Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Cosmos: la fuerza universal del Amor


por Albert Cortina

Opinión

El claustro del Monasterio de Sant Cugat del Vallès, cercano a la ciudad de Barcelona (Cataluña, España), construido entre 1190 y 1207, tiene una característica que lo hace excepcional: con toda probabilidad, es el único claustro románico del mundo unitario y completo. Es decir, resulta ser un conjunto singular en el que todos los capiteles historiados van relacionándose entre ellos formando un solo relato, desde el primer capitel hasta el último, sin ninguna excepción.

El pasado 13 de noviembre de 2019 tuve la ocasión de realizar una visita a dicho claustro organizada por la Fundación Joan Maragall en la que el profesor Josep Maria Jaumà nos propuso una nueva visión de conjunto que nos descubrió diversas simetrías entre los diferentes capiteles que conforman el citado monumento y que a menudo pasan desapercibidas a quienes miran tan solo capitel a capitel.

Según Jaumà, el recorrido por este magnífico claustro románico debe iniciarse por el ángulo noroeste y realizarse en dirección contraria a las agujas del reloj. En el ala oeste, los capiteles muestran una visión conflictiva del mundo que resulta ser un lugar violento dominado por el mal.

Siguiendo por el ala sur, los capiteles dedicados a la Biblia exponen que el mundo ha sido así de convulso desde el principio de la creación (Libro del Génesis), pero que debemos tener esperanza porque todo acabará bien ya que al final de los tiempos Jesucristo vencerá al mal y a la muerte y toda la Creación será transfigurada. De este modo, Cristo hace nuevas todas las cosas (Libro del Apocalipsis).

Mediante la contemplación de los capiteles del ala este del recinto nos preguntamos: ¿y qué podemos hacer ante ese mundo tan conflictivo y ante el misterio de la iniquidad? La respuesta que se nos da en esa catequesis que resulta ser en realidad el conjunto del claustro románico es clara: la paz, la justicia, la bondad y el amor que se nos ofrece a través de la verdad y la alegría del Evangelio.

Los capiteles de esa ala sur que representan tanto el nacimiento de Jesús como su resurrección nos muestran las soluciones concretas que ofrece el Evangelio a las tres raíces causantes de todos los males del mundo: la riqueza que no está puesta al servicio de los demás y sobre todo de los más desfavorecidos; la violencia y el poder descontrolado y abusivo; y finalmente, el sexo desordenado que no responde al afecto y al amor. Los capiteles de esta serie por lo tanto, muestran esas tres raíces del mal que en los tiempos medievales de la construcción del claustro los monjes querían representar en las imágenes del mundo, el demonio y la carne, en su denominación originaria.

Al finalizar el recorrido por el ala norte del claustro, los capiteles muestran la vida cotidiana de los monjes benedictinos que habitaban en ese monasterio. En las imágenes de los capiteles de esa zona del claustro, esculpidos como el resto del conjunto patrimonial por el escultor Arnau Cadell, se pretende mostrar la paz que conlleva seguir el Evangelio en libertad y con confianza en la Divina Providencia. Las escenas ahí mostradas resultan ser toda una lección de como la vida contemplativa centrada en Dios puede llevarse a cabo activamente en la vida ordinaria.

Ora et labora como locución latina que expresa la vocación y la vida monástica benedictina de alabanza a Dios junto con el trabajo manual diario. Todo un ideal benedictino válido para nuestro siglo XXI.

En los capiteles del ala norte se ve pues cómo personas, animales y seres imaginarios resultan finalmente reconciliados todos ellos en el Creador, que es un Dios de Amor.

Vemos pues, a través del relato ofrecido en el conjunto del claustro del Monasterio de Sant Cugat cómo en la comprensión del mundo desde un punto de vista cristiano, el cosmos es aquello opuesto al caos, un orden supremo de belleza y armonía que evidencia la configuración divina de este mundo y de toda la Creación. Este cosmos se entiende en constante interacción con Dios y una de las cuestiones centrales a las que el cristianismo trata de dar respuesta es al problema de la relación del Creador con su creación y también del lugar que ha de ocupar el hombre en esa relación.

Recordando el pasado 15 de noviembre la festividad de San Alberto Magno, uno de los maestros más grandes de la teología medieval del siglo XIII, reflexionamos, como él hizo, respecto a la convicción que entre fe y ciencia no existe oposición pese a algunos episodios de incomprensión que han tenido lugar en la historia. Un hombre de fe y oración –como era San Alberto– pudo cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales y avanzar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, porque para él, todo ello confluía a alimentar la sed de Dios y el amor a Él.

La Biblia, como hemos visto en el recorrido por el claustro del Monasterio de Sant Cugat, nos habla de la Creación como del primer lenguaje a través del cual Dios –que es suma inteligencia, que es Logos– nos revela algo de sí mismo.

El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos conocer al Autor de la creación. En efecto, dicho Libro nos recuerda que: “Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al Artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si, fascinados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues los creó el autor de la belleza; y si los asombró su poder y actividad, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo; pues, por la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía el que les dio el ser. Con todo, a éstos poco se les puede echar en cara, pues tal vez andan extraviados, buscando a Dios y queriéndolo encontrar; en efecto, dan vueltas a sus obras, las exploran, y su apariencia los subyuga, porque es bello lo que ven. Pero ni siquiera éstos son perdonables, porque, si lograron saber tanto que fueron capaces de averiguar el principio del cosmos, ¿cómo no encontraron antes a su Dueño” ( Sb 13,1-9).

Por otro lado el salmista, en su estilo literario propio, recita así la misma idea:

El cielo proclama la gloria de Dios,
el firmamento pregona la obra de sus manos
el día al día le pasa el mensaje,
la noche a la noche se lo susurra.

Sin que hablen, sin que pronuncien,
sin que resuene su voz,
a toda la tierra alcanza su pregón
y hasta los límites del orbe su lenguaje (Sal 18,2-3.4-5).

Con una similitud clásica en la Edad Media y en el mismo Renacimiento, podríamos afirmar que el mundo natural puede compararse con un libro escrito por Dios, que nosotros leemos según los distintos enfoques de las ciencias.

Mientras continuaba en silencio contemplando el claustro del Monasterio de Sant Cugat, una vez finalizada la visita relatada tan magistralmente por el profesor Jaumà, me vino a la mente una cita del científico Albert Einstein transcrita parcialmente de una carta que supuestamente escribió a su hija Lieserl titulada La última respuesta, y que incluí al final de mi libro Humanismo avanzado para una sociedad biotecnológica en el 2017.

Einstein escribió cerca de 12.300 cartas a lo largo de su vida, distribuidas por todo el mundo, tanto a familiares como a amigos y compañeros de trabajo. La mayoría son accesibles a los investigadores. La autoría de La última respuesta. Carta a su hija Lieserl está en entredicho, pero sea o no de Einstein es digna de ser leída por la belleza de su contenido. La carta dice así:

“Hay una fuerza extremadamente poderosa para la que hasta ahora la ciencia no ha encontrado una explicación formal. Es una fuerza que incluye y gobierna a todas las otras, y que incluso está detrás de cualquier fenómeno que opera en el universo y aún no ha sido identificada por nosotros. Esa fuerza universal es el Amor.

»Cuando los científicos buscaban una teoría unificada del universo olvidaron la más invisible y poderosa de las fuerzas.

»El amor es luz, dado que ilumina a quien lo da y lo recibe. El amor es gravedad, porque hace que unas personas se sientan atraídas por otras. El amor es potencia, porque multiplica lo mejor que tenemos, y permite que la humanidad no se extinga en su ciego egoísmo. El amor revela y desvela. Por amor se vive y se muere. El Amor es Dios, y Dios es Amor.

»Esta fuerza lo explica todo y da sentido en mayúsculas a la vida. Ésta es la variable que hemos obviado durante demasiado tiempo, tal vez porque el amor nos da miedo, ya que es la única energía del universo que el ser humano no ha aprendido a manejar a su antojo.

»Para dar visibilidad al amor, he hecho una simple sustitución en mi ecuación más célebre. Si en lugar de E= mc2 aceptamos que la energía para sanar el mundo puede obtenerse a través del amor multiplicado por la velocidad de la luz al cuadrado, llegaremos a la conclusión de que el amor es la fuerza más poderosa que existe, porque no tiene límites.

»Tras el fracaso de la humanidad en el uso y control de las otras fuerzas del universo, que se han vuelto contra nosotros, es urgente que nos alimentemos de otra clase de energía. Si queremos que nuestra especie sobreviva, si nos proponemos encontrar un sentido a la vida, si queremos salvar el mundo y cada ser sintiente que en él habita, el amor es la única y la última respuesta.

»Quizás aún no estemos preparados para fabricar una bomba de amor, un artefacto lo bastante potente para destruir todo el odio, el egoísmo y la avaricia que asolan el planeta. Sin embargo, cada individuo lleva en su interior un pequeño pero poderoso generador de amor cuya energía espera ser liberada.

»Cuando aprendamos a dar y recibir esta energía universal, comprobaremos que el amor todo lo vence, todo lo trasciende y todo lo puede, porque el amor es la quinta esencia de la vida”.

Tanto el claustro del Monasterio de Sant Cugat como este texto atribuido a Albert Einstein nos enseñan como la humanidad hermanada debe ser copartícipe de la construcción de la morada divina que es este mundo y de que somos responsables de la custodia de la Creación. Que debemos cuidar lo que el Papa Francisco denomina “la casa común de la familia humana” en su encíclica Laudato Si’.

Desde la cosmovisión cristiana, la historia es un trabajo de salvación divino-humano que, o bien busca restablecer el mundo, devolviéndolo a su estado previo a la caída, como sostenía el fundador del cosmismo ruso Nikolai Fiodorov, o bien, como defienden autores cristianos de dicha escuela cosmista como Soloviev o Berdiáev, es sujeto de una creación continua.

En este último caso, según dicho movimiento especulativo y utópico de finales del siglo XIX el acto divino de creación excedería los primeros siete días para dilatarse en un proceso en el que el mundo imbuido de una potencial maduración hacia el bien, aspira hacia el Absoluto, hacia la transfiguración en el Reino de Dios movidos por la fuerza universal del Amor de la que nos hablaba Einstein.

La historia y la evolución se entenderían de este modo como “el octavo día de la creación” en el que la humanidad está llamada a jugar un papel activo para vencer el mal con sobreabundancia de bien, es decir, fluyendo con la fuerza universal del Amor desplegada por todo el Cosmos.

Publicado originalmente en español en Frontiere.

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