Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Violencia «de género»: ustedes se equivocan


por Clementino Martínez Cejudo

Opinión

Con frecuencia alarmante se repite la misma noticia: una mujer ha aparecido muerta con signos de violencia, tenía equis hijos. Se presume que se trata de “violencia de género”. El pueblo, el barrio, se manifiesta en contra de la violencia machista, el ayuntamiento declara dos días de luto.

Lamentable, muy lamentable; rechazable, rechazable en extremo.

Los partidos de la oposición hacen declaraciones y exigen medidas más contundentes al Gobierno, el Congreso de Diputados y el Senado hacen también sus correspondientes declaraciones, el Gobierno, después de lamentar y condenar el caso concreto, expresa su intención de poner todos los medios a su alcance para erradicar esta situación social; las leyes y otros medios, con los que se pretende hacer frente, son ya muchos, pero se estudiará poner otros y mejorar los existentes.

Todo esto es necesario, pero, a todas luces, insuficiente. La situación seguirá, no lo duden. Las leyes son necesarias; otras medidas, además de las jurídicas, convenientes en grado mayor o menor. Pero la situación no cambiará, no lo duden.

Las leyes y otras medidas, por muy adecuadas que aparezcan y lo sean, nunca son suficientes. Más todavía en el presente caso, en el que entra en juego un móvil pasional importantísimo, anterior a las leyes y más allá de la coacción jurídica, se necesita algo más profundo y de mayor virtualidad: la fuerza de una conciencia formada en auténticos valores.

Necesidad de educar en valores

Hace falta, pues, una formación en valores, que no esté distorsionada por la ideología o debilitada por la condescendencia a la debilidad humana; armas en mano de los políticos para halagar a las masas y conseguir sus votos. Eso sí, todo revestido con la hermosa teoría de ampliar derechos; como si los derechos se sacaran de la manga a discreción. Derechos, que, por falsos, dan lugar a falsos valores y aun contravalores. Hace falta formación en los valores, qué duda cabe, pero los que exige la recta razón humana, no los que inventa la voluntad arrastrada por la flaqueza o el egoísmo humano.

Hace falta que se reconozca la persona humana en toda su dimensión, muy menguada cuando no se reconoce su trascendencia; homo homini sacra res, decía ya Séneca. Hace falta que se ponga en valor la sexualidad, sin recortes ni tergiversaciones; no solo como simple gozo fisiológico, sino, además y sobre todo, como donación amorosa; en su sentido profundamente humano. Tenemos necesidad de que el matrimonio sea evaluado en el recto sentido. No puede quedar en lo que alguien ya dijo hace mucho tiempo: “En el encuentro de dos egoísmos”; sino más bien en línea de lo que hace poco se publicó referido al último libro sobre su esposa, de un conocido escritor español: “Compartir la vida humanamente es más que compartirla biológicamente”. Tenemos mucha necesidad de la familia. De la familia nacida del amor y vivida en el amor que se proyecta en la transmisión generosa y responsable de la vida.

Sin poner todo esto en valor, las demás medidas han de resultar insuficientes en extremo. Pueden seguir legislando, ayudar de mil maneras, y harán bien; pero el mal seguirá y aun se podrá agravar. Estamos viendo que ya no se queda en lo que ustedes llaman “violencia de género”, sino que se va extendiendo a padres, hijos y familia.

Caminos equivocados

Desgraciadamente, los caminos que ustedes avalan con sus leyes y la educación que intentan impartir son muy diversos a los valores que proponemos.

La persona no se reconoce como res sacra [cosa sagrada], sino que, de hecho, se considera como algo manipulable, hasta en su sentido biológico. La prueba más evidente son las leyes del aborto y, en camino, de la eutanasia. Por más que se defiendan como reconocimiento de derechos y se presenten con eufemismos o significado equívoco: “salud sexual y reproductiva”, “interrupción voluntaria del embarazo”, “muerte digna”. Todo con el objetivo de lograr su aprobación social.

Las leyes del divorcio, máxime en la forma legal que rige hoy, no solo no defienden el matrimonio, sino que resulta ser un atentado al mismo. Algunos han dicho que se puede hablar de una especie de poligamia en continuidad. Las estadísticas crecientes de separaciones son la mejor prueba. Por otra parte, tampoco favorece, sino todo lo contrario, considerar matrimonio cualquier unión.

No queda aquí, porque todo esto resulta ser un ataque más o menos directo (casi siempre muy directo) a la familia. La familia se funda en el matrimonio y con él y desde él se desarrolla o deja de desarrollarse en su sentido pleno.

En el sustrato de este modo de proceder está una antropología voluntarista y manipuladora del hombre, expuesta e impuesta desde “la ideología de género”; en la que juega un papel determinante el concepto de de la sexualidad, su naturaleza y su fin.

La sexualidad

En momentos históricos del pasado, la sexualidad llegó a considerarse poco menos que la personificación del demonio; para la mentalidad moderna es el dios de la felicidad. Desde la consideración de los primeros se caía en la represión enfermiza. Desde la actual mentalidad materialista de los segundos, vamos a una falsa libertad obsesiva, destructora de la persona y de la sociedad.

La sexualidad, por supuesto, no es ni el demonio ni el dios de la felicidad. La sexualidad es la condición humana, en relación al sexo, que penetra y empapa la persona, le comunica capacidades, la determina sexualmente y marca su relación diferenciada. Complementa y enriquece mutuamente ambos sexos, los acerca a la unión amorosa y los conduce a la unión íntima de sus cuerpos como medio natural de la transmisión de la vida: ¿cómo, pues, no va a ser buena? Es un valor de primera. Pero cuanto más alto es algo, su caída es más destructora y, si se corrompe, cuanto mejor, es peor la corrupción, “corruptio optimi pessima”.

La educación sexual

La sexualidad humana, por humana, no está sujeta al instinto, sino en manos de la libertad. En consecuencia, dada su importancia y su labilidad, es incuestionable que precisa una educación. Ahora bien, precisamente por su naturaleza e importancia, requiere determinar cómo y por quien se ha de dar esta educación. No puede hacerse de cualquier manera ni por cualquiera.

Admitida, pues, la necesidad de la educación, de lo que no estoy tan seguro es que deban hacerlo unos profesores. La educación sexual es necesaria, pero no desde la pura biología y el adiestramiento con fines hedonistas con la exposición de los métodos para evitar las consecuencias no deseadas. Es necesaria, pero desde la perspectiva de su sentido humano, en el que no puede faltar ni la formación para el dominio de la pasión ni el ingrediente esencial del amor, y, por supuesto, su fin intrínseco. Lo cual no quiere decir que se niegue la satisfacción natural concomitante, sino todo lo contrario, pues será más plena, porque, además de la satisfacción corporal, llenará el corazón y el espíritu.

Es indudable que debe darse una educación sexual. Pero, debido a su naturaleza y consecuencias, nadie puede hacerlo mejor que los padres. Si estos no están preparados, estamos en un escalón anterior, el de los padres, que son los que deben educarse para que puedan educar.

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