"No los matéis, dádmelos a mí".
Hoy, desgraciadamente, más de veinte años después, el grito de Teresa de Calcuta sigue ahogado como un sollozo en el vacío; el vacío terrorífico y atroz del alma de una sociedad que no quiere escuchar lo que no le interesa. El problema va más allá de la eterna discusión de si "mi bombo es mío" o no es solo un bombo, el problema no es si "con mi cuerpo puedo hacer o no lo que me dé la gana", el problema no es si existen circunstancias en las que una mujer debería poder abortar sin cortapisas o no. El problema de fondo es por qué una sociedad llega a hacerse todas esas cuestiones, que derivan en rotundas e impúdicas afirmaciones del derecho a matar. El problema de fondo es qué lleva a una mujer a defender que puede hacer lo que quiera con el hijo de sus entrañas, con el único requisito de que aun no se haya separado del cuerpo de su madre. Y la respuesta es sencilla, insisto: la falta de amor.
La más evidente prueba de esta premisa es el aberrante -y prácticamente admitido por todos- presupuesto eugenésico de la Ley del ´85: ´malformación del feto´. Solo la nomenclatura que se le ha dado repugna a los oídos. Es una terminología que ya de por sí genera rechazo. Pocos, hoy en día, están dispuestos no solo a aceptar, sino a amar a un hijo que tenga alguna anomalía congénita, ya sea física o mental. Es la falta de amor la que hace que muy pocos estén dispuestos a cuidar y querer a un hijo con síndrome de down, parálisis cerebral, o una anomalía cardiológica que dificulte la vida más allá del nacimiento. Sus vidas, a ojos de una sociedad vacía, carecen de sentido y de utilidad, tanto para ellos como para sus familias. El amor, el sentido último del hombre, ha desaparecido de su perspectiva, por lo que lo razonable, en esos parámetros, es eliminar a cualquiera que no cumpla con unos requisitos de eficacia mínimos.
"La Madre que esté pensando en tener un aborto, -decía Teresa de Calcuta-debe ser ayudada a amar, a dar hasta que le duelan sus planes, o su tiempo libre, para que respete la vida de su hijo. (...) Con el aborto, la Madre no aprende a amar, sino a matar hasta a su propio hijo para resolver sus problemas. (...) Cualquier país que acepte el aborto, no le enseña a su gente a amar, sino a utilizar violencia para recibir lo que quieran. Es por esto que el mayor destructor del amor y de la paz es el aborto".
Sin embargo, gracias a Dios, queda la esperanza. Como Teresa de Calcuta, el amor no solo debe extenderse a los niños no nacidos, -que ella se ofrecía a acoger con gusto-, sino también a aquellos que son incapaces de amar, pero a los que solo el amor puede salvar. Como rezaba aquel gran santo que fue San Juan de la Cruz, "pon amor donde no hay amor y encontrarás amor". Y es que solo el amor puede reponer ese vacío que deja la falta de amor y está en nuestra mano que así sea.