"A mí me has gritado"
"¡Susana! ¡Fatal! ¡Pero bueno! ¡Hay que tener más cuidado!"
La pobre pequeña se queda pálida mirándome sin saber bien qué decir para no empeorar las cosas. De todos modos, tampoco ha sido un mal día, por lo que la bronca no llega muy lejos y pronto recuperamos la calma.
Al rato, comenzamos con nuestro tabloncillo de ´happies´, analizando uno por uno quién ha pasado el día sonriendo y tratando con cariño a los demás. Entonces, antes que a ellas, me toca el turno a mí. María muy convencida y un poco pelotilla enseguida dice que yo un happy bien grande. Pero Susi, a pesar de que ya ha pasado un rato, me recuerda con sencillez:
"A mí me has gritado, antes, cuando se me ha caído la leche...".
Esos son los momentos en los que a las madres (desconozco si también a los padres) se nos parte el corazón. En ese momento es cuando recuerdo con más clarividencia aquella homilía tan sencilla de unas semanas atrás en que el cura, en la Misa de niños les recordaba a estos que tienen que sonreír y obedecer siempre, y, de paso, también añadía un importante consejo para los padres: "corregir a los hijos con amor". Con amor. Qué fácil es para un padre hacer por su hijo las cosas con amor. Sin embargo, cuando un hijo hace algo que nos molesta, nos irrita, nos fastidia, nos descuajaringa (pues sí, para los puristas, la he buscado en el DRAE y resulta que esta palabreja extraña e inconexa ¡existe!) nos descuajaringa los planes, entonces, no es en corregir en lo que estamos pensando, si no en desahogarnos, en dar rienda suelta a nuestra frustración; en definitiva, en nosotros mismos.
Corregir con amor y gritar a los hijos son dos actitudes radicalmente contradictorias. La una es imposible que se dé junto a la otra. Cuando gritamos a un hijo no podemos estar haciéndolo con amor. No es que no le queramos. Pero gritarle no es un gesto de amor, nunca, en ningún caso. Una cosa es alzar la voz, darle firmeza o seriedad, mostrar una autoridad necesaria; y otra cosa es gritar, dejarse llevar por los nervios, perder la paz.
Cuando gritamos a los hijos perdemos la autoridad, nos mostramos descontrolados, sin recursos; pero, además, les alejamos de nosotros, les hacemos sentir mal, despreciados. Y, como decía el otro día Fernando Sarraís en una charla sobre educación, "el mayor miedo que tiene un niño es que sus padres le dejen de querer". Así que, como decía el sacerdote: siempre, corregirles con amor. Eso no significa ni mucho menos ser pusilánimes, o flojos, o consentirles, o dejar que hagan lo que les dé la gana. Significa, simplemente, que cuando les corrijamos estemos pensando en su bien, no en nuestros intereses o impulsos del momento. Significa que seamos capaces de mostrarles que una conducta no es buena sin herirles, sin hacerles daño más allá del propio dolor que pueda causarles su mal comportamiento.
Decía también Sarraís algo que a mí, personalmente, me ha ayudado mucho en las últimas semanas: cuando uno grita y se ve superado por la situación es porque le preocupa más el mundo exterior que su propio mundo interior. La paz interior debe ser más importante para nosotros que el mundo exterior. No podemos tratar de controlar siempre lo de fuera y dejar que el no controlarlo nos aboque a estallar cuando no salen las cosas exactamente como queremos. Así que ahora a menudo voy por la casa en modo ´tarada´ diciéndome a mí misma: "paz interior, paz interior...". Un niño que grita, un coche de juguete momentáneamente volador, el cubo de la fregona desparramado por el pasillo, y un padre impasible sentado en el sofá leyendo el periódico... Uff... Paz interior... Paz interior... me repito cual psicópata recién salida del manicomio. (La discusión de si mi marido ha llegado o no a enterarse de todo lo que acontece a su alrededor es un asunto que merece post aparte... jejeje).
Evidentemente, la paz interior no es algo que caiga del Cielo. O, bueno, mejor dicho, sí, cae del Cielo. Tiene que caer del Cielo. Y creo que es el único lugar de donde nos puede caer. Pero, lógicamente, no de un día para otro. La paz interior es algo que hay que trabajar mucho. Con oración, principalmente. Y con práctica y mucha paciencia. Todo un reto que, gracias a Dios, no depende de nosotros. Así que, a pedirlo con insistencia, que es la principal clave para conseguir un hogar donde reinen la paz y la alegría.