Pedir perdón por la culpa ajena
por En cuerpo y alma
Mal han sentado, una vez más, a los españoles –quiero decir, a esa parte de los españoles que se sienten tal, cada vez menos, por desgracia-, las palabras de Francisco en el discurso de bien llegada que ha realizado en Méjico, con motivo de su visita pastoral al país, coincidente, por demás, con el bicentenario de la proclamación de la independencia respecto de la Corona Española del Virreinato de Nueva España. Cinco millones de kilómetros cuadrados, por cierto, cuando España se lo lega a Méjico; un millón novecientos mil kilómetros cuadrados al día de hoy, por mor de la mala administración del territorio heredado que realizan los propios mejicanos, incapaces de estar a la altura en su defensa.
Se ha producido en los medios una general coincidencia en el titular “El Papa ‘pide perdón por los pecados’ de la conquista española”, en la mayoría de los casos con entrecomillado en las palabras “pide perdón por los pecados”, y no entrecomillado del resto del titular.
Lo que ya nos está dando una pista: son literales las palabras “pedir perdón por los pecados” (para ser exactos “hemos pedido perdón por los pecados”), y no lo son, en cambio, las palabras “por la conquista española”. Porque lo que Francisco, en realidad, ha dicho es “por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”, lo que, desde luego, no implica una imputación tan directa y expresa a España como si hubiera dicho, según indican los medios, “por la conquista española”.
Más allá del cariño que Francisco profese a España, sobre el que ya tuvimos ocasión de expresarnos, o de la versión histórica que anide en el pensamiento del Papa argentino respecto de la obra colonizadora y evangelizadora hispana en el Nuevo Mundo (pinche aquí si le interesa el tema), el tema hoy, para decir verdad, se me antoja otro muy diferente: no se trata de juzgar la obra histórica de España, -algo que nunca debió salir del estricto ámbito académico de las personas que se han formado adecuadamente para poder acometerlo, y menos aún, implicar a ese colectivo de personas cada vez menos formadas, y más ignorantes e incompetentes que son los políticos-; se trata, más bien, de ese comportamiento recurrente ya, cada vez más cansino, aburrido y tedioso, consistente en llegar a los sitios a los que uno es invitado pidiendo perdón. ¡Eso no ocurre en la vida real! Yo, cualquiera de nosotros, tenemos muchos amigos cuyos padres o abuelos se enfrentaron a los nuestros –qué decir en una nación como la nuestra, donde hace 85 años medio país andaba a trompadas con el otro medio-… ¡¡¡y cuando llegamos a sus casas no pedimos perdón, ni nos lo piden ellos a nosotros!!!
Una de las grandes aportaciones del cristianismo al mundo de la ética, me atrevo a decir, la mayor de todas, la que ha posibilitado después tantos otros logros, incluso el del estado de derecho, el reconocimiento de las libertades individuales -recalco, individuales- y hasta la mismísima democracia, es el que cabe definir como “la responsabilidad estrictamente personal de los actos”. Tal vez debamos atribuir semejante aportación de un calado inconmensurable, inimaginable, al gigantesco Pablo, cuando en su Epístola a los Romanos expresa:
“Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, quien dará a cada cual según sus obras” (Ro 2, 5-6).
“¡Quien dará a cada cual según sus obras!”
Tal vez se nos haga extraño aceptarlo hoy, pero durante muchos siglos, el castigo por el delito o el pecado de una persona arrastraba a toda su familia, cuando no a toda la población en la que residía, sometida a lo que era tan frecuente que hasta nombre tiene: “el anatema”, o la destrucción total, incluso por el fuego, algo de lo que son innumerables los ejemplos que nos da la Historia. Llegar a la concepción de que sólo uno es responsable de sus actos y nada más, ha costado al ser humano siglos y siglos de evolución, de pensamiento, de sufrimiento diría incluso, siglos y siglos de debate y de adaptación a una convivencia más sana, más pacífica y más enriquecedora.
Urge que políticos y dirigentes (también los de la Iglesia) salgan de una vez de un discurso tan vano, tan estéril, tan improductivo, como el de las peticiones de perdón en nombre de personas distintas de uno mismo. Nadie, ni aún el Papa, está obligado a pedir perdón por la culpa ajena. ¡Es más! ¡No tiene derecho a hacerlo! El perdón sólo es auténtico, sincero, fértil, cuando lo pide la persona que ha cometido el pecado, y se lo pide a aquélla a la que ha ofendido o dañado... y nada más.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es el mayor acto de humildad que un ser humano puede acometer, más aún si va acompañado de la reparación en lo posible. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es un acto de soberbia, que implica ponerse por encima del bien y del mal, juzgando a la persona por cuya hipotética culpa pide perdón.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es fundado, porque sólo él conoce, si se sincera auténticamente consigo mismo, todas las circunstancias y consideraciones que le llevaron a actuar mal. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es infundado, porque no conoce todas las circunstancias que concurrieron para que aquél en cuyo nombre pide perdón, realizara la acción por la que lo pide él en su nombre.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es sumamente fructífero, y debería allanar el camino a la auténtica reconciliación. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es contraproducente, y por lo general, sólo consigue aumentar el odio entre la persona en cuyo nombre pidió perdón y aquélla a quien se lo ha pedido.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él es justo, porque quien pide perdón decide él mismo hacer ese acto de “abajamiento” que implica pedir perdón. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra es inicuo, y sólo consigue dejar a la persona en cuyo nombre pide perdón, que se siente perjudicada, en inferioridad de condiciones respecto a aquélla a quien pide perdón, que se siente avalada.
El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido él suele ser espontáneo, nacido en lo más profundo de su corazón. El perdón que pide una persona por el pecado que ha cometido otra suele ser inducido, para obtener alguna ventaja o ganarse el favor de la persona a la que pide perdón.
Y si a todo ello le añadimos pedir perdón con criterios de hoy a hechos cometidos hace siglos y más siglos... discúlpenme, pero al cinturón de bombas sólo le falta tirar de la anilla.
¡No! ¡Basta ya de pedir perdón! Los dirigentes mundiales, papa incluído, no están para construir ni para deconstruir el pasado, que es, por su propia naturaleza, inconstruíble, indeformable, intransformable. Los dirigentes mundiales, papa incluido, están para construir presente, sin perder de vista nunca el futuro.
Argumentos como éste y otros parecidos encontrará Vd. en mi último libro "Historia desconocida del Descubrimiento de América. En busca de la Nueva Ruta de la Seda". Que haga Vd. mucho bien y que no reciba menos.
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
©L.A.
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