Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Bono y el divorcio


Hacer apología del divorcio desde el Estado manifiesta un estilo de Gobierno totalitario, donde el campo del honor, la fidelidad y el amor, o el propio martirio, se antojan cosas bastante absurdas.

por Roberto Esteban Duque

Opinión

Muy a pesar suyo -o no-, el presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, está muy lejos del cristianismo y de la Iglesia católica. Sus recientes declaraciones durante la procesión del Corpus Christi en Toledo, solicitando “vivir en una sociedad permisiva” y afirmando con entonación jocosa -como es habitual en él- que el que crea que el divorcio tiene relevancia moral alguna “no está en estos tiempos”, lo convierten en un católico separado de la Iglesia. Hacer apología del divorcio desde el Estado manifiesta un estilo de Gobierno totalitario, donde el campo del honor, la fidelidad y el amor, o el propio martirio, se antojan cosas bastante absurdas.
 
Bono intenta nivelar el hiato profundo que existe entre las convicciones de los hombres acerca de lo que debe ser una vida justa y buena con lo que de hecho la sociedad y él mismo practica, adaptando cualquier convicción al comportamiento estadístico real, a lo que “forma parte del paisaje”. ¿Cómo podría avergonzarse y no enaltecer Bono una ley que hace posible el divorcio en un tiempo mínimo después de contraer matrimonio, que no cultiva los fundamentos morales ni alienta las convicciones educativas desde las que la vida adquiere excelencia, si él mismo ha contribuido con su ejemplo a esa perversión moral?
 
 Que sean aceptadas en una determinada época ciertas prácticas no significa que sean buenas ni beneficiosas para el hombre. Exhortar, como hace Bono, a la adaptación del espíritu de los tiempos no deja de ser algo avieso, convirtiéndose así el poder del Estado en un peligro para el matrimonio y la familia. Se cree Bono que él es el hombre normal, siendo el raro el hombre o la mujer casados, viviendo libremente en el amor y la fidelidad. Si el Estado estimula al divorcio con leyes frívolas y dañinas, con palabras y comportamientos provocadores, el camino no admite ya ninguna pendiente, y la pregunta que cualquier ciudadano debe hacerse es la siguiente: ¿cómo podemos organizar el Estado de modo que ni siquiera los malos gobernantes puedan causar unos males excesivamente graves en la sociedad?
 
Ni el hombre se puede separar de Dios, ni la política de la moral. Los políticos y legisladores deberían saber que proponiendo o defendiendo leyes inicuas como las que destruyen la familia, o como el divorcio o el aborto, tienen una grave responsabilidad y existe la obligación de poner remedio al mal hecho si quieren volver a la comunión con el Señor. Destruir las formas de vida tradicionales sólo es fruto del relativismo, que ha roto las comunidades de tradición y memoria. Se precisa cada día más una cultura postmaterialista, que devuelva la confianza perdida en la vida política, una regeneración de la vida pública que respete un orden moral natural.
 
 Cuando Mahoma hace su compromiso polígamo, estaba condicionado por una sociedad polígama. Tener cuatro esposas se conformaba a las circunstancias, pero nadie podría pensar que era algo enraizado en la naturaleza. La concepción de la unión conyugal de Mahoma se ajustaba a la sociedad de Arabia en el siglo VI. Sin embargo, Cristo, en su concepción del matrimonio, no se ajusta al contexto vital de Palestina en el siglo I. Su concepción del matrimonio se centra en el aspecto sacramental. Los judíos, romanos y griegos no creían la idea mística de que el hombre y la mujer se habían convertido en una sustancia sacramental. Por tanto, no se podrá afirmar que las palabras de Jesús de Nazaret se ajustasen a la época y no sean adecuadas para la época actual. Si el Imperio Romano se había convertido en el orbis terrarum, Cristo no hizo depender su doctrina moral de la existencia del Imperio Romano, ni sus palabras de las circunstancias de su tiempo: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Lc 21,33). Cristo creyó en el sacramento del matrimonio a su manera, que es la manera de Dios Padre, y no a la manera contemporánea. No tomó sus argumentos contra el divorcio de la ley mosaica o de las costumbres de la gente de Palestina.
 
 Cualquier persona que intervenga en política debe ser prudente, consciente de la tremenda responsabilidad intelectual que le incumbe y, sobre todo, de los daños que pueda acarrear. Debe pensar que no sabe nada y que su obligación es aprender, y no creer o fingir que se sabe cuando todo se ignora. Debe también ser capaz de criticarse a sí mismo (porque existe el pecado, y el bien y la verdad), y de mejorar las doctrinas del Estado y de la sociedad.
 
Dicho esto, Bono, que no siente ningún respeto hacia la fidelidad matrimonial ni hacia las leyes de la Iglesia católica, festejando la desaparición de los vínculos y deberes para hacer uso de las libertades y derechos, se celebra a sí mismo como un personaje snobista, que desea vivir en la jungla del “todo vale”, sin dogmas ni jerarquías, sin reglas para el espíritu, bajo pretextos de modernidad y progresismo.
 
No escuchen los “indignados” a Bono “por inteligencia”, como él desea, escúchenlo más bien como quien amenaza la tradición y el fervor, el arraigo y la continuidad, como quien contribuye a la agonía de los vínculos y las promesas irrevocables, haciendo vigente el juicio de Françoise Chauvin: “los hombres han deseado cambiar; pero en otro tiempo deseaban ese cambio para acercarse a lo que no cambia, al paso que hoy quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia”.
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