"¡Yo quiero ser monja!"
Pues bien, allí estábamos mi marido y yo, con nuestros niños, sentados en un locutorio que tenía dos gradas de asientos enfrentadas. En una, las doscientas mujeres con su hábito vaquero. En la otra, varias familias escuchando el testimonio de una de ellas. En medio, los niños, relajados (todo lo relajados que pueden estar cerca de quince niños...), contemplándolas, jugando con las que se sentaban en los primeros escalones. Al terminar, dicen que van a bailar una sevillana -que estaba dedicada a la Virgen-, y cuatro de ellas se sitúan en medio de todos, con sus sonrisas imborrables, ¡y bailan! Mi hijo pequeño no se lo podía ni creer. Todos miraban atónitos y como hipnotizados a esas mujeres sencillas, sin pretensiones, haciéndonos disfrutar a todos con su gracia, muy especialmente a los más pequeños.
Después asistimos a la Misa de consagración de una de ellas y, tras la Misa, había de nuevo un encuentro en el locutorio, hasta donde mis hijos y sobrinos siguieron a una monjita sin dudar, encantados de la vida. Y allí estaban ellos, sentaditos entre todas las monjas, ajenos a cualquier noción del paso del tiempo... y, de repente, se oye la voz del primo mayor que dice contundente: "¡yo quiero ser monja!". Os podéis imaginar la carcajada generalizada.
Sin embargo, creo que no andaba desencaminado el peque: se sentía tan agusto en ese entorno, rodeado por ese ambiente de serenidad -desde esa especial sensibilidad para percibir lo bello y lo bueno tan propia de los niños-, que no dudó de que quería participar de ello, saborearlo a diario. Y, en realidad, sería un error creer que esa vida, esa paz, esa alegría, se encuentran solo ahí, en el convento de La Aguilera. Ellas no están allí para mostrar al mundo la cara bella de aquello a lo que hemos renunciado, sino para recordarnos que la vida, cualquier vida, junto a Dios, cobra todo el sentido y se vuelve hermosa, digna de ser vivida con obligada pero espontánea alegría. También, y de manera muy especial, la vida en familia.
Mientras las observaba, tan serenas, tan felices, no podía dejar de pensar "¿por qué? ¿por qué me empeño, tantas veces, en vivir ajena a la alegría de los hijos de Dios, como si no fuera conmigo?" "¿por qué, constantemente, tienen más fuerza el estrés, los nervios, el cansancio...?". Qué diferente sería nuestra vida y la de nuestros seres más queridos, nuestras familia si nuestro primer y último pensamiento fueran para Él. "¿Por qué insisto, tantas veces, en renunciar a esa alegría santa?". Debemos ser felices. Esa es nuestra misión, nuestra principal tarea en este mundo. Ser felices y hacer felices a los demás. Imagino, aunque desconozco si es así, que esa es una de las razones por las que la Orden de Iesu Communio está diseñada de tal manera que todos podamos conocerla. Esas mujeres entregadas a Dios han querido compartir y repartir esa alegría que les inunda, del modo más simple y contundente: mostrándola. Mostrándosela a aquellos que, aunque hemos sido llamados por caminos diferentes, tenemos un mismo punto de encuentro en Jesucristo. Como recuerda el Papa Francisco en el inicio de su encíclica, Evangelii Gaudium, "la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría". Esas monjas son el ejemplo vivo de las palabras del Papa, pero la participación de esa alegría es para todos los que, -en cualquier circunstancia y por cualquier camino, en la celda de un convento o en medio de las vicisitudes del hogar-, llegan a encontrarse con Él.