«Dejarse amar por Dios»: el legado de Juan Pablo II
Que no nos quepa duda de que el acto más determinante realizado en el largo recorrido de Juan Pablo II fue su amor a Jesucristo y a todos y cada uno de nosotros, por amor a Él
¡Cómo pasa el tiempo! Hoy se cumplen tres años del fallecimiento de Juan Pablo II. Eran las 21:37 horas de la tarde, a punto de concluir aquel primer sábado de mes -día consagrado al Corazón Inmaculado de María- y adentrados ya en la solemnidad de la Divina Misericordia, instituida por el mismo Juan Pablo II, en el segundo domingo de Pascua. Creo sinceramente que, durante aquellos días, la Iglesia católica vivió una gran lección de confianza en la Misericordia de Dios, así como de abandono en su Providencia. Los meses y años previos a la muerte de Juan Pablo II habían resultado muy duros, especialmente en lo que se refiere a las noticias y comentarios transmitidos por la mayoría de los medios de comunicación occidentales: ¿era prudente en los tiempos actuales, siempre preocupados por la cultura de la imagen, mantener en el máximo cargo de la Iglesia a un hombre tan enfermo y desgastado? Los cálculos de las estrategias humanas hacían temblar y sufrir a muchos en el seno de la Iglesia. Sin embargo, todas aquellas desconfianzas y temores se esfumaron cuando el mundo fue testigo de que la enfermedad, la agonía y la muerte de Juan Pablo II, se convertían en un acontecimiento de gloria. ¡Cuántas lecciones pudimos aprender aquellos días! «Pedro, ¿me amas?» (Jn 21, 16) Aunque en la teoría teológica, los cristianos tenemos aprendida la lección de que «nada podemos sin la gracia de Dios» (Jn 15, 5), en la práctica corremos el peligro de fundamentar nuestra confianza en las cualidades y capacidades personales. Por ello, Dios nos suele purificar en momentos determinados, de forma que quede patente ante nuestros propios ojos y ante los de quienes nos rodean, que es su Misericordia, y no nuestros méritos, la que nos justifica y nos hace eficaces. Que no nos quepa duda de que el acto más determinante realizado en el largo recorrido de Juan Pablo II fue su amor a Jesucristo y a todos y cada uno de nosotros, por amor a Él. Como nos sucederá también a nosotros, al atardecer de su vida fue examinado del amor, el cual autentifica el valor de nuestras obras: «Aunque repartiese todos mis bienes con los pobres y me dejase quemar vivo, si no tengo amor, no me sirve de nada» (1 Cor 13, 3). «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10): Dos mil años después, se repetían las palabras de Jesucristo al primer Papa: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras?. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: ¡Sígueme!» (Jn 21, 1819). Fuerte en la debilidad Siempre me he preguntado qué momento de la vida de Juan Pablo II pudo ser más eficaz en su obra evangelizadora. ¿El Karol Wojtyla atlético y pletórico de cualidades y de proyectos, o tal vez un Juan Pablo II ya anciano, tan débil como confiado en la Misericordia de Dios? Algún día lo sabremos, aunque algo podemos intuir por aquellas palabras de San Pablo: «Mi fortaleza se realiza en la debilidad... cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 910). Las últimas palabras de Juan Pablo II fueron «Déjenme ir a la casa del Padre». Él había predicado abundantemente -tanto de palabra como de obra- a lo largo de todo su Pontificado. Y, sin embargo, le quedaba un paso fundamental y decisivo: el testimonio de la buena muerte. De la misma forma que Cristo mostró en su muerte la plena confianza y el abandono en Dios Padre («Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu», Lc 23, 46), así también el Vicario de Cristo en la tierra vivía el momento de su muerte como el tránsito a la casa del Padre. Su paz y serenidad proclamaban ante el mundo la veracidad de las palabras del salmista: «Tu gracia vale más que la vida» (Salmo 63). Han pasado ya tres años. Es de suponer que la memoria colectiva irá olvidando inexorablemente este aniversario, como tantos otros. ¡Es ley de vida! Sin embargo, dirigimos nuestra oración a este Siervo de Dios, para que siga pastoreando desde el cielo a su Iglesia, de forma que nunca olvidemos tantas enseñanzas aprendidas durante su vida y también en sus momentos finales. (La Razón)
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