DMD: Derecho a Matar Dignamente
En la cosmovisión eutanásica, nadie tiene mayor amor que el que mata a sus hermanos por compasión
por Agustín Losada
El Dr. Montes preside la organización Derecho a Morir Dignamente (DMD). En la página web de esta asociación se explica que los objetivos de la misma son “promover el derecho de toda persona a disponer con libertad de su cuerpo y de su vida, y a elegir libre y legalmente el momento y los medios para finalizarla.”
Ante tal afirmación que descubre claramente sus intenciones la asociación que preside debería ser más consecuente y llamarse a sí misma DSD (Derecho a Suicidarse Dignamente), puesto que tal es el derecho que propugnan y defienden sus miembros.
La justificación antropológica que sustenta tal defensa es la consideración de que el hombre es dueño absoluto de sí mismo, y que no debe atacar a los demás. Pero consigo mismo puede hacer lo que quiera. Dicho respeto a los demás sólo se justifica por la necesidad de cada uno de ser respetado por los otros. Porque la libertad absoluta de cada persona para hacer lo que le venga en gana sólo tiene un límite, que es la libertad de los demás.
Si yo soy dueño absoluto de algo, aunque sea único y muy valioso, puedo hacer con ello lo que quiera. Si así me apetece, y considero es lo más oportuno, puedo destruirlo. No es este lugar para explicar detalladamente el error de fondo de tal planteamiento, que conduce a la anarquía. Quedémonos, de momento, con la idea de que los defensores de este principio están de acuerdo con que uno es dueño absoluto de sí mismo, y que mientras no afecte a otros, puede hacer de su vida lo que le venga en gana. También, lógicamente, suicidarse cuando quiera acabar con ella. Porque la vida de cada uno es propiedad personal, y por tanto, uno puede hacer con lo suyo lo que quiera. Eso sí, el suicidio que sea sin dolor (y sin manchar el suelo de sangre…), porque una cosa es desear morir y otra ser masoquista.
El suicidio no está prohibido en la legislación de nuestro país, aunque sí la colaboración al mismo. La razón es que se considera, con razón, que nadie se quita la vida “naturalmente” sino que los suicidas sufren un estado de locura transitorio o un estado depresivo extremo, que es lo que les lleva a cometer un acto contrario a la naturaleza, cual es ir en contra del instinto natural de supervivencia. No hace falta ser experto para entender que esto es cierto, pues la propia experiencia nos demuestra cómo somos capaces de hacer los más grandes sacrificios por defender nuestra vida. Nadie, si se encuentra mentalmente sano, desea su propia muerte. Y cuando la desea, en realidad lo que quiere es verse libre de un dolor o una situación negativa que considera imposible de resolver de otra manera. Una vez resuelto ese problema resurge el instinto natural de auto conservación. Por eso resulta tan contrario a la naturaleza defender el “derecho al suicidio”.
Esta es la razón por la que no impedir un suicidio supone un delito de omisión del deber de socorro. Nuestro Código penal castiga en su artículo 143 la inducción al suicidio (de otra persona), así como la cooperación al mismo. Sin embargo no castiga el suicidio porque, evidentemente, el suicida, una vez muerto, ya no puede ser castigado. Por eso es verdad que el suicidio es un acto que no está penado. Lo gracioso del caso es que los defensores de la eutanasia se basan en esto para defender que tampoco debería estarlo la cooperación al mismo…
Los eutanásicos jamás hablan de la defensa del suicidio. Es una palabra tabú en su vocabulario. Siempre dicen que “todos tienen derecho a decidir cuándo y cómo quieren morir”. Se trata de un abuso del respeto debido a la autonomía del paciente. Pues si bien la voluntad cierta del paciente debe ser respetada, incluso cuando dichos deseos vayan en su contra, no se puede obligar a un profesional sanitario a colaborar en algo que es contrario al respeto debido a la vida humana. Es decir, que un enfermo puede negarse a recibir el tratamiento que le resulta vital para su curación. Pero no puede obligar al médico a colaborar con su suicidio. De hecho, el médico ante una situación así, si se trata de una decisión consciente y cierta del paciente, se exime de su cuidado y le exige al paciente que firme el correspondiente documento. Para los defensores de la eutanasia, sin embargo, “derecho a morir dignamente” significa derecho a que un médico me mate de forma indolora cuando yo quiera terminar con mi vida.
Por otra parte, la supuesta defensa del derecho a morir dignamente siempre va más allá. Porque cuando se acepta el principio contrario a la antropología de que uno tiene derecho a acabar con su propia vida, surgen muchas cuestiones paralelas difíciles de resolver. Por ejemplo, qué hacer si uno no puede manifestar su voluntad de acabar con su propia vida. ¿Quién asumirá la responsabilidad de terminar con su vida, en la asunción de que si el enfermo pudiera manifestar su voluntad él mismo lo habría solicitado? ¿Será acaso la familia? De ser así nunca quedará claro si el móvil que les empuja es la compasión o el egoísmo (por dejar de tener que estar ocupándose de una persona dependiente… o incluso por recibir la herencia…). ¿Cómo saber que verdaderamente el enfermo desea morirse? El documento de testamento vital que propugnan los de DMD no garantiza nada. A lo sumo certifica que la persona en cuestión tenía intención de que se le aplicara la eutanasia en caso de encontrarse en una situación similar. Pero nada garantiza que, viéndose de hecho en una situación que cuando firmó el documento era solo una posibilidad, siga pensando de la misma manera, ahora que ya es una realidad.
Surge entonces la figura del “médico” que se erige en supremo juez para decidir quién tiene derecho a seguir viviendo y quién no. Rotas las barreras que de forma natural nos inclinan a respetar la vida de los demás (y en particular, a cuidar de los más débiles), el médico eutanásico decide que ya es mejor para alguien dejar de vivir. Como dice el Dr. Montes, “la motivación [de los médicos eutanásicos] es altruista, de solidaridad con el doliente, de justicia, porque no tienen que estar sufriendo. Es un acto de amor.” Y así de un plumazo, da una nueva interpretación a la frase evangélica que da la medida del amor: En la cosmovisión eutanásica, nadie tiene mayor amor que el que mata a sus hermanos por compasión.
Se queja Montes de que pocas personas se acuerdan de hacer un testamento vital cuando gozan de salud. Por eso en la práctica es la familia la que decide, en la mayoría de los casos, dejar con vida al enfermo, aunque ello dependa de un respirador o una sonda que le alimente. Desde su perspectiva (“¿por qué una persona, enferma, que sabe que va a morir, debe esperar y pasar por la agonía?”) el médico debe convencer a la familia de que lo mejor para el enfermo es acabar cuanto antes con el sufrimiento. Y a mí me produce escalofríos pensar que un médico pueda tomar decisiones sobre mi vida, suplantando mi legítima autonomía, invocando para ello el propio principio de autonomía del paciente. Resulta difícil ser más cínico.
Ante tal afirmación que descubre claramente sus intenciones la asociación que preside debería ser más consecuente y llamarse a sí misma DSD (Derecho a Suicidarse Dignamente), puesto que tal es el derecho que propugnan y defienden sus miembros.
La justificación antropológica que sustenta tal defensa es la consideración de que el hombre es dueño absoluto de sí mismo, y que no debe atacar a los demás. Pero consigo mismo puede hacer lo que quiera. Dicho respeto a los demás sólo se justifica por la necesidad de cada uno de ser respetado por los otros. Porque la libertad absoluta de cada persona para hacer lo que le venga en gana sólo tiene un límite, que es la libertad de los demás.
Si yo soy dueño absoluto de algo, aunque sea único y muy valioso, puedo hacer con ello lo que quiera. Si así me apetece, y considero es lo más oportuno, puedo destruirlo. No es este lugar para explicar detalladamente el error de fondo de tal planteamiento, que conduce a la anarquía. Quedémonos, de momento, con la idea de que los defensores de este principio están de acuerdo con que uno es dueño absoluto de sí mismo, y que mientras no afecte a otros, puede hacer de su vida lo que le venga en gana. También, lógicamente, suicidarse cuando quiera acabar con ella. Porque la vida de cada uno es propiedad personal, y por tanto, uno puede hacer con lo suyo lo que quiera. Eso sí, el suicidio que sea sin dolor (y sin manchar el suelo de sangre…), porque una cosa es desear morir y otra ser masoquista.
El suicidio no está prohibido en la legislación de nuestro país, aunque sí la colaboración al mismo. La razón es que se considera, con razón, que nadie se quita la vida “naturalmente” sino que los suicidas sufren un estado de locura transitorio o un estado depresivo extremo, que es lo que les lleva a cometer un acto contrario a la naturaleza, cual es ir en contra del instinto natural de supervivencia. No hace falta ser experto para entender que esto es cierto, pues la propia experiencia nos demuestra cómo somos capaces de hacer los más grandes sacrificios por defender nuestra vida. Nadie, si se encuentra mentalmente sano, desea su propia muerte. Y cuando la desea, en realidad lo que quiere es verse libre de un dolor o una situación negativa que considera imposible de resolver de otra manera. Una vez resuelto ese problema resurge el instinto natural de auto conservación. Por eso resulta tan contrario a la naturaleza defender el “derecho al suicidio”.
Esta es la razón por la que no impedir un suicidio supone un delito de omisión del deber de socorro. Nuestro Código penal castiga en su artículo 143 la inducción al suicidio (de otra persona), así como la cooperación al mismo. Sin embargo no castiga el suicidio porque, evidentemente, el suicida, una vez muerto, ya no puede ser castigado. Por eso es verdad que el suicidio es un acto que no está penado. Lo gracioso del caso es que los defensores de la eutanasia se basan en esto para defender que tampoco debería estarlo la cooperación al mismo…
Los eutanásicos jamás hablan de la defensa del suicidio. Es una palabra tabú en su vocabulario. Siempre dicen que “todos tienen derecho a decidir cuándo y cómo quieren morir”. Se trata de un abuso del respeto debido a la autonomía del paciente. Pues si bien la voluntad cierta del paciente debe ser respetada, incluso cuando dichos deseos vayan en su contra, no se puede obligar a un profesional sanitario a colaborar en algo que es contrario al respeto debido a la vida humana. Es decir, que un enfermo puede negarse a recibir el tratamiento que le resulta vital para su curación. Pero no puede obligar al médico a colaborar con su suicidio. De hecho, el médico ante una situación así, si se trata de una decisión consciente y cierta del paciente, se exime de su cuidado y le exige al paciente que firme el correspondiente documento. Para los defensores de la eutanasia, sin embargo, “derecho a morir dignamente” significa derecho a que un médico me mate de forma indolora cuando yo quiera terminar con mi vida.
Por otra parte, la supuesta defensa del derecho a morir dignamente siempre va más allá. Porque cuando se acepta el principio contrario a la antropología de que uno tiene derecho a acabar con su propia vida, surgen muchas cuestiones paralelas difíciles de resolver. Por ejemplo, qué hacer si uno no puede manifestar su voluntad de acabar con su propia vida. ¿Quién asumirá la responsabilidad de terminar con su vida, en la asunción de que si el enfermo pudiera manifestar su voluntad él mismo lo habría solicitado? ¿Será acaso la familia? De ser así nunca quedará claro si el móvil que les empuja es la compasión o el egoísmo (por dejar de tener que estar ocupándose de una persona dependiente… o incluso por recibir la herencia…). ¿Cómo saber que verdaderamente el enfermo desea morirse? El documento de testamento vital que propugnan los de DMD no garantiza nada. A lo sumo certifica que la persona en cuestión tenía intención de que se le aplicara la eutanasia en caso de encontrarse en una situación similar. Pero nada garantiza que, viéndose de hecho en una situación que cuando firmó el documento era solo una posibilidad, siga pensando de la misma manera, ahora que ya es una realidad.
Surge entonces la figura del “médico” que se erige en supremo juez para decidir quién tiene derecho a seguir viviendo y quién no. Rotas las barreras que de forma natural nos inclinan a respetar la vida de los demás (y en particular, a cuidar de los más débiles), el médico eutanásico decide que ya es mejor para alguien dejar de vivir. Como dice el Dr. Montes, “la motivación [de los médicos eutanásicos] es altruista, de solidaridad con el doliente, de justicia, porque no tienen que estar sufriendo. Es un acto de amor.” Y así de un plumazo, da una nueva interpretación a la frase evangélica que da la medida del amor: En la cosmovisión eutanásica, nadie tiene mayor amor que el que mata a sus hermanos por compasión.
Se queja Montes de que pocas personas se acuerdan de hacer un testamento vital cuando gozan de salud. Por eso en la práctica es la familia la que decide, en la mayoría de los casos, dejar con vida al enfermo, aunque ello dependa de un respirador o una sonda que le alimente. Desde su perspectiva (“¿por qué una persona, enferma, que sabe que va a morir, debe esperar y pasar por la agonía?”) el médico debe convencer a la familia de que lo mejor para el enfermo es acabar cuanto antes con el sufrimiento. Y a mí me produce escalofríos pensar que un médico pueda tomar decisiones sobre mi vida, suplantando mi legítima autonomía, invocando para ello el propio principio de autonomía del paciente. Resulta difícil ser más cínico.
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