La presencia del crucifijo en la toma de posesión
Crear enfrentamiento en la vida democrática no facilita el diálogo entre pretendidos adversarios, amén de manifestar un nivel ínfimo de tolerancia entre los neocruzados contra el crucifijo y la Religión
Escribe Joaquina Prades en El País algo que nos devuelve a las dos Españas que popularizara con sus versos Antonio Machado, al ancestral cainismo de nuestra historia, reactivado por la España del laicismo excluyente de la Iglesia y la Religión; a saber, que la estampa de modernidad que exhibe España en estos días con una ministra embarazada y el Gobierno más paritario de la UE, “tiene un canto apolillado”: la toma de posesión de los próceres del laicismo liberal ante un crucifijo. Según el diputado socialista Mayoral, el crucifijo “sólo es una herencia del nacional-catolicismo”. Y para neutralizarlo, la caterva agnóstica próxima al socialismo ofrece algo mejor, profiere un canto modernista de nacional-laicismo, retirar el crucifijo de cualquier lugar público. Lo dicho, la vuelta al Duelo a garrotazos, un ejemplo de enemistad cívica entre ciudadanos. La presencia del crucifijo en las instituciones y servicios públicos del Estado debe mantenerse no en nombre de la fe o del cristianismo, ni tampoco de un universalismo moral irreversible que preserve la identidad y dignidad ética de España, sino en nombre del Derecho y de la razón, en nombre del sentido común y del respeto, como símbolo religioso de nuestra cultura. La presencia de lo divino en la sociedad representa el núcleo central de toda cultura auténtica, una ofrenda cultual, un sacrum commercium, el sagrado intercambio entre mundo divino y humano. ¿A quién molesta el crucifijo, aparte de las asociaciones laicistas españolas? ¿Qué orden ético postula la nueva élite de la administración pública, los asesores intelectuales de las grandes alianzas financieras, empresariales y mediáticas, periodistas y creadores de opinión? ¿Qué moral proponen los nuevos ministros, como Miguel Sebastián, para quien el PSOE es más liberal que el PP por sus políticas de divorcio, igualdad de género y matrimonios homosexuales? ¿Acaso es una exigencia de la sociedad civil quitar los crucifijos de los lugares públicos, o un símbolo de modernidad socialista su exclusión de las instituciones públicas? ¿O quizá el Estado deba ir por delante de las demandas mayoritarias de la sociedad? Crear enfrentamiento en la vida democrática no facilita el diálogo entre pretendidos adversarios, amén de manifestar un nivel ínfimo de tolerancia entre los neocruzados contra el crucifijo y la Religión. El escritor Claudio Magris afirma que existen dos enemigos de la laicidad: los clericales y los laicistas antirreligiosos. La pseudocultura dominante secularizada es narcisista y petulante, intolerante y agresiva. La estúpida seguridad biempensante de un arrogante ateísmo incapacita para afrontar no ya las situaciones límite del hombre, sino la misma existencia, una actitud encarnada en la figura de Homais, el farmacéutico ateo de Madame Bovary, de Flaubert. Aunque el núcleo del mensaje cristiano no es reductible a su función humanitaria o a su aportación cultural (algo que convertiría al cristianismo en una ideología), la presencia del crucifijo en la esfera pública significa un símbolo religioso de la cultura de España. Cualquier otra interpretación y solución al imaginario problema sólo significa la determinación ideológica de una nueva casta ilustrada y dogmática, religiosamente analfabeta, que busca debilitar la influencia de la Iglesia en la vida pública y lesionar la convivencia en paz.
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