Muerte digna
Entre las ayudas terapéuticas estarán, claro está, las que estén encaminadas a mitigar el dolor del agonizante. Porque estar a favor de la vida no significa que seamos masoquistas.
por Agustín Losada
Parece ser que el gobierno se empeña en lanzar en marzo una ley para regular los cuidados paliativos y la muerte digna. Ya sabemos por dónde va y qué objetivos persigue. No debería extrañarnos nada de un gobierno que considera que el aborto es un derecho, y que promueve la investigación con embriones humanos como demostración de su nivel de “progresismo”. En todos los ámbitos donde se defiende la eutanasia se justifica tal postura argumentando que cuando se trata de imponer la eutanasia, en realidad lo que se defiende es “el derecho a una muerte digna”. Hasta la misma asociación que promueve la eutanasia se denomina a sí misma “Derecho a Morir Dignamente”. Pero, ¿qué quieren decir cuando hablan de “muerte digna”? Muchos afirman que muerte digna significa “muerte sin dolor”. Lo cual es una obviedad, porque salvo los masoquistas, nadie quiere morir sufriendo. En realidad nadie quiere sufrir. Ni durante la vida ni en el trance de la muerte. Por tanto, si no existen partidarios de la muerte con dolor no alcanzo a comprender el sentido de una ley de la muerte sin dolor. A no ser que se piense que sin esta ley, hoy en España se deja sufrir a la gente en el momento de su agonía.
La muerte en sí misma, según algunos, es indigna. Porque despoja al hombre de lo que le da razón de ser de su propia dignidad, que es precisamente el hecho mismo de estar vivo. Desde esta perspectiva, la muerte, al destruir la vida, ataca a la propia esencia de la dignidad humana, y es por tanto, intrínsecamente indigna. Aceptando como válidos alguno de los principios de tal planteamiento, en el sentido de que el hombre no está hecho para la muerte, sino para la vida (porque todos tenemos un ansia de eternidad), creo que la muerte es parte integral de la dignidad humana. La muerte nos dignifica en cierta manera, pues es un elemento imprescindible para poder desarrollarnos plenamente. Si bien es verdad que todos los hombres tenemos deseo de eternidad, también es cierto que una vida excesivamente larga termina agotando a la persona, que espera la llegada de la muerte como una liberación precisamente para satisfacer sus deseos de plenitud.
Pero volviendo a la idea de muerte digna, señalaré que básicamente hay dos tipos de concepciones al respecto: Unos que piensan que llegados los problemas graves de la vida lo que se ha de hacer es ayudar la persona a enfrentarse a ellos. Y otros que piensan que en esos casos lo que se debe hacer es acabar con la vida. Los defensores de la eutanasia son partidarios de esto último. Para ellos, el valor principal del hombre es la libertad. Y si en uso de la misma el sujeto opta por su propia muerte como salida a sus problemas, debe respetarse su libertad. Desde esta perspectiva, no habría que oponerse al suicidio. Y en el caso de que alguno no pudiera físicamente suicidarse, sería obligación de la sociedad ayudarle a cumplir su voluntad. Lo ha dicho el propio doctor (?) Montes, en una conferencia celebrada el pasado 14 de enero en Santiago con el sugerente título de Muerte digna y disponibilidad de la propia vida. Dijo el Dr. Montes: “La disponibilidad de la propia vida indica que yo dispongo, en una situación concreta, ante una enfermedad que conlleva sufrimientos insoportables, a decidir que ya no quiero vivir así.” Está claro que para estas personas, la voluntad de morir de uno debe ser respetada, pues los hombres tenemos derecho a decidir respecto a cómo y cuándo morirnos. En el fondo de esta concepción subyace una visión utilitarista de la vida humana. Cuando se dice de alguien que “su vida no vale la pena” no se está sino subrayando la idea de que si faltan determinadas condiciones para vivir (lo que llamamos “calidad de vida”) la persona pierde su dignidad, y por tanto acabar con su vida no solo es justificable, sino positivo para la sociedad.
Yo, no hace falta que lo diga, no comparto esta visión. Me parece que el hombre tiene una muerte digna cuando es ayudado a morir con dignidad, evitándole los sufrimientos innecesarios, aunque ello acerque de forma no pretendida el momento de la muerte. Una muerte digna implica que a una persona en el trance de su muerte se le deben facilitar todas las ayudas terapéuticas, psicológicas, familiares e incluso espirituales para que pueda afrontar besa etapa crítica de su vida con pleno respeto a su dignidad humana. Entre las ayudas terapéuticas están, por supuesto, las que estén encaminadas a mitigar el dolor del agonizante. Porque estar a favor de la vida no significa que seamos masoquistas. Por tanto, un no rotundo al encarnizamiento terapéutico. Pero también un no igualmente rotundo a la sedación terminal realizada con el propósito de acabar con una vida. Tal práctica debería llamarse en algunos casos “suicidio asistido” y en otros simplemente “homicidio”. Al ser humano hay que dejarle morir cuando le toca. Ni antes ni después.
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