Hacia la desaparición de los partidos políticos
por Alejandro Campoy
La completa descomposición y corrupción de los partidos políticos, no sólo en lo relativo a cuestiones económicas, sino sobre todo en lo tocante a estas entidades como cauce de la participación del ciudadano en la vida pública y vehículo de la representatividad de la soberanía nacional del pueblo a través del poder legislativo, es un fenómeno visiblemente notorio no sólo en España, sino en todos los países del llamado Occidente.
El recurrente llamamiento a resolver esta situación mediante partidos políticos de nueva creación no hace sino perpetuar el problema. No se puede resolver un problema estructural aplicando nuevas dosis del mismo problema. La única opción realmente regeneradora y revitalizadora del tejido social sería entonces la supresión de los partidos políticos como tales, al menos en su estructura y funcionamiento actuales. Sin embargo, el simple enunciado de esta posibilidad nos aboca a un vacío institucional que se presenta muy difícil de cubrir.
Es necesario entonces iniciar una reflexión en principio utópica, acerca del contenido real de la alternativa que pudiera llenar ese vacío institucional que provocaría la simple desaparición de los partidos políticos como agentes sociales de representación parlamentaria. Sin duda, tales posibilidades teóricas son imposibles sin un gran clamor ciudadano que las sustenten, y sin embargo la sociedad española está a punto de estallar en un grito unánime contra los actuales partidos.
El primer supuesto que debe mantenerse es el de la validez del principio de representación política. De ser cuestionado, no quedaría sino un retorno a épocas tiránicas, totalitarias o absolutistas. Es, por tanto, el principio de la soberanía nacional el que no puede ser puesto en cuestión de ningún modo, y mucho menos sustituyéndolo por antiguos principios teocráticos. El problema es, ni más ni menos, de qué forma se puede concretar ese principio de soberanía nacional en la formación de una voluntad popular que dé lugar a un parlamento realmente representativo.
Y la vía que conviene explorar vuelve a ser la de la representación política a través de personas concretas. Y “vuelve a ser” porque inicialmente la democracia parlamentaria no se organizó en torno a grandes formaciones partidistas, que surgieron con posterioridad en la historia del siglo XIX, sino en torno a ciudadanos aislados que se presentaban ante la ciudadanía para ser elegidos como representantes de la misma.
Procedamos, entonces, paso a paso y sin obviar nada de lo que a primera vista puedan parecer perogrulladas; es necesario incidir en aquellas cosas que ya se dan por supuestas por su extrema simpleza y evidencia, pues es precisamente en estas obviedades donde pueden encontrarse las claves que permitan articular una alternativa al actual sistema de partidos políticos.
De este modo, nos encontramos con una primera situación de facto: en el supuesto de que fueran suprimidos todos los partidos políticos y se mantuviera el principio de representatividad, el punto de partida sería una situación en la que cualquier ciudadano que lo deseara podría presentarse como candidato antes sus conciudadanos para ser elegido su representante. Y esta situación teórica desemboca en un imposible que ya fue constatado en las primeras épocas de la democracia parlamentaria: millones de ciudadanos estarían dispuestos a ser elegidos, y cada uno se presentaría por su cuenta y riesgo, por propia iniciativa, creando una situación real de inelegibilidad.
Esta posibilidad nunca llegó a darse en la práctica, pues ya desde el primer momento se establecieron unos requisitos restrictivos para poder ser candidato a las cámaras legislativas, y estos requisitos fueron, como es sabido, en función de la renta que cada persona individual poseyera. De este modo, los primeros tiempos de la democracia parlamentaria se desarrollaron en un contexto en el que sólo podían ser “elegibles” unos pocos que poseían unas altas rentas económicas. Esto permitió a la pujante burguesía hacerse con un control “de clase” de los principales órganos legislativos y ejecutivos de aquellas primeras democracias. De igual forma, la capacidad para ser elector fue restringida también por el mismo sistema dando lugar al llamado “sufragio censitario”.
No hace falta decir que tal criterio de restricción hoy en día es por completo imposible e indeseable. Pero lo que sí resulta imprescindible es rescatar de aquellos primeros tiempos la idea de “restricción”, si bien reorientada hacia otro tipo de citerios que hagan practicable y posible un proceso electoral en el que no concurran millones de candidatos particulares. Y precisamente en estos momentos los nuevos criterios de restricción andan ya en boca de todo el cuerpo social.
Estos criterios tienen que ver con la cualificación académica y profesional de aquellos que podrían ser candidatos a representantes de la ciudadanía en la gestión y gobierno de la cosa pública. El fenómeno por el cual los partidos políticos se han convertido en “agencias de trabajo temporal”, agrupando bajo sus siglas legiones de oportunistas sin oficio ni beneficio que han hecho de su adscripción partidista su medio de vida, unido al espectáculo de ver en diversos ministerios y puestos ejecutivos a absolutos incompetentes sin la más mínima preparación para el desempeño del cargo, han generado en la sociedad el suficiente sentido crítico como para hablar a las claras de la necesaria cualificación del político.
Desde este punto de partida, que combina representación política con candidaturas individuales y criterios restrictivos de tipo académico y profesional, cabe abordar la posibilidad teórica de un nuevo sistema parlamentario sin partidos políticos, atendiendo sobre todo a las cuestiones prácticas más urgentes que se plantearían, como son:
1.- El tipo de sistema electoral
2.- La distribución territorial del proceso electoral
3.- El marco legal para los candidatos
4.- La financiación de las candidaturas
5.- El papel de los grupos de interés y de presión
Este último punto es quizás el de mayor importancia, pues las candidaturas libres e individuales corren el riesgo de ser pervertidas y viciadas precisamente por la existencia de grupos de presión en la sociedad que podrían generar una corrupción tan generalizada al menos como la actual. Cada uno de estos puntos será analizado en sucesivos artículos.