Depredadores, o las terribles consecuencias de la sobreprotección patológica
Evidente e innegablemente, tenemos un problema educacional. Algo no está funcionando. ¿Qué nos pasa? ¿En qué estamos fallando?
Nos insisten en que hay que educar en positivo, y es cierto, pero quizás nos hemos quedado solo con una parte de la explicación. Los castigos son enriquecedores. El sufrimiento ayuda a crecer. El dolor es el único medio de fortalecerse si aprendemos a encauzarlo debidamente. El servicio a los demás es, no solo positivo, sino necesario.
Sin embargo, los padres de ahora no queremos creernos todo eso.
Mi abuela a su padre le hablaba de usted y en la vida se le pasó por la cabeza levantarle la voz. Mis hijos, en cambio, tienen la mano más larga que el Inspector Gadget, por mucho que me duela decirlo. En unas pocas décadas hemos pasado de una disciplina férrea a una sobreprotección patológica.
Nos centramos más en que nuestro hijo no juegue solo en el jardín que en hacer que sea capaz de fijarse en ese niño que no tiene amigos para ir a atenderle. Estamos más pendientes de que no le quiten la bici nueva que de enseñarle a compartirla con ese niño tan pesado del parque. Nos preocupamos más de que nuestros hijos de tres años sean bilingües que de que en el colegio les transmitan la importancia de servir y querer a los demás. Estamos siempre pendientes de que saquen buenas notas, pero no nos preguntamos si son capaces de renunciar a un sobresaliente para ayudar a aprobar a un amigo al que le cuesta más. Somos la generación que ha aprendido a llevar siempre encima una bolsa de gusanitos por si nuestros hijos lloran porque tienen hambre. Nos parece una crueldad llevarles al cine y que no se tomen unas palomitas y no creemos que sea suficiente una fiesta de cumpleaños con cuatro globos, una bandeja de bocadillos y una tarta con velas. Nos aterroriza que alguien les haga daño, pero nunca les preguntamos si han sido cariñosos con todos los niños de su clase. Nos dicen, incluso, los más transgresores, que el hecho de que un niño pida perdón es una humillación y que debemos cambiarlo por el "no volverá a pasar" y que el vocablo ´castigo´ debe suprimirse de cualquier diccionario educativo al día. Porque todo tenemos que suavizarlo, edulcorarlo. No somos siquiera capaces de hablar a nuestros hijos de la muerte, aun conscientes de que es una realidad que tarde o temprano tendrán que asumir. Queremos educar rectamente a nuestros hijos, pero nos escandalizamos si un profesor les castiga sin salir al recreo o les pega tres gritos por un mal comportamiento. Somos sus más férreos defensores, y nos convertimos así en los peores enemigos de su integridad.
Por protegerles, les protegemos de nuestros propios miedos, de nuestras propias inseguridades, sin entender que quizás sean ellos más capaces que nosotros de asumir la realidad de forma mucho más valiente. Y así, a fuerza de proteger, les convertimos en débiles, en incapaces.
Tenemos un miedo atroz del mundo salvaje en el que antes o después se van a encontrar, pero les educamos -sin querer- para ser parte de esa manada de depredadores en una cruel carrera por la supervivencia.
Dicen que las personas que hacen alarde de fuerza son las más débiles. Las personas fuertes no necesitan mostrarse como tales, pues el serlo les hace ya invulnerables. Son los débiles, los cobardes, los blandos, quiénes necesitan hacer uso y abuso de la poca fuerza que en sí mismos encuentran para no sentirse indefensos. No dejemos que sea el caso de nuestros hijos. Hagámosles fuertes haciéndoles sensibles a la realidad: al dolor, al sufrimiento, incluso a la muerte. Solo así lograremos que desaparezca el bullying.
Quizás, deberíamos hacer más caso de esa gran advertencia atribuida a Santa Teresa de Calcuta: "no te preocupes tanto de qué mundo les dejas a tus hijos, sino de qué hijos le dejas al mundo".
Quizás, los padres de ahora deberíamos virar nuestros esfuerzos: quizás deberíamos centrarnos menos en evitar que nuestros hijos sufran, y más en enseñarles a percibir el sufrimiento de los demás y empatizar con él. Quizás, no debería preocuparnos tanto con quién ha jugado nuestra hija en el cole y debería preocuparnos más si ella se ha preocupado de que ningún niño de su clase jugara solo. Quizás, deberíamos plantearnos más si nuestro hijo se ha esforzado por hacer felices a los niños que estaban a su alrededor. Quizás, no deberíamos tener tanto miedo de que nuestros hijos sufran por ver el sufrimiento de los demás.
Quizás, el principal problema, es que cuando vemos la noticia de que un niño se ha suicidado porque sufría ´bullying´, nos preguntamos primero si no será nuestro hijo también víctima de acoso, en vez de plantearnos si le estamos educando para no ser nunca un acosador.