Sobre el Cardenal Newman se ha escrito mucho, especialmente con ocasión de su beatificación, y mucho más se deberá escribir todavía pues es la riqueza de su pensamiento y de su testimonio cristiano no se agotan en unos cuantos libros. Sus escritos todavía tienen que seguir inspirando a teólogos y pensadores y sus virtudes iluminando a los oratorianos, a todo tipo de sacerdotes y, en general, a todos los cristianos. Por cierto, quién sabe si tendremos ocasión de volver a hablar de él antes de lo que parece si se confirma la noticia de un posible milagro ocurrido recientemente en México por intercesión suya y que le podría llevar a la canonización. Entre los temas de su biografía que más se han tratado está el de su conversión, propuesta como ejemplo de camino intelectual de descubrimiento de la Iglesia Católica como la verdadera fundada por Jesucristo, a través del estudio de los Padres de la Iglesia y de las primitivas fuentes cristianas. Fue así, sin duda, un camino progresivo, vivido con dificultad, muy valiente y meritorio, sin duda ejemplar para intelectuales de buena voluntad que quiera buscar la verdad sin prejuicios, lo cual no siempre es fácil. A dicho camino intelectual contribuyeron otros factores, como los ataques que recibía por todas partes y su desilusión ante ciertas decisiones de los obispos anglicanos de aquel momento. Este fue el caso de la erección de un obispado para protestantes en Jerusalén, en cuya decisión había muchos intereses político-religiosos y el parlamento inglés había jugado por supuesto un papel determinante. Todo esto hizo rebajarse hasta el mínimo la fe de Newman en la iglesia anglicana. Walter Nigg describe lo que le ocurría: “Al solícito anglicano le pasaba lo peor que lo puede pasar a un hombre: él había perdido la fe en la idea que antes amó con pasión, y con ello se venía abajo el edificio mental de su mundo. Todo terminó con un ruidoso fracaso, el cual creó el preludio de una tragedia”. Y contribuyó mucho otro factor que no siempre ha sido destacado por sus biógrafos, a veces solamente mencionado, si bien creo que fue de grandísima importancia: Su contacto con un humilde fraile italiano, Domenico Barberi (17921849), pasionista, cuyo ejemplo y amor a la cruz cautivaron al clérigo de Oxford, y sobre el cual dijo Pablo VI dijo el día de su beatificación: “Si no hubiese sido por Domingo Barberi, John Henry Newman no hubiera sido recibido en la iglesia católica”. Domenico, apellidado en religión “de la Madre de Dios”, había nacido en 1792, cerca de Viterbo, y a la edad de 22 años cuando, por frecuentes llamadas interiores, comprendió que Dios lo invitaba al apostolado. Dejando entonces el cultivo de los campos, ingresó en la Congregación pasionista, donde reveló extraordinarias cualidades de mente y corazón. Ordenado sacerdote, se entregó a la enseñanza, al ministerio de la palabra, a la dirección de las almas y a la composición de numerosos escritos sobre materias de filosofía, teología y predicación. Imbuido del espíritu de san Pablo de la Cruz, que tanto había soñado con la conversión de Inglaterra, y gracias a haber tratado a algunos conversos del anglicanismo, como Sir Henry Trelawney o el religioso pasionista Ignacio de San Pablo, fue madurando en su corazón la idea de ir a evangelizar a Inglaterra. En 1839, a petición suya, el capítulo general de los pasionistas discutieron la posibilidad de abrir una casa en Inglaterra, pero se consideró que no había llegado el tiempo oportuno y se decidió abrir una en Bélgica, a la que fue enviado el Padre Domenico como fundador y superior. El cual tuvo que sufrir no poco por la pobreza de la comunidad y por su dificultad para aprender el francés, del cual parece que aprendió pocas palabras. La providencia divina hizo que el obispo Wisemann, jefe de la misión católica en Inglaterra le invitase a abrir una comunidad en aquel pais. Allí viajó nuestro pasionista en 1841, para concluir, después de diversas vicisitudes, abriendo una comunidad pasionista en 1842. Y en seguida se empezaron a extender entre los católicos noticias de este humilde fraile, que había sido recibido de modo terrible, no sólo por ser sacerdote católico, sino porque su hábito pasionista hacía rechinar los dientes de los anglicanos. Tuvo que sufrir incontables vejaciones, burlas e insultos. En cierta ocasión, en el centro de Londres unos jóvenes le lanzaron unas piedras, que por supuesto le dieron de lleno. El religioso recogió las piedras y las besó con cariño, lo cual llevó a que dos de los que se las habían tirado se acercaran a él y poco después se hicieran católicos. En otra ocasión, un pastor anglicano le siguió por la calle gritándole palabras contra la transubstanciación, mientras él callaba. Cuando ya se juntó tanta gente que no pudo seguir callando, el religioso se volvió y serenamente dijo: “Cristo dijo ‘esto es mi cuerpo’, tu afirmas que no es su cuerpo, ¿A quién debo creer? Prefiero creer a Cristo”. En más de una ocasión los ataques estuvieron a punto de acabar con la vida del Padre Domenico. Y, sin embargo, a su alrededor aumentaban las conversiones y las vocaciones al sacerdocio. A él debemos, en 1844, la primera procesión del Santísimo Sacramento que se celebró en las islas británicas desde la reforma, lo cual atrajo a miles de personas. Su fama crecía y llegó hasta Newman, que residía en Littlemore. Llegaron noticias y una famosa carta del Padre Domenico en que rechazaba razonadamente los 39 puntos basilares del anglicanismo. Esto provocó una correspondencia entre los dos santos, que llegó, en 1844 a un conocimiento personal. Newman, que había manifestado querer ver la santidad de la Iglesia católica para convertirse, una vez convencido de su veracidad, encontró lo que buscaba. La impresión que tuvo Newman de aquel religioso la explicó él mismo: “El Padre Domenico era un misionero maravilloso y un predicador lleno de celo. En su misma mirada había algo de santo. Cuando le vi, me sentí movido en lo más profundo de un modo extrañísimo. La alegría de sus maneras envueltas en santidad eran por sí mismas una predicación, por lo que no es de extrañar que me convirtiese en su converso y su penitente.” Las palabras del futuro cardenal se refieren al segundo encuentro que tuvieron los dos personajes, el 9 de octubre de 1845, una noche lluviosa en la que llegó Barberi a Littlemore invitado por Newman. No podía imaginar el religioso que al llegar –empapado y descalzo- iba a recibir la petición por parte del anglicano de ser escuchado en confesión y ser admitido en la Iglesia Católica. Al día siguiente, al no haber altar, encima del escritorio de Newman el religioso celebró la Misa y el recien convertido recibió por primera vez a Cristo en la Eucaristía. Después escribió el fraile: “Fue todo un espectáculo ver a Newman a mis pies. Todo lo que he sufrido desde que dejé de Italia ha sido bien compensado por este acontecimiento. Espero que esta conversión tenga grandes efectos”. El deseo del Padre Domenico se cumplió con creces y ambos en el cielo deben gozar al ver el mucho bien que los sufrimientos de uno y de otro han producido a la Iglesia.