Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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"No los matéis, dádmelos a mí".

por Familia en construcción

 "No los matéis, dádmelos a mí". Hoy hace más de 20 años que Santa Teresa de Calcuta expresó en Naciones Unidas ese grito de socorro en nombre de los niños asesinados por medio del aborto. Un grito de auxilio lleno de amor, amor sin límites, amor incondicional, proyectado por una mujer a la que nadie puede acusar de lo contrario. Una mujer menuda, sin demasiado encanto físico, pobre entre los pobres, de pie y llena de valor ante un auditorio repleto de personalidades políticas y religiosas de todo el orbe, dando la cara por esos niños y diciendo sin temor a la censura que "el aborto es la peor amenaza contra la paz, porque es hacer la guerra al niño inocente". Pero la clave de sus palabras no fueron la valentía de lo que decía, ni su fuerza y su vigor, sino su coherencia. Una mujer que no solo sabía amar, sino que había convertido en un signo de amor su vida entera, pedía amor ante un mundo vacío, hueco. Eso era todo lo que hacía la Madre Teresa de Calcuta, "no los matéis, dádmelos a mí". Esa mujer que había entregado su vida al Amor, era perfectamente consciente de cuál era el gran mal que acechaba a esta ´civilización´, la causa de ese mal inmenso que es el aborto: una sociedad cansada de amar. Una sociedad que se ha acostumbrado tanto a mirarse a sí misma que es incapaz de abrir los ojos a la realidad y defender la vida del ser humano más indefenso.

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Hoy, desgraciadamente, más de veinte años después, el grito de Teresa de Calcuta sigue ahogado como un sollozo en el vacío; el vacío terrorífico y atroz del alma de una sociedad que no quiere escuchar lo que no le interesa. El problema va más allá de la eterna discusión de si "mi bombo es mío" o no es solo un bombo, el problema no es si "con mi cuerpo puedo hacer o no lo que me dé la gana", el problema no es si existen circunstancias en las que una mujer debería poder abortar sin cortapisas o no. El problema de fondo es por qué una sociedad llega a hacerse todas esas cuestiones, que derivan en rotundas e impúdicas afirmaciones del derecho a matar. El problema de fondo es qué lleva a una mujer a defender que puede hacer lo que quiera con el hijo de sus entrañas, con el único requisito de que aun no se haya separado del cuerpo de su madre. Y la respuesta es sencilla, insisto: la falta de amor.

La más evidente prueba de esta premisa es el aberrante -y prácticamente admitido por todos- presupuesto eugenésico de la Ley del ´85: ´malformación del feto´. Solo la nomenclatura que se le ha dado repugna a los oídos. Es una terminología que ya de por sí genera rechazo. Pocos, hoy en día, están dispuestos no solo a aceptar, sino a amar a un hijo que tenga alguna anomalía congénita, ya sea física o mental. Es la falta de amor la que hace que muy pocos estén dispuestos a cuidar y querer a un hijo con síndrome de down, parálisis cerebral, o una anomalía cardiológica que dificulte la vida más allá del nacimiento. Sus vidas, a ojos de una sociedad vacía, carecen de sentido y de utilidad, tanto para ellos como para sus familias. El amor, el sentido último del hombre, ha desaparecido de su perspectiva, por lo que lo razonable, en esos parámetros, es eliminar a cualquiera que no cumpla con unos requisitos de eficacia mínimos.

"La Madre que esté pensando en tener un aborto, -decía Teresa de Calcuta-debe ser ayudada a amar, a dar hasta que le duelan sus planes, o su tiempo libre, para que respete la vida de su hijo. (...) Con el aborto, la Madre no aprende a amar, sino a matar hasta a su propio hijo para resolver sus problemas. (...) Cualquier país que acepte el aborto, no le enseña a su gente a amar, sino a utilizar violencia para recibir lo que quieran. Es por esto que el mayor destructor del amor y de la paz es el aborto".

Sin embargo, gracias a Dios, queda la esperanza. Como Teresa de Calcuta, el amor no solo debe extenderse a los niños no nacidos, -que ella se ofrecía a acoger con gusto-, sino también a aquellos que son incapaces de amar, pero a los que solo el amor puede salvar. Como rezaba aquel gran santo que fue San Juan de la Cruz, "pon amor donde no hay amor y encontrarás amor". Y es que solo el amor puede reponer ese vacío que deja la falta de amor y está en nuestra mano que así sea.

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