Con César Vidal
por No hacer mudanza
De las réplicas leídas hasta ahora, Guillermo Dupuy, Daniel Rodríguez Herrera y Jose T. Raga responden con mucho acierto a la cuestión concreta del IBI desde unas posiciones jurídicas y técnicas bien fundamentadas. En cambio, Pablo Molina lanza una especie de enmienda a la totalidad al argumentario seguido por César Vidal en sus anteriores series, no sin dejar de reconocer todos aquellos puntos en los que Vidal acierta de plano en el diagnóstico de ciertos vicios estructurales de la sociedad española.
En cualquier caso, lo primero que uno encuentra en este nuevo debate es un aire diferente en el propio entorno de libertaddigital.com: hay réplicas, hay debate. La semana pasada circuló por las redes sociales el rumor de la salida de César Vidal de LD. No sólo ha resultado falso, sino que Vidal ha ocupado puestos de mayor responsabilidad en el grupo, lo cual es motivo de felicitación. De haberse producido dicha salida, por mi parte habría sido tan reprobada como lo fueron todas las anteriores, en primer lugar la de Pio Moa. Contemplar el espectáculo gratificante del debate interno en LD es una gran noticia, que hace que este digital, independientemente de su soberana libertad a mantener una línea editorial determinada, sea mucho más plural que otros que así se autoproclaman y que han devenido en productos bastante “singulares”.
Pero volviendo al fondo de la cuestión, que no es otro que la imbricación que la Iglesia Católica debería mantener con la sociedad en la que vive y el estado -marco jurídico- que la articula, quiero recoger el guante lanzado por Vidal al final de su artículo: “Si tan sólo uno de ellos, tras leer este artículo, llegara a la conclusión de que, además de atacar las subvenciones para los partidos y sindicatos y justificar las de su iglesia, tiene que hacer lo posible por mantenerla y actuara en consecuencia...”. Bien, pues aquí me tiene, D. César. Y no sólo a mí, sino a un puñado muy largo de católicos que vienen pensando esto mismo desde hace mucho tiempo.
Y lo primero que hay que dejar claro para no naufragar de nuevo en el mar de clichés, etiquetas y tópicos en el que navegan los medios de comunicación actuales es que lo que aquí se expone no procede en absoluto de eso que algunos denominan “el sector progre de la Iglesia”. De ningún modo. Procede, por el contrario, de miles de católicos que lo que pretenden -pretendemos- es vivir una espiritualidad seria y profunda a partir del propio evangelio, dentro de la más completa ortodoxia con la Doctrina Católica. Y resulta que para este fin la imbricación de la Iglesia “Institución” con los poderes públicos del Estado es una rémora que ya llevamos aguantando demasiado tiempo. Por lo tanto, es una postura que pide la desvinculación total de la Institución Católica con los poderes públicos en aras a una completa libertad.
Estamos cansados de ver cómo las dependencias mutuas y las interacciones entre la Iglesia y el Estado suponen una contínua hipoteca para el desarrollo de nuestra propia libertad de creencias, para el despliegue de una verdadera y radical libertad de enseñanza según nuestras propias convicciones, estamos hartos de ver cautelas y prudencias en la relación de nuestros jerarcas con los poderes públicos en función de intereses espúreos que sólo percibimos como lastres e hipotecas. Y deseamos desde hace mucho tiempo vernos libres de la “tutela” de los poderes públicos ejercida permanentemente a través de chantajes económicos o autorizaciones administrativas. Resuélvanse las cuestiones concretas y técnicas, sea el IBI o la conservación del patrimonio una por una, pero librémonos de una vez de la permanente hipoteca que supone el chantaje contínuo de unos y otros gobiernos con la sempiterna amenaza de tocar la financiación. ¡Al cuerno con la financiación y déjennos libertad de una vez por todas para financiar nosotros mismos aquello en lo que creemos y queremos!
Estamos hartos de ver una Iglesia permanentemente “a la defensiva”, en un mundo que de forma imperativa nos exige la vuelta a las catacumbas, a una vivencia de la espiritualidad más radical, auténtica y profunda, una vuelta a las comunidades como fuente de esa vida, una vuelta al siglo I de nuestra era. Estamos hartos de ver obispos enredados en cuestiones políticas y conchabando con partidos y poderes económicos, estamos hartos de ver “estrategias” por todas partes y un olvido permanente de la vida de las comunidades. Intrigas, comidillas de palacio, corrillos de iluminados, ocultamiento de sectas y un abandono de la vida del espíritu tan clamoroso que tiene que ser llenado por pequeños o no tan pequeños grupos comunitarios surgidos en el seno de la misma Iglesia pero desde experiencias particulares que luego se extienden, y los ejemplos serían interminables.
Y por supuesto, donde anteriormente rechazábamos la etiqueta “progre” ahora debemos rechazar también la etiqueta “tradi”, pues nada más lejos de la vivencia que aquí se expresa que ese sentido de cruzada o militancia que convierte una experiencia de fé que tiene que ver ante todo con nuestra vida personal en una especie de “defensa de un orden tradicional criptoteocrático” que aplasta cualquier expresión libre de la propia fe si fuera un anatema condenable por parte de una nueva y latente Santa Inquisición. Don César conoce demasiado bien este proceso en sus propias carnes.
Pero en los debates mediáticos todo aparece falseado por las etiquetas, ignorándose por completo la existencia de múltiples realidades sociales, personales y existenciales que de una vez por todas deben salir ya a la luz y manifestarse como lo que realmente son: lo que siente y quiere realmente el católico de a pié, un católico demasiado “postmoderno” como para que la jerarquía haya podido darse cuenta de su existencia, un católico que ya no procede de las antiguas castas de monjes-soldados, sino del desvertebrado sujeto postmoderno, para el cual la mayor urgencia no es otra que encontrar en Jesucristo la razón de la propia vida y el referente claro de su propia identidad individual, en un mundo en el que los sujetos ya no saben ni por qué existen ni quienes son, en una sociedad en la que la persona está rota en mil fragmentos que se recomponen y recombinan una y otra vez en un intento trágico por llegar a ser uno mismo. ¿Y la respuesta a esta urgente y primordial cuestión ha de venir por el mantenimiento de determinados cauces de financiación?. Prefiero no acabar este artículo con una expresión malsonante.
Demasiado dolor produce encontrar tantísimos sacerdotes convertidos en diligentes funcionarios, faltos por completo de una vida espiritual rica que se contagie, demasiado hastío ver una legión de obispos metidos a políticos, empresarios o periodistas, demasiado sonora la gran ausencia de vida comunitaria en pequeñito, no limitada a mastodónticas manifestaciones ocasionales. ¿Dónde está el centro de gravedad, en el espacio público y la apariencia mediática o en la vida interior de todas las pequeñas comunidades?. Si lo está, como parece, en el primero de ellos entonces estamos recorriendo el camino inverso a aquél que fue recorrido por los mártires del siglo I. Y esto no significa hacerse ni invisibles ni mudos, como quisieran ciertos partidos que reproducen el antisemitismo nazi en anticlericalismo filonazi.
Sepa, pues, Don César que no uno sólo, sino miles de católicos recogemos hoy el guante que nos ha lanzado.