Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Totoya, "dar a luz a un hijo al Cielo"

por Familia en construcción

 Hoy, este blog pretende ser solo un altavoz. Cualquier presentación de la carta que os dejo a continuación sería una mera distracción sin sentido, una pérdida de tiempo. No hay mucho que presentar; solo unas letras que admirar. Las de Totoya y Robert, unos padres que perdieron hace unos días a su niña, Totoyita, media hora después de nacer.

Por lo que, sirvan de breve presentación las palabras de la propia Totoya al final de su escrito: "esta carta no es para hacer llorar, ni para llevar a sensiblerías humanas, que las detesto. Sino un testimonio de cómo la gracia de Dios transforma nuestras vidas y nos llena de amor y fortaleza en aquellos momentos más duros de nuestras vidas".

Un testimonio de amor, fe y esperanza que llega a lo más hondo del corazón y vale más que mil discursos:

Os escribo estas líneas llena de vergüenza y rodeada de respetos humanos, sé que es políticamente incorrecto lo que estoy haciendo y que hoy en día no está bien visto demostrar los sentimientos. Sin embargo, siento la necesidad de contaros lo que hemos vivido estos días, pues en aquella habitación del hospital, no estábamos Robert y yo solos. Estabais todos allí con nosotros acompañándoos. Mi ejército de oración.
No os podéis imaginar la cantidad de mensajes y cariño que hemos recibido en estas horas. Noche y día. En plena madrugada, sonaba el móvil y miraba el mensaje: “No te creas que nos hemos dormido, seguimos a tu lado”. Tantas otras que no han mandado mensajes pero que sé han estado acompañándonos con su oración constante. Gente a la que ni siquiera conocemos a la que se les ha dicho tengo una amiga en esta situación, encomiéndala.

Pues bien, la gracia que Dios nos ha hecho vivir estos días también debe ser compartida, pues no es solo nuestra, es también vuestra y ese es el motivo por el que al final me atrevo a escribir.

Cuando nos dijeron que MªVictoria venía malita, puse en mi perfil. “No tengáis miedo”. No penséis que porque soy una heroína, más bien lo contrario, porque estaba aterrorizada ante lo que se nos venía encima y era una manera de recordarme a mí misma que no hay que tener miedo ante la gracia de Dios. Él nos pedía mucho, pero como me recordaba una amiga constantemente: “Dios no se deja ganar en generosidad, y te devolverá mucho más de lo que te pide.”

Una monjita, íntima amiga de la familia, me decía, “Totoya, ¿te das cuenta de que has dado a luz a cuatro hijos a este mundo, pero que esta vez vas a dar a luz a un hijo al Cielo?". Estas palabras las he guardado en mi corazón todos estos meses. Mi pequeña Mª Victoria estaba llamada a nacer directamente a la Vida Eterna. ¿Cómo no íbamos a acompañarla con inmenso amor a la Felicidad Eterna? Esa es mi misión de madre con los que ya tengo, que sean felices y que lleguen al Cielo. Esta vez, era distinto porque sabía que ella alcanzaría el premio eterno en pocos minutos, sin luchas, ni sufrimientos.

Durante las 42 horas de parto mi gran ilusión era que naciera viva, que la pudiéramos bautizar y darle mil besos y achuchones, y poderle decir despacito cuanto la queremos y que la queremos como es, con sus orejitas bajas, sus puñitos cerrados y su corazoncito enfermo. Aunque nos dieran a elegir mil veces, ella sería la elegida, malita como nos llegaba, así ha sido amada desde su concepción.

Esas largas horas, fueron inmensamente duras, no tanto por los dolores físicos, que se llevan mejor, sino por los dolores morales. Desde el principio los médicos nos dejaron claro que como ella no podría sobrevivir en mi parto sólo les importaba una persona, y esa era yo. No pondrían mi vida en riesgo pues nuestra gordita no tenía ninguna opción de supervivencia. “¿No ves que las demás tienen dos monitores, el de la madre y el hijo y tú solo tienes uno? Eso es porque en los demás partos estamos preocupados por dos personas. En el tuyo, al ser un caso especial, solo nos preocupas tú”. Era un dolor tan intenso en el alma oír aquellas palabras cuando cada fibra de mi ser me decía que ella era mi prioridad absoluta. Como madre yo pensaba en ella primero y después en mí.

Entonces ahí estáis todos vosotros, mi ejercito de oración, yo cerraba los ojos y pensaba donde no llega la medicina, llega la gracia de Dios. No temas Totoya, tienes un ejército rezando para que nazca viva, y ahí me confiaba y la fe me daba fuerzas. Sabía que aunque teníamos que desafiar a la medicina que decía que un parto tan largo es casi imposible que lo supere un niño normal, cuanto menos lo iba a superar nuestra Totoyita con un corazón tan enfermo. Además venía de nalgas y tuvieron que girarla para ponerla en cefálica, maniobra difícil en la que podía haber dejado de latir su corazón. Sin embargo, cuando pedíamos oír el monitor para saber si seguía con nosotros, la respuesta era siempre la misma, ese sonido tan hermoso de su corazoncito galopando, el canto de la vida. Esa era mi niña, mi campeona. Tan pequeña, tan débil y tan fuerte que nos demostraba que también quería nacer, para recibir todo nuestro cariño antes de irse a los brazos del Padre.

Y así llegó el momento del parto. Ya habíamos avisado para que el sacerdote bajara a partitorio a bautizarla. Y allí estábamos todos. Robert de mi mano, al que hoy quiero más que nunca, no me dejó sola ni un segundo, sin comer, sin beber, sin dormir. Los médicos, las matronas, las enfermeras, los celadores y por supuesto, el sacerdote que iba a convertir en hija de Dios a nuestra gordita. Dos empujones y allí estaba nuestra princesa, tan pequeña, tan bonita, tan frágil. Todo había merecido la pena.

Me la pusieron encima sin cortar aun el cordón y allí desnudita sobre mi pecho cubierta con una toalla caliente, rodeada de las caricias y besos de Robert y míos la bautizó el sacerdote. Lo que vivimos en aquellos momentos es imposible de explicar con palabras. Para mí es como si no hubiese techo y el cielo y la tierra estuviesen unidos por unos breves momentos. Había 18 o 20 personas en el paritorio y un silencio absoluto, caras de respeto, de asombro, de admiración, y una presencia muy especial, era un ambiente completamente sobrenatural. Nunca he vivido nada igual y no creo que lo vuelva hacer. El amor lo envolvía todo. Mi niña ya era hija de Dios y su fragilidad humana se había vuelto fortaleza divina. Ahora sí era de verdad una princesa, hija del Rey y la Reina del universo. Nuestra Madre que al igual que hizo con su Hijo al pie de la Cruz, allí estuvo a nuestro lado en todo momento. Cuando terminó el bautizo el sacerdote nos dijo: “En 20 años de sacerdocio no he vivido nada tan bonito como lo que he vivido esta noche”.
Nos pasaron a la sala de dilatación donde dejaron pasar a nuestros hijos cuya máxima ilusión era conocer y dar un beso a su hermanita. Nunca sabrán en el hospital lo agradecidos que estamos. Y allí, rodeada del amor de todos los que desde el primer momento la acompañamos en su corta existencia, su abuelo, sus tíos, prima, padres y hermanos, nos dejó para partir al Cielo. Pasó de mis brazos a los de la Virgen, a recibir los más bellos besos y abrazos que cualquier ser humano pueda desear.

Todo el sufrimiento y dolor que puede sentir el corazón de unos padres cuando pierden a su hija, se veía dulcificado. No era un dolor que deja un vacío, una desesperación, la devastación y la nada. Sino que era un dolor inmenso, el mayor que hemos pasado en nuestras vidas, pero era sereno, lleno de paz, de aceptación, de amor, de esperanza, de alegría (aunque esto pueda escandalizar). Teníamos una hija en el Cielo, y el Señor nos dejó acompañarla de la mano hasta el final. Una santa en la familia. Nuestra Santa. Santa Mª Victoria y para nuestra familia Santa Totoyita.

Antes de irse en ese ratito de intimidad que tuvimos no podía olvidarme de vosotros que estuvisteis ahí noche y día acompañándonos. Le dimos una misión para el Cielo. “Preciosa mía, has tenido un ejército rezando para que nacieras, nos han acompañado hasta aquí, y ahora tú cuando llegues a los brazos del Padre tienes que hablar bien de ellos, pedirles a Jesús y a la Virgen por todos y cada uno de ellos y sus familias. Como decía Santa Teresita del Niño Jesús, tienes que pasar tu eternidad haciendo bien sobre la tierra y mandándonos una lluvia de pétalos, de gracias. Pide por tus padres y hermanos. Por tus tíos y primos, por tus padrinos, por tus abuelos, que te hemos querido con locura, como eres, desde el momento de tu concepción. Te encomiendo muy especialmente a nuestros colegios, y a todas sus familias. Cuánto hemos recibido de ellos gratuitamente!!!! A todas las comunidades religiosas que nos han acompañado, y a todos aquellos que nos han tenido presentes en sus oraciones. Dale el beso más grande y lleno de ternura a nuestra querida Lelelita, (mi madre), que fue la que nos formó y nos enseñó que esta vida es un camino hacia el Cielo. Le debemos todo!!!!! Qué orgullo ser su hija!!!!

Tengo que decir, que el trato en el hospital, fue exquisito. Con que delicadeza y medida nos dieron la medicación para evitar que se nos fuera antes de tiempo, tantas guardias, médicos, matronas y enfermeras que conocimos todas aportando su cariño y profesionalidad. Respetando en todo momento nuestras decisiones y sabiendo entender cuánto amor había en el nacimiento de nuestra gordita. A todas les estaré eternamente agradecida y estarán en nuestras oraciones y las de Mª Victoria para siempre. Pero especialmente a las ginecólogas que nos ayudaron a que naciera, y a la matrona Laura, que fue como un ángel de la guarda durante las últimas horas.

Esta carta no es para hacer llorar, ni para llevar a sensiblerías humanas, que las detesto. Sino un testimonio de cómo la gracia de Dios transforma nuestras vidas y nos llena de amor y fortaleza en aquellos momentos más duros de nuestras vidas. (“No tengáis miedo”. San Juan Pablo II)

Un fuerte abrazo y gracias por acompañarnos en todo momento.

Robert y Mª Victoria.

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