Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Ellacuría y sus compañeros: Condecorados sí, pero mártires no

por Alberto Royo Mejia

Con ocasión de los veinte años del bárbaro asesinato de los seis Jesuítas que se hallaban presentes en la comunidad de la Compañía en la UCA el 16 de noviembre de 1989, junto a una mujer y su hija que tuvieron la mala suerte de ser testigos presenciales, en muchos sectores de la comunidad internacional se ha homenajeado a las víctimas: La última noticia que tenemos de homenajes ha sido proveniente de los Obispos norteamericanos y del gobierno de aquel país, y días antes habían sido condecorados también por el gobierno salvadoreño, en lo que se podría considerar como un acto de reparación por los errores del pasado.

En la noche del miércoles 15 de noviembre al jueves 16 de noviembre de 1989, como a la una de la madrugada, un grupo de unos 30 hombres vestidos con los uniformes del Batallón Atlacatl de la Fuerza Armada del Salvador, entraron en el campus universitario de la Universidad Centroamericana (UCA). Con el toque de queda y la supervigilancia que había en la zona sólo ellos podían haber entrado allí. Fueron varios los testigos de oído y varios los que desde casas vecinas pudieron ver, con la complicidad silenciosa de la luna. Caminaban con total impunidad, seguros de que nadie iba a molestar su "trabajo", la muerte que anunciaron de distintas formas a lo largo de ese día malo.

Al entrar, lo hicieron por el Centro Pastoral Monseñor Romero, contiguo a la casa de los padres Jesuítas. Con un tiro certero atravesaron, por el corazón, una fotografía de Monseñor Romero. Todos los sacerdotes se levantaron. El día anterior, uno de los sacerdotes había ido a dormir a otra comunidad. Desde hacía días no estaba allí tampoco Jon Sobrino, que había ido a la lejana Tailandia. De los ocho que componían la comunidad, estaban seis: El teólogo de la liberación Ignacio Ellacuría (del cual tengo que reconocer que nunca he leído nada ni me han entrado ganas de hacerlo) y otros cinco, alguno de avanzada edad

Estaban a medio vestir cuando llegaron a matarlos. Forzaron la puerta de entrada a la zona de los cuartos, en el piso de arriba. No conocemos qué palabras serían las últimas. Tampoco los últimos pensamientos, los sentimientos finales. Los sacaron a un pequeño patio. Allí los obligaron a tumbarse boca abajo en la tierra. Así los miró el mundo, en fotografías que recorrieron los periódicos y las revistas y en las que se disimula el horror de sus rostros desfigurados por las balas. Les dispararon a la cabeza con balas explosivas.

A dos de los Jesuítas asesinados los arrastraron hacia adentro de la casa, dejando un reguero de sangre. No sabemos en qué momento doña Elba y Celina, su hija de 15 años, que ayudaban en la casa, lloraron o gritaron. Tenían que matarlas, no podían quedar testigos. Murieron abrazadas, cosidas a balazos, mientras los aviones y los helicópteros ametrallaban los barrios donde viven los pobres como ellas.

Después de la media hora que parece haber durado la masacre, los asesinos estuvieron por más de tres horas dentro del recinto universitario. Los archivos y oficinas de "Carta a las Iglesias", una publicación testimonial nacida hace ocho años para llevar a otras Iglesias la voz de la Iglesia salvadoreña, quedaron arrasadas. En otras oficinas y con armas especiales fueron quemando selectivamente máquinas de escribir, computadoras, aparatos de sonido, grabadoras, aparatos de video... La sustancia química que arrojaban estas armas derritió literalmente los aparatos.

En la casa de los asesinados registraron los cuartos, los revolvieron, robaron radios, papeles, algún dinero, robaron los recuerdos de Monseñor Romero que se conservaban en el Centro Pastoral y después dispararon ráfagas de balas sobre todas las paredes de la casa y varios de los coches de la universidad.

Pocos minutos después de las 6 de la mañana el esposo de doña Elba fue a la casa de los padres a iniciar un nuevo e incierto día y encontró los cadáveres. Corrió a avisar al padre provincial José María Tojeira, que dispuso que nadie tocara nada para facilitar la investigación. Entre los primeros en visitar el lugar estuvieron el arzobispo Monseñor Rivera y Damas y su auxiliar Monseñor Rosa Chávez. Monseñor Rosa fue claro: "Los han matado los mismos que mataron a Monseñor Romero".

Veinte años después de estos hechos se ha rendido justo homenaje a los asesinados y han sido condecorados. Sin duda es un deber histórico reparar por la muerte injusta de estos sacerdotes y de las dos mujeres que de rebote murieron en las mismas circunstancias, así como se debería reparar por tantas víctimas inocentes de la guerra civil en el Salvador. Pero lo que no se puede es confundir una vícitma con un mártir. Hoy como entonces, muchas voces hablan de mártires al hablar de estos Jesuítas pero creo sinceramente que no hay base para considerarlos tales, por lo menos desde el punto de vista cristiano de la palabra mártir.

Que murieron injustamente, no cabe duda. Aunque fueran elementos desestabilizadores del rágimen reinante, no tiene justificación alguna un asesinato de este tipo (ni de ningún tipo), pues la justicia debe usar otros medios. Pero el hecho que muriesen así no les convierte en mártires. Fundamentalmente por el motivo de su muerte: Nadie puede demostrar que murieran porque los asesinos odiaran la fe cristiana y ese fuera el mtivo del crimen. Más bien todo apunta a cuestiones políticas, que tampoco justifican ningún asesinato, pero que no crean mártires.

En el caso de la guerra civil española, se cuida mucho de distinguir los que murieron por motivos políticos y los que murieron por motivos religiosos, que serían los mártires. En el caso de este grupo de Jesuitas de El Salvador, el intentar defender que murieron por motivos religiosos es toda una complicación: Al ser sacerdotes y religiosos, se supone que luchaban por la justicia por motivos no meramente humanos sino más bien sobrenaturales, pero que murieran por su fe... La mezcla con la política, tan enmarañada en El Salvador de aquella época, es demasiado fuerte, que no resistiría un estudio serio según las categorías de la Iglesia para declarar a alguien mártir en sentido estricto de la palabra. Por tanto, sin duda dignos de homenajes y condecoraciones, pero mártires... más bien no.

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