Viernes, 03 de enero de 2025

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Un cuento de Navidad (pero triste)

Un cuento de Navidad (pero triste)

por En cuerpo y alma

Paco y Marcela 

 

            Lo llamaban “Paco”. Fue una idea peregrina del más pequeño de los niños, la cual acabó imponiéndose a pesar de la inicial resistencia de sus hermanos, que decían que “Paco” era nombre de persona, y además muy hortera, y que los perros no podían llamarse como las personas.

            Era un chuchillo cualquiera, sin raza determinada, pequeñito pero vivaz y simpático, muy asilvestrado, saltaba y saltaba sin parar, era terriblemente juguetón. No tenía dueño conocido, y era muy joven cuando se lo encontraron en una playa de tantas de la Costa del Sol, en una cálida noche de agosto, mientras paseaban por aquellas mediterráneas arenas antes de disponerse a cenar.

            - ¡Anda papá! Déjanos quedárnoslo. Mira qué simpático es. ¡Y se ha encariñado con nosotros!

            “Paco” era un seductor. A falta de madre, de padre o de hermanos, andaba a la caza de un dueño, y se había propuesto encontrarlo ese mismo verano.

            - ¡Ni hablar!, decía Roque, que jamás había tenido perro, y en cambio, tenía tres hijos.

            - Anda papi, prometemos que lo vamos a cuidar nosotros y tú ni te vas a enterar de que tenemos perro. Dormirá en la terraza, lo sacaremos todos los días, lo lavaremos, haremos todo lo que tú digas…

            - ¡Ni hablar! -repetía Roque- Yo sé quien acabará haciéndose cargo de él, y quien acabará sacándolo a la calle y recogiéndole las cacas en una bolsita.

            - Que no papá, que no, lo prometemos, eso no va a ocurrir ni un solo día.

            - Ay Roque, cómo eres, tienes el corazón hecho de hielo, -terció Alicia, su mujer y madre de las criaturas- Además, los niños te han prometido que lo cuidarán.

            Y efectivamente, lo adoptaron. Y efectivamente, fue Roque el que le “arregló los papeles”, el que lo llevó a vacunar, el que lo lavaba, el que le compraba la comida… y lo sacaba a pasear y le recogía las cacas en una bolsita… Eso sí, desde la segunda semana. Durante la primera, sus hijos se daban de tortas para sacarlo a pasear y presumir con sus amigos del perrito que habían adoptado.

            ¡Cuánto tiempo desde aquello!

            “Paco” envejeció, claro está, como hacemos todos. Ya se sabe que los caninos envejecen siete años por cada uno que envejecen los humanos. A los catorce del calendario, estaba ajado y envilecido, como si tuviera noventa. Roque lo sacaba a pasear cada noche, como en su día profetizó que ocurriría, y le recogía las cacas mientras se acordaba de dos cosas: del día en que predijo que aquello pasaría, y del sabio aquél que dijera, “si yo aterrizara en un platillo volante en una ciudad donde viera que los hombres se agachaban a recoger las cacas de los perros cuando éstos tienen a bien el defecar, diría que el que manda es el perro”.

            Y a fuerza de envejecer, “Paco” empezó, también, a enloquecer. Fue un proceso paulatino, pero ciertamente rápido. Empezó a hacer cosas que nunca había hecho, como por ejemplo, no esperar a que Roque le sacara al parque y hacerse en casa las cacas…que igualmente recogía Roque. Pero días después, la locura era notoria y lacerante: ladraba a todas horas, incluso de noche; a pesar de estar tullido y cojo corría por todas partes, tiraba cosas… Menudo disgusto el día que tiró el jarrón aquél de porcelana que regalara a Alicia su mejor amiga el día de su boda, “porcelana china” le dijo, pero en la base un sello de papel azul brillante autoadhesivo ponía “Porcelanas Martínez”. Eso sí, con la cara de un chino en el medio.

            - La culpa es tuya, Roque, ¿qué hacía “Paco” suelto por la casa? ¿Y tú?, ¿dónde estabas tú? Desde que te echaron de la empresa, no sirves ni pa cuidar al perro -le decía Alicia “un poquito” contrariada.

            “No va a haber otra solución que sacrificarlo”, decía Roque, al fin y al cabo, el que mejor conocía al chuchillo, consciente de que el “animalito”,más allá de los disgustos que daba, ya no se hallaba en sus cabales, y sufría y sufría, y no podía contenerse, que su vida se había convertido en un verdadero infierno, y que uno tras otro irían cayendo los muchos jarrones de porcelana china que le habían regalado a Alicia sus amigas el día de su boda.

            - ¡No tienes corazón! -le decían sus hijos- ¡Eres un desalmado!

            - ¿Y qué hacemos entonces?, repetía Roque sin cesar, pero incapaz de aportar mejor argumento.

            Efectivamente, los jarrones fueron cayendo uno tras otro, y un día, harta ya, dijo Alicia:

            - ¡Se acabó, Roque, o el perro o yo!

            - Bueno, pues habrá que sacrificarlo, espetó Roque creyendo aquél un buen argumento para hacer valer su parecer.

            - ¿Sacrificarlo? -gritaban los niños-, ¡Eres un desalmado, papá, no tienes corazón nunca lo tuviste! Reconócelo, “Paco” nunca te gustó. Recuerdo cómo te oponías a que lo adoptáramos -le decía Aitor, el que dijo que no se podía llamar “Paco”, porque Paco era nombre de persona.

            - ¿Cómo vamos a sacrificarlo? -añadió Alicia- No se puede hacer eso, es de una falta total de humanidad. Acogimos a Paco para darle cariño, no es un objeto del que se pueda disponer así como así, “ahora me apetece ahora lo tengo, ahora ya me aburrre, ahora lo sacrifico”. ¿Qué te parecería si hiciéramos eso con tu madre? ¿eh? ¿Qué te parecería?

            La solución la acabó dando Miquel, el que lo había llamado “Paco”. Sólo tenía cinco años cuando lo hizo. Ahora tenía diecinueve ya. Alguna vez lo sacaba al parque, pero le daba mucho asco recogerle las cacas, y lo que hacía es llevarlo a un lugar recóndito, que estaba muy abandonado, y allí lo dejaba defecar. “Paco” lo miraba extrañado: “¿No me vas a recoger la caca? Tu padre siempre lo hace”.

            - ¿Y si lo llevamos a casa de la abuela? La abuela está sola.

            - ¡Buena idea! Le vendrá bien un poco de compañía –añadió Alicia.

            La abuela era Marcela, la madre de Roque que antes mencionó Alicia. Tenía 80 años y estaba ciertamente bien. Además, en su casa no había porcelanas.

            - Está aquí al lado (no lo estaba, pero bueno), espetó Jonatan, el hermano del que todavía no hemos hablado, que no le puso “Paco” pero tampoco le gustaba, éste no se quejaba de que el nombre fuera humano, pero es el que decía que era un nombre hortera- Así, cuando la abuela no pueda sacarlo, puedes ir a verla y lo sacas tú, papá.

            - No es justo -espetó Roque- El perro es nuestro. La abuela no tiene por qué hacerse cargo de él justo ahora que se ha vuelto loco.

            - Y entonces qué, ¿que termine de destrozarlo todo? -argumentó Alicia- ya me ha roto cuatro jarrones, eran chinos, ¿sabes? Claro eso a ti no te importa, al fin y al cabo no te los regalaron a ti.

             Roque iba a decir “bueno, si lo sacrificamos, como es lo propio y no encasquetárselo a la abuela, tampoco te romperá más jarrones”… pero no lo dijo. Y cedió. Se lo llevaría a su madre.

             A la tarde se despidieron todos de “Paco”. Le hicieron una gran fiesta. Eso sí, después de que Roque lo sacara al parque y se asegurara de que había defecado todo lo que tenía que defecar, y no sin decirle amablemente “¿me prometes que hoy no te lo vas a hacer en casa?”.

            Y a las nueve y cuarto, se lo llevó a casa de su madre, y allí lo dejó.

            Marcela la pobre, no sabía qué hacer con “Paco”. Estaba cada día más loco. A sus ochenta años, le faltaban fuerzas para gobernarlo. Así que lo tenía encerrado en una habitación que había vaciado, y allí le introducía la comida y le recogía las cacas. Cuando Roque visitaba a su madre aprovechaba para sacar a “Paco” a la calle.

            Un día fueron todos a ver a Marcela.

            - ¡Pero abuela! ¡No me digas que tienes al perro encerrado en el cuarto! –le increpó Alicia.

             Iba a decirle también que no tenía corazón (como su hijo), pero en el último momento se contuvo.

            - No te lo hemos traído para eso, abuela, -espetaron Miquel y Aitor-. “Paco” necesita compañía.

            Jonatan,por su parte, se dirigió a su padre:

            - Mira que vienes poco a verlo papá, está claro que “Paco” nunca te gustó.

            Pero pasó lo que tenía que pasar. Un buen día Marcela resbaló, y se dio un cacharrazo fino. La operaron de urgencia, la cadera, un clásico, a los ochenta qué cabe esperar. Pocos días en el hospital la verdad, hoy día esas operaciones son casi un trámite.

             Mientras estuvo ingresada, Roque la visitaba un rato, luego se iba a su casa, recogía a “Paco”, le ponía su comida, lo sacaba de paseo y le recogía la caca: las dos, la que se había hecho en casa de la abuela, y la que volvía a hacer en el parque. El sabio se llamaba Sócrates… sí, el que había dicho lo de aquella ciudad en la que los hombres le recogían las cacas a los perros… Y ahí cayó Roque: no Sócrates no podía ser. Si no andaba errado, Sócrates era griego y muy antiguo, y entonces no había platillos volantes, y el sabio en cuestión había llegado a la ciudad en un platillo volante… tenía que ser otro.

             Marcela por fin salió del hospital.

             - ¿Y qué vamos a hacer con la abuela? -preguntó Jonatan, que siempre hacía las preguntas más sagaces.

             - Pues habrá que llevarla a una residencia, ¿no?, respondió Alicia.

             - Oye, que es mi madre, - se quejó Roque. Tiene su casa…

             - ¡O sea que tú lo que quieres es que se quede sola! –espetó Alicia- Cuando digo que estás hecho de hielo…

             - Bueno, en realidad yo había pensado que tal vez nos la podríamos llevar a casa, y que pasara allí unos días hasta que se pudiera valer por sí misma…

             - Sí hombre, a casa, ¿y dónde nos metemos nosotros? Hay que pensar un poco, Roque, que dices las cosas sin pensar.

             Así que se llevaron a Marcela a una residencia. Lo arregló Alicia, que nunca hacía nada, pero en aquella ocasión, se mostró especialmente eficaz y diligente. Era para unos días, los que tardara en recuperarse… ¿o tal vez no? La solución, después de todo, no era mala. Además, a Marcela le aceptaban la pensión en pago. Allí, al fin y al cabo, haría alguna amiga, podía pasarlo bien… y sobre todo, daría poca guerra, que con ochenta años y una operación de cadera, a ver qué otra cosa das sino problemas. Y luego, con un poquito de suerte, hasta se podía incapacitarla, y vender la casa, que, después de todo, había sido una excelente inversión: cuando la compraron, estaba en el culo de Madrid, pero ahora, con el desarrollo de la capital, hasta céntrica se había quedado, y valía algún dinerillo.

             Y a los dos días, no antes, Aitor se acordó.

             - ¿Y “Paco”?.

             ¡Es verdad, se habían olvidado de Paco! Paco todavía estaba en casa de Marcela, y hacía dos días que nadie le daba de comer ni le recogía las cacas.

             - ¡Mira que eres desastre, papá! –le dijeron sus tres hijos al unísono.

             - La verdad es que eres un desastre, Roque, -ratificó Alicia.

  

***

  

            - ¿Sufrirá, doctor?

             - No se preocupe, Sr. García –Roque se apellidaba García, que no lo he dicho-. Ni se enteran, es una simple inyección, se quedan dormidos y a los pocos minutos… se acabó, han dejado de sufrir. Al fin y al cabo el pobre bicho estaba pasándolo muy mal… tal vez habían notado Vds. que hacía cosas raras, ¿verdad? Igual ya ni controlaba los esfínteres, ¿me equivoco?

             Roque no dijo nada, le guardó a “Paco” el secreto de su porcelanofobia y sus depauperados esfínteres.

             - ¿Sabía Vd. que los perros también tienen un cielo? –le dijo el doctor Matamoros a Roque, mientras “Paco” entre sus brazos exhalaba sus últimos alientos.

             El día anterior, Roque había reunido a la familia. Bueno, a todos no, Miquel tenía fiesta, se había echado una novia muy marchosa, y había delegado su voto… en realidad, ni siquiera, simplemente dijo:”lo que hagáis me parecerá bien”.

             - Habrá que alojar a “Paco” de nuevo a casa –propuso Roque que, efectivamente, lo había recogido del piso de su madre y lo había llevado, de vuelta, al suyo.

             - ¿Tú estás loco? –le respondió Alicia. ¿Y que siga tirándolo todo y cagándose por las esquinas mientras tú estás a lo tuyo con tus amigotes? Además hiede.

             Roque se extrañó de que Alicia usar una palabra tan fina. ¿Hedir, heder, cómo se conjugaba eso? Alicia era mujer de pocas palabras. No porque no hablara mucho, que hablaba sin parar, es que hablaba con pocas palabras… vamos que no tenía mucho vocabulario.

             Votaron. Todos, es decir, Alicia, Aitor y Jonatan, Miquel estaba ya borracho en algún lugar de Madrid en brazos de su marchosa novia, que se llamaba Aitana. Votaron que sí, que era lo mejor. Roque se abstuvo, vamos, que no dijo nada. De repente se acordaba de la encendida defensa que hace menos de un mes hacía Alicia del pobre chucho.

             - Acogimos a Paco para darle cariño, no es un objeto del que se pueda disponer así como así, “ahora me apetece ahora lo tengo, ahora ya me aburrre, ahora lo sacrifico”. ¿Qué te parecería si hiciéramos eso con tu madre? ¿eh? ¿Qué te parecería?

             Esta vez, Alicia “sólo” se echó a llorar… “No sé si podré superarlo”, gemía desconsolada, tapándose la cara con las manos. Roque pensaba; “¡oye, si quieres no lo sacrificamos!”. Pero no dijo nada.

             Roque sabía que le tocaba a él. Cogió a “Paco” y se lo llevó al parque, cagó por última vez. A Roque le dio pena recoger su última caquita. Pensó en Sócrates. Se dio cuenta otra vez de que tenía que ser otro, que Sócrates no podía ser… por lo del platillo volante más que nada. Y se lo llevó al doctor Matamoros, el “médico de cabecera” de “Paco”, el que le ponía las vacunas, lo castró, lo trataba cuando estaba enfermo... “¿Pero cómo se puede llamar “matamoros” un médico?”, se preguntó Roque. Bueno, en realidad no era un médico, era “sólo” veterinario.

             - Antes de nada firme aquí, Sr. García, por favor, le dijo la enfermera cuando Matamoros la llamó para que lo preparara todo.

             Le propusieron a Roque pasar a una habitación y permanecer en ella cinco minutos, para despedirse. Era la “sala del adiós”, estaba incluída en el precio.

             Roque declinó. La enfermera insistió: “hágalo por él”. “Si es por él…” Roque accedió. Una vez dentro, “Paco” se hizo caca. Instintivamente, Roque tiro de pañuelo para recogerla, pero justo entró la enfermera:

             - “No se preocupe Vd., Sr. García”. Pasa a menudo. Ya lo hago yo. Está incluido en el precio.

             Y Roque sostuvo a “Paco” en sus brazos mientras el doctor Matamoros (Mataperros, más bien) le ponía la inyección. “Paco” miró a Roque con ojos de amor y gratitud. Había pasado con él su entera vida.

             Roque se quedó muy triste. Se acercó al mostrador, pagó la cuenta, -¡carajo con la inyección, ni que fuera de diamantes! - y antes de volver a casa, pasó por la residencia y visitó a Marcela. Marcela le dijo que se sentía muy sola. No preguntó por Paco. Roque tampoco le dijo nada.

 

 

            Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

 

 

            ©Luis Antequera

            Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en luiss.antequera@gmail.com

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