El veredicto ideologizado de Cebrián
Cebrián se limita a exponer lo que la sociedad está ahíta de denunciar, pero que su diario El País tiende a silenciar de manera sistemática.
Veredicto amargo el pronunciado por el académico Juan Luis Cebrián el pasado lunes en su Tribuna “Esta insoportable levedad”, haciendo público su malestar y desasosiego con el actual Ejecutivo. Para Cebrián, “el deterioro preocupante del partido en el poder amenaza con desequilibrar el futuro inmediato de las instituciones políticas”. Lejos de cualquier determinismo o desesperanza, aboga por un adelanto electoral que ponga fin a esta “insoportable levedad” en que yace la vida pública.
Eadem sed aliter: las mismas cosas, sólo que de otra manera. Cebrián se limita a exponer lo que la sociedad está ahíta de denunciar, pero que su diario El País tiende a silenciar de manera sistemática: la decadencia y muerte de una sociedad y de los ciudadanos que la conforman procede de su interna disolución. Es el “deterioro preocupante del partido en el poder” lo que nos ha hecho llegar a una situación donde lejos de cualquier preservación y mejora se asiste a la destrucción de lo existente, por ver en ello rémora del pasado, y donde ni los más jóvenes ni la generación de sus padres se encuentran representados.
Ni siquiera a San Agustín, que vivió la ruina del mundo antiguo y la implantación de una nueva Edad, le fue dado contemplar una mutación comparable a la que se vive ya en nuestra época, y de un modo especial en España. El poder económico y el alma titiritera, Cebrián y los intelectuales orgánicos más influyentes de nuestro país, la masa progresista resentida y alejada de toda excelencia, el pueblo entero sumido en la falta de entusiasmo y el distanciamiento hacia la clase política, apuntan con el dedo y arrinconan de modo inexorable a quien parece habernos sumido en esta noche oscura que viene asimilándose con una profunda crisis económica, política y social.
Pero el diagnóstico de Cebrián está realizado desde el cansancio económico (y social, en tanto económico). Todo lo demás es puro pretexto, argucia y revestimiento ideologizado y demagógico. ¿Qué le importa a este millonario progresista, al laicista de inspiración liberal-radical, la suerte o el infortunio de la generación del 78 que simpatiza con la movilización del 15-M? ¿Qué propone el látigo furibundo de la Iglesia católica para superar un malestar “que no conoce fronteras”, la ausencia de liderazgo y la pérdida de confianza en Zapatero, más allá de una recuperación meramente económica?
Ahora bien, no seamos ingenuos. La derecha española se encomendará también a un discurso de gestión eficaz, de resultados y de primacía absoluta económica con el fin de ganar las próximas elecciones generales. ¿Qué le importará a Rajoy el escenario cultural, el discurso sobre el bien y los principios, cuando existe un inequívoco complejo de inferioridad estructural que se antoja insalvable respecto de la izquierda?
El análisis de Cebrián es tan epidérmico y sectario como su línea editorial laicista. El académico cifra la crisis en el factor económico, en las relaciones de producción, sin advertir -como sentenció Ortega- que cuando la subversión moral de la masa alcanza a la economía y llega a la política es porque traspasó ya todo el cuerpo social. Cebrián elude cualquier otra metamorfosis producida en la sociedad española -revolución cultural, familiar o social-, invitando a la “recuperación del consenso y del pacto” como vías determinantes de salvación secular.
Este es el verdadero problema que nos han dejado Cebrián y el presidente del Gobierno. La sociedad no es sólo pacto y consenso, una sociedad creada desde la pura legislación, basada en los Derechos del Hombre y la mera coexistencia, donde acampan el relativismo y la corrupción, la sacralización del progreso, del Hombre y de su culto. La sociedad es comunidad, dotada de orígenes históricos y religiosos no meramente pactistas; es comunidad de deberes, al contrario que la sociedad de derechos que es producto del individualismo; es transmisión de una devoción y unos símbolos religiosos, de unas costumbres históricas que hoy se han convertido en objeto de desdén.
Durante siete años, Zapatero ha hecho un enorme daño a la cultura religiosa de nuestro país, reactivando el laicismo, algo que no sucedió en tiempos de Felipe González; manteniendo una laicidad de indiferencia y de ignorancia -si no de desprecio- hacia lo religioso-, algo que no favorecería la España laica por él promovida; obstinándose en un atávico problema ideológico progresista cuando en 2006 declaró que “en las sociedades modernas la fe pertenece a la esfera de lo privado”, y reduciendo así la vida religiosa al interior de las conciencias, abandonando toda pretensión comunitaria e histórica de que la fe informe jurídica o políticamente la vida de los ciudadanos.
Por este camino “ningún hombre consciente puede ya esperar”, como sentenció Taine. Pero existe otro camino, ajeno a la desarticulación de un sugestivo proyecto común; un camino que podemos recorrer juntos y donde no se disuelva toda herencia y tradición, donde perdure el Nombre de Dios en las generaciones sucesivas y vuelvan a ser necesarias las costumbres de los siglos de fe. Este camino es el camino de la religación, el camino del asiento religioso, vinculante, sagrado, que posibilita un nuevo sentir comunitario en la humildad y el amor, y nunca en el orgullo desmitificador de la fe. Este camino precisa un análisis mayor que el inmanente, el de gestor eficaz, donde se vean respetadas la autoridad, la obediencia y la continuidad del orden, frente a la mera exaltación de las leyes y la adoración del Hombre. Se trata de un camino apasionante y esperanzador, capaz de crear nuevos ciudadanos no ya desde el cálculo y la previsión, sino desde el esfuerzo y la entrega guiados por el amor. Claro que, para recorrerlo, se necesita una nueva mirada, la mirada del corazón, porque “lo esencial –dirá Saint-Exupéry- es invisible a los ojos”.
Eadem sed aliter: las mismas cosas, sólo que de otra manera. Cebrián se limita a exponer lo que la sociedad está ahíta de denunciar, pero que su diario El País tiende a silenciar de manera sistemática: la decadencia y muerte de una sociedad y de los ciudadanos que la conforman procede de su interna disolución. Es el “deterioro preocupante del partido en el poder” lo que nos ha hecho llegar a una situación donde lejos de cualquier preservación y mejora se asiste a la destrucción de lo existente, por ver en ello rémora del pasado, y donde ni los más jóvenes ni la generación de sus padres se encuentran representados.
Ni siquiera a San Agustín, que vivió la ruina del mundo antiguo y la implantación de una nueva Edad, le fue dado contemplar una mutación comparable a la que se vive ya en nuestra época, y de un modo especial en España. El poder económico y el alma titiritera, Cebrián y los intelectuales orgánicos más influyentes de nuestro país, la masa progresista resentida y alejada de toda excelencia, el pueblo entero sumido en la falta de entusiasmo y el distanciamiento hacia la clase política, apuntan con el dedo y arrinconan de modo inexorable a quien parece habernos sumido en esta noche oscura que viene asimilándose con una profunda crisis económica, política y social.
Pero el diagnóstico de Cebrián está realizado desde el cansancio económico (y social, en tanto económico). Todo lo demás es puro pretexto, argucia y revestimiento ideologizado y demagógico. ¿Qué le importa a este millonario progresista, al laicista de inspiración liberal-radical, la suerte o el infortunio de la generación del 78 que simpatiza con la movilización del 15-M? ¿Qué propone el látigo furibundo de la Iglesia católica para superar un malestar “que no conoce fronteras”, la ausencia de liderazgo y la pérdida de confianza en Zapatero, más allá de una recuperación meramente económica?
Ahora bien, no seamos ingenuos. La derecha española se encomendará también a un discurso de gestión eficaz, de resultados y de primacía absoluta económica con el fin de ganar las próximas elecciones generales. ¿Qué le importará a Rajoy el escenario cultural, el discurso sobre el bien y los principios, cuando existe un inequívoco complejo de inferioridad estructural que se antoja insalvable respecto de la izquierda?
El análisis de Cebrián es tan epidérmico y sectario como su línea editorial laicista. El académico cifra la crisis en el factor económico, en las relaciones de producción, sin advertir -como sentenció Ortega- que cuando la subversión moral de la masa alcanza a la economía y llega a la política es porque traspasó ya todo el cuerpo social. Cebrián elude cualquier otra metamorfosis producida en la sociedad española -revolución cultural, familiar o social-, invitando a la “recuperación del consenso y del pacto” como vías determinantes de salvación secular.
Este es el verdadero problema que nos han dejado Cebrián y el presidente del Gobierno. La sociedad no es sólo pacto y consenso, una sociedad creada desde la pura legislación, basada en los Derechos del Hombre y la mera coexistencia, donde acampan el relativismo y la corrupción, la sacralización del progreso, del Hombre y de su culto. La sociedad es comunidad, dotada de orígenes históricos y religiosos no meramente pactistas; es comunidad de deberes, al contrario que la sociedad de derechos que es producto del individualismo; es transmisión de una devoción y unos símbolos religiosos, de unas costumbres históricas que hoy se han convertido en objeto de desdén.
Durante siete años, Zapatero ha hecho un enorme daño a la cultura religiosa de nuestro país, reactivando el laicismo, algo que no sucedió en tiempos de Felipe González; manteniendo una laicidad de indiferencia y de ignorancia -si no de desprecio- hacia lo religioso-, algo que no favorecería la España laica por él promovida; obstinándose en un atávico problema ideológico progresista cuando en 2006 declaró que “en las sociedades modernas la fe pertenece a la esfera de lo privado”, y reduciendo así la vida religiosa al interior de las conciencias, abandonando toda pretensión comunitaria e histórica de que la fe informe jurídica o políticamente la vida de los ciudadanos.
Por este camino “ningún hombre consciente puede ya esperar”, como sentenció Taine. Pero existe otro camino, ajeno a la desarticulación de un sugestivo proyecto común; un camino que podemos recorrer juntos y donde no se disuelva toda herencia y tradición, donde perdure el Nombre de Dios en las generaciones sucesivas y vuelvan a ser necesarias las costumbres de los siglos de fe. Este camino es el camino de la religación, el camino del asiento religioso, vinculante, sagrado, que posibilita un nuevo sentir comunitario en la humildad y el amor, y nunca en el orgullo desmitificador de la fe. Este camino precisa un análisis mayor que el inmanente, el de gestor eficaz, donde se vean respetadas la autoridad, la obediencia y la continuidad del orden, frente a la mera exaltación de las leyes y la adoración del Hombre. Se trata de un camino apasionante y esperanzador, capaz de crear nuevos ciudadanos no ya desde el cálculo y la previsión, sino desde el esfuerzo y la entrega guiados por el amor. Claro que, para recorrerlo, se necesita una nueva mirada, la mirada del corazón, porque “lo esencial –dirá Saint-Exupéry- es invisible a los ojos”.
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