Viernes, 22 de noviembre de 2024

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El que mejor educa, aunque lleguemos tarde

por Familia en construcción

Lo que más asusta cuando uno se sienta a las ocho de la tarde a escuchar una charla sobre educación es ese momento en que el conferenciante dice: “esto, si no se educa antes de los dos años, luego ya es muy difícil inculcarlo”. En esos momentos echas cuentas con los dedos, sumas tres, cuatro o cinco, miras a tu alrededor y piensas: “¿estarán todos igual de desmoralizados que yo?”. En realidad, cómo estén los demás, es irrelevante, hasta cierto punto. Sin embargo, siempre queda el consuelo de que si esos padres que están allí, -por el hecho de estar ya se les presupone una cierta implicación en la educación de sus hijos…- han pensado también que llegan tarde, es que hay alguna esperanza todavía…

Y no le falta razón al ponente. Cinco hijos -¡cinco!- me ha costado comprobar que, a los dos años, el sentido del orden, por ejemplo, es algo que se asimila con gran naturalidad, mientras que entre los cinco y los ocho, la cosa va más torcida, a saber: zapatos en la puerta del armario, deberes que se quedan por recoger encima de la mesa, albornoces que pasean por el pasillo de la casa sin perturbar lo más mínimo el ánimo de sus propietarios… Y, del mismo modo que con el orden, lo mismo ocurre con muchas otras virtudes. Cada una, como dicen los expertos, tiene un tiempo específico en que se adquiere mejor que a otras edades.

Así que, a lo que iba: cuando el conferenciante dice las temidas palabras, la reacción lógica es visualizar el albornoz tendido en el pasillo de casa diariamente durante el resto de nuestras vidas hasta la emancipación de nuestros hijos, que, al paso que vamos, será en la jubilación (la suya, no la nuestra…).

Sin embargo, yo os digo: ¡no perdáis la esperanza! Y no es porque haya recibido el don de visualizar un futuro en que mis hijos recogen la mesa de la cena sin que tenga que repetirlo diecisiete veces, ya lo siento. No me consta que haya una solución evidente. Pero tengo una intuición. ¿Solo eso? Sí, ya lo sé; es poco ortodoxo hablar de educación basándose en intuiciones. Pero es que yo no soy docta en la materia y mi experiencia es más bien corta -o eso quiero pensar aunque solo sea por concederme el privilegio de seguir creyéndome joven (a mis veinticinco, que diría aquella…)-. Pues eso, que tengo una intuición que vengo utilizando desde hace algún tiempo y que resulta infalible (nunca mejor dicho, para el caso que nos ocupa). Se trata de la ayuda del Espíritu Santo. Sí, lo sé. Se os ha quedado cara de gamba en gabardina. Es demasiado fácil. Pero, ¿quién dijo que no lo fuera? En la educación, como en todo en la vida, Él puede ser nuestro gran aliado.

Está muy bien eso de ir a charlas, cursos de orientación familiar, tertulias, leer libros de psicopedagogía… todo ayuda, al fin y al cabo… pero, si cada día le pides al Espíritu Santo algo así como: “ilumíname en las necesidades de cada uno de mis hijos” (esto yo lo he convertido, con el paso del tiempo, en “ilumínanos”, y así le ahorro a mi marido el trámite y le llueve la gracia directamente, que es algo que me facilita mucho las cosas…), de pronto te encuentras observando de una manera nueva, diferente, dándote cuenta en cuestión de minutos de que a esta lo que le pasa es que lleva mal el nacimiento de la nueva hermanita y los achuchones indiscretos que le da su madre, o a la otra que necesita un poquito más de caña, o a este que le cuesta lo de la fortaleza y el no quejarse… y, de repente, lo que en una situación normal te puede costar cuatro charlas y tres entrevistas con el profesor, el Espíritu Santo te lo pone negro sobre blanco en un momento (en plan Mary Poppins al chasquido de dedos, salvando las irreverencias, si es que las hay…) y que esa virtud con la que ya no había nada que hacer porque habíamos llegado tarde, pues, de alguna manera, hemos podido inculcarla, poco a poco y con paciencia, con la fuerza y la ayuda del Espíritu Santo, que es, al fin y al cabo, por el que recibimos todos los dones, sea a la edad que sea.

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