarística los momentos de silencio y las actuaciones del celebrante, de los ministros y del pueblo. Entre otros fines, para conseguir el ambiente de paz y silencio sobrenatural que requiere la celebración de este misterio. Qué bien se reza en una iglesia en silencio, con melodía suave de tenue luz; ahí habla Dios. Y qué difícil resulta escuchar a Dios en la barahúnda, en el estrépito de palabras o movimientos indiscretos. Dios, es evidente, puede hablar en cualquier situación y circunstancia, pero escucharlo en el ruido es difícil. Dios se oye en el silencio. Qué bien se escucha al Señor en una misa en la que se guarda el debido silencio, y cómo “desaparece” Cristo cuando hay mucho ruido de palabras o actuaciones inoportunas.
La Iglesia recomienda y aun manda el silencio en el núm. 45 de la Ordenación General del Misal Romano, del modo siguiente: “También, como parte de la celebración, ha de guardarse, a su tiempo, el silencio sagrado. La naturaleza de este silencio depende del momento de la misa en que se observa. Así en el acto penitencial y después de la invitación a orar, los presentes se recogen en su interior; al terminar la lectura o la homilía, todos meditan brevemente sobre lo que han oído; y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran”.
En el párrafo siguiente dice que es “laudable”, antes de la celebración, en la iglesia, en la sacristía y en los lugares más próximos.
Habida cuenta del poco tiempo que suele mediar desde la Comunión al final de la misa y perdida, en gran medida, la costumbre de quedarse a “dar gracias”, resulta de especial importancia la recomendación del silencio “después de la Comunión”.
Ya en el año 1967, dos años después del Concilio, en un documento sobre la música, Instrucción Musicam Sacram, hace, lo que pudiéramos llamar, una explicación de las palabras del concilio: "'Se observará también -dice-, en su momento, un silencio sagrado' (Sacrosanctum Concilium núm. 30). Por medio de este silencio, los fieles no se ven reducidos a asistir a la acción litúrgica como espectadores mudos y extraños, sino que son asociados más íntimamente al Misterio que se celebra, gracias a aquella disposición que nace de la Palabra de Dios escuchada, de los cantos y de las oraciones que se pronuncian y de la unión espiritual con el celebrante en las partes que dice él mismo" (Sagrada Congregación de Ritos, Instrucción Musicam sacram, día 5 de marzo de 1967, núm. 17: Acta Apostolicae Sedis 59 [1967] pág. 305).
Benedicto XVI advertía: “Para reconocerle presente en el mundo, es más, en la acción pública que es la liturgia –sagrada precisamente con motivo de la Presencia– es necesario 'guardar silencio', es decir, callar. Es necesario callar para escuchar, como al inicio de un concierto, de lo contrario el culto, es decir, la relación cultivada, profunda con Dios, no puede comenzar, no se Le puede 'celebrar'"… “El silencio debe ser recuperado, limitando al mínimo las palabras por parte de quien debe dar indicaciones preparatorias a la celebración. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra” (Oficina para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice, El sagrado silencio en la celebración litúrgica).
Asimismo, el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, afirma:
“El silencio sagrado es el lugar donde podemos encontrar a Dios, porque nosotros vamos hacia Él con la actitud del hombre que tiembla y se asombra ante Dios… Yo no dudo en afirmar que el silencio sagrado insigne e incomparable es una necesidad esencial, inevitable, de toda celebración litúrgica, porque el silencio nos permite entrar en contacto con el misterio que se celebra”.
“En la liturgia, el silencio sagrado es un bien precioso para los fieles y los sacerdotes no deben privarlos de este tesoro. Nada debería empañar la atmósfera silenciosa que debe impregnar nuestras celebraciones”
“En la liturgia, por tanto, el lenguaje de los misterios que se celebran es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela profundamente”.
“Bajo el pretexto de aproximarse más fácilmente a Dios, algunos han querido que en la liturgia todo sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal, fraternal y humano. Actuando así se corre el peligro de reducir el misterio sagrado sólo a buenos sentimientos".
"Así, bajo el pretexto de pedagogía, algunos presbíteros se permiten interminables comentarios insignificantes y puramente horizontales. Esos pastores tienen miedo de que el silencio ante el Altísimo dañe a los fieles. Creen que el Espíritu Santo es incapaz de abrir los corazones a los misterios divinos mediante la infusión de la luz, la gracia santificante”.
“En efecto, prisioneros de numerosos discursos humanos ruidosos, interminables, tendemos a elaborar un culto a nuestro gusto, dirigido a un Dios hecho a nuestra imagen”.
“A menudo las celebraciones son ruidosas, aburridas y agotadoras. Podemos decir que la liturgia está enferma y el síntoma más llamativo de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono”.
“Con frecuencia salimos de esas liturgias superficiales y ruidosas sin haber encontrado a Dios y sin haber buscado la paz interior que el Señor nos quiere ofrecer”.
De la conferencia La fuerza del silencio en la liturgia (Montilla, Córdoba, España), 10 de mayo de 2017.
El silencio, un serio problema de nuestro tiempo
Incapacitados para el silencio, es el título de uno de los temas de un libro que publiqué el 2006.
El hecho de esta incapacidad es evidente.
Pero, ¿por qué el hombre de nuestro tiempo no resiste el silencio? ¿Por qué no soporta la soledad?
Porque está vacío. Carece de riqueza interior. No tiene nada donde recrearse o en qué pensar. No encuentra nada dentro de sí. Porque el silencio nos enfrenta con nosotros mismos, con nuestra esencia y la de las cosas que nos circundan, con las causas y los fines, los “porqués” y los “paraqués”, y preferimos vivir “sin problemas”, en un estado de vida superficial.
El ruido es una especie de compañero que pretende llenar ese vacío del hombre actual, una especie de droga que sumerge en un cielo pasajero, deshumanizante y mortal; que no llena y siempre pide más.
El silencio, por el contrario, crea el clima adecuado para asomarnos a las profundidades de nuestro ser y de nuestro existir y encontrar sus causas y sus fines. Nos abre a Dios. Pero este abismo produce verdadero vértigo al hombre actual. Por eso pretende evitarlo por todos los medios, principalmente con el ruido. Se sumerge en el ruido porque le “dis-trae”.
¿También, pretendemos “dis-traer” con el ruido en la misa? Seguro que, de ocurrir, se hace con buena voluntad e inconscientemente, pero equivocados.
Si queremos que la vida human tenga profundidad y pueda elevarse, el silencio es un ingrediente necesario. Es preciso tomar conciencia de la necesidad del silencio. En la Misa, es imprescindible para que Dios pueda entrar en nosotros, podamos escucharlo y dialogar con Él.
Dejemos que Dios nos hable por las palabras de su esposa la Iglesia o directamente, y abramos el alma; hagamos el silencio de tanta palabra humana, y dialoguemos con el Señor; muchas veces sin palabras, como dos que se aman.
Cuando nuestras palabras no están en consonancia con las normas de la Iglesia, la esposa de Cristo, nuestras palabras se convierten en palabras meramente humanas. Esas palabras, nuestras palabras meramente humanas, “roban” el tiempo a la palabra de Dios: No le dejamos hablar; le sustituimos sin su permiso; y nos quedamos vacíos, porque solo Dios llena.
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