Dios y el Brexit
Cuando la religión bíblica se derrumbó, como ha ocurrido manifiestamente en buena parte de la Vieja Europa, y sobre todo de la Nueva Europa después de 1989, los compromisos con la subsidiariedad y su respeto por la diferencia se hundieron también.
por George Weigel
Desde que el Reino Unido decidió en junio abandonar la Unión Europea se han propuesto explicaciones contrapuestas (y en ocasiones superpuestas) sobre una votación que sorprendió a los creadores de opinión de todo el mundo: la percepción de una pérdida de soberanía nacional a manos de una organización transnacional; los problemas de la actual política de inmigración de la Unión Europea y el efecto de la apertura de fronteras sobre el empleo y el imperio de la ley; la frustración ante las minuciosas regulaciones burocráticas de los mandarines de Bruselas. En conjunto, todo ello constituye lo que se denomina a menudo el “déficit democrático de la Unión Europea”, lo cual me parece bastante real.
Sin embargo me gustaría sugerir otra respuesta, quizá más profunda, a la cuestión de las actuales angustias de la Unión Europea: para decirlo sin rodeos, el “déficit democrático” es un reflejo del “déficit de Dios” de la Unión Europea. Permítanme relacionar ambos puntos.
Los padres fundadores de la actual Unión Europea –que nació como una Comunidad del Carbón y del Acero antes de convertirse en el Mercado Común Europeo y luego en la Unión Europea– fueron, fundamentalmente, católicos: el italiano Alcide De Gasperi, el alemán Konrad Adenauer y el francés Robert Schumann. Horrorizados por la autodestrucción que Europa había provocado en las dos guerras mundiales, buscaron una respuesta al nacionalismo agresivo en la cooperación económica que uniría a los francos de Occidente (los franceses) con los francos de Oriente (los germanos), de modo que la guerra entre ellos resultase inconcebible. Fue una idea práctica, funcionó, y fue entendida como el primer paso hacia formas de colaboración e integración políticas.
La apuesta subyacente a este proyecto tal como lo concibieron estos hombres era que aún quedaba suficiente cultura cristiana o bíblica en Europa como para sostener el pluralismo democrático en una “unión” de estados soberanos que respetarían las diferencias nacionales y regionales. Y ese “sustrato” cristiano o bíblico incluía el principio social y ético católico de la “subsidiariedad”: la idea de que la toma de decisiones debe dejarse al menor nivel local posible (como en el federalismo clásico estadounidense, donde los gobiernos locales hacen unas cosas, los gobiernos estatales hacen otras, y el gobierno nacional hace las cosas que los gobiernos local y estatal no pueden hacer).
La “subsidiariedad” es un desafío contra la tendencia de todos los estados modernos a concentrar poder en el centro, lo que explica por qué este principio fue articulado por primera vez por el Papa Pío XI en 1931, cuando la sombra del totalitarismo se extendía por Europa. El respeto por el principio social y ético de la “subsidiariedad” también implica respetar las diferencias culturales. Y eso, a su vez, supone que el ser humano llega a los compromisos universales –como el respeto por los derechos humanos básicos– por medio de experiencias particulares, no por medio de abstracciones generalizadas. O, como me dijo hace veinticinco años el editor Jerzy Turowicz, Juan Pablo II era “europeo” porque era de Cracovia, heredero de una experiencia particular de pluralismo y tolerancia, y no a pesar de proceder de un medio cultural específico.
Cuando la religión bíblica se derrumbó, como ha ocurrido manifiestamente en buena parte de la Vieja Europa, y sobre todo de la Nueva Europa después de 1989, los compromisos con la subsidiariedad y su respeto por la diferencia se hundieron también. El vacío lo llenó entonces una noción monocromática y anti-pluralista de “democracia”. Encarnada en la ley de la Unión Europea e impuesta por innumerables burócratas y tribunales de la Unión Europea, el resultado de esta decadente idea democrática fueron mucho más allá de las estúpidas regulaciones sobre el tamaño de los tomates y los plátanos, hasta incluir un designio concertado de imponer una cultura política única en Europa, que puede describirse muy bien como la cultura de la autonomía personal, la Cultura del Yo. Esa pseudo-cultura es la cáscara hueca del personalismo cristiano que en tiempos inspiró a De Gasperi, Adenauer y Schumann, a los partidos democristianos europeos de mediados del siglo XX. Y su subproducto político es el “déficit democrático” de la Unión Europea.
Hace cuarenta años, el constitucionalista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde advirtió de que el estado moderno liberal-democrático se enfrentaba a un dilema: descansaba sobre el fundamento de unas premisas morales y culturales (el capital social) que no podía generar por sí mismo. Dicho de otra forma, es preciso un cierto tipo de gente, formado en un cierto tipo de cultura para vivir ciertas virtudes, para mantener la democracia liberal a salvo de degradarse hasta nuevas formas de autoritarismo, punzantemente descritas en 2005 por un distinguido intelectual europeo, Joseph Ratzinger, como una “dictadura del relativismo”. El Dilema de Böckenförde está en pleno auge en la Unión Europea, que atraviesa graves problemas por un déficit democrático que es, en el fondo, un déficit de subsidiariedad causado por un déficit de Dios.
Los estadounidenses estarían completamente locos si se creyesen inmunes a una crisis similar de la cultura política.
Publicado en First Things.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Sin embargo me gustaría sugerir otra respuesta, quizá más profunda, a la cuestión de las actuales angustias de la Unión Europea: para decirlo sin rodeos, el “déficit democrático” es un reflejo del “déficit de Dios” de la Unión Europea. Permítanme relacionar ambos puntos.
Los padres fundadores de la actual Unión Europea –que nació como una Comunidad del Carbón y del Acero antes de convertirse en el Mercado Común Europeo y luego en la Unión Europea– fueron, fundamentalmente, católicos: el italiano Alcide De Gasperi, el alemán Konrad Adenauer y el francés Robert Schumann. Horrorizados por la autodestrucción que Europa había provocado en las dos guerras mundiales, buscaron una respuesta al nacionalismo agresivo en la cooperación económica que uniría a los francos de Occidente (los franceses) con los francos de Oriente (los germanos), de modo que la guerra entre ellos resultase inconcebible. Fue una idea práctica, funcionó, y fue entendida como el primer paso hacia formas de colaboración e integración políticas.
La apuesta subyacente a este proyecto tal como lo concibieron estos hombres era que aún quedaba suficiente cultura cristiana o bíblica en Europa como para sostener el pluralismo democrático en una “unión” de estados soberanos que respetarían las diferencias nacionales y regionales. Y ese “sustrato” cristiano o bíblico incluía el principio social y ético católico de la “subsidiariedad”: la idea de que la toma de decisiones debe dejarse al menor nivel local posible (como en el federalismo clásico estadounidense, donde los gobiernos locales hacen unas cosas, los gobiernos estatales hacen otras, y el gobierno nacional hace las cosas que los gobiernos local y estatal no pueden hacer).
La “subsidiariedad” es un desafío contra la tendencia de todos los estados modernos a concentrar poder en el centro, lo que explica por qué este principio fue articulado por primera vez por el Papa Pío XI en 1931, cuando la sombra del totalitarismo se extendía por Europa. El respeto por el principio social y ético de la “subsidiariedad” también implica respetar las diferencias culturales. Y eso, a su vez, supone que el ser humano llega a los compromisos universales –como el respeto por los derechos humanos básicos– por medio de experiencias particulares, no por medio de abstracciones generalizadas. O, como me dijo hace veinticinco años el editor Jerzy Turowicz, Juan Pablo II era “europeo” porque era de Cracovia, heredero de una experiencia particular de pluralismo y tolerancia, y no a pesar de proceder de un medio cultural específico.
Cuando la religión bíblica se derrumbó, como ha ocurrido manifiestamente en buena parte de la Vieja Europa, y sobre todo de la Nueva Europa después de 1989, los compromisos con la subsidiariedad y su respeto por la diferencia se hundieron también. El vacío lo llenó entonces una noción monocromática y anti-pluralista de “democracia”. Encarnada en la ley de la Unión Europea e impuesta por innumerables burócratas y tribunales de la Unión Europea, el resultado de esta decadente idea democrática fueron mucho más allá de las estúpidas regulaciones sobre el tamaño de los tomates y los plátanos, hasta incluir un designio concertado de imponer una cultura política única en Europa, que puede describirse muy bien como la cultura de la autonomía personal, la Cultura del Yo. Esa pseudo-cultura es la cáscara hueca del personalismo cristiano que en tiempos inspiró a De Gasperi, Adenauer y Schumann, a los partidos democristianos europeos de mediados del siglo XX. Y su subproducto político es el “déficit democrático” de la Unión Europea.
Hace cuarenta años, el constitucionalista alemán Ernst-Wolfgang Böckenförde advirtió de que el estado moderno liberal-democrático se enfrentaba a un dilema: descansaba sobre el fundamento de unas premisas morales y culturales (el capital social) que no podía generar por sí mismo. Dicho de otra forma, es preciso un cierto tipo de gente, formado en un cierto tipo de cultura para vivir ciertas virtudes, para mantener la democracia liberal a salvo de degradarse hasta nuevas formas de autoritarismo, punzantemente descritas en 2005 por un distinguido intelectual europeo, Joseph Ratzinger, como una “dictadura del relativismo”. El Dilema de Böckenförde está en pleno auge en la Unión Europea, que atraviesa graves problemas por un déficit democrático que es, en el fondo, un déficit de subsidiariedad causado por un déficit de Dios.
Los estadounidenses estarían completamente locos si se creyesen inmunes a una crisis similar de la cultura política.
Publicado en First Things.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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