Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Visión cristiana de la evolución

por Tomás Alfaro

La mirada penetrante de Charles Darwin durante su viaje científico alrededor del mundo embarcado en el Beagle entre 1831 y 1835 descubrió lo que ahora es una afirmación difícilmente discutible. A saber: Que la vida que hierve sobre la Tierra no fue creada en su estado actual, sino que las distintas especies evolucionan unas a partir de las otras en un intento de adaptación al medio a través de la “lucha por la vida”. No son pocas las interpretaciones erróneas, anticientíficas y perversas que se han dado a esta idea de lucha por la vida. El llamado darwinismo social, ideología que hubiese espantado al propio Darwin, está en la base de totalitarismos tan horribles como el Nazismo. Esta aberración nace de la poco afortunada frase de “lucha por la vida”. Ésta, parece indicar una confrontación violenta, pero no es éste su sentido. Un ratón más asustadizo que otro puede iniciar la huída ante un gato una fracción de segundo antes que otro más “valiente”. Aquel salva la vida y la transmite mientras que éste muere sin descendencia. Nadie dirá que esta “lucha por la vida” supone un dominio por la fuerza de un ratón sobre el otro. Pero no quiero centrarme en las cuestiones sociales que se han derivado del darwinismo, sino en su aspecto puramente biológico. La teoría darwinista de la evolución, enunciada por Darwin en 1859, se completó al desarrollarse la genética, disciplina desconocida en sus tiempos. La teoría resultante es la llamada teoría sintética de la evolución. Antes he dicho que nadie, hoy día, duda de la evolución de las especies ni, por tanto, de que el cuerpo del hombre deriva de otras especies. Los hallazgos paleontológicos de Atapuerca han arrojado nueva luz, sin zanjar la cuestión, sobre quienes pueden ser nuestros abuelos como especie. Nuestro cuerpo de homo sapiens es primo más o menos lejano de chimpancés, gorilas y orangutanes, sobrino de diversos tipos de australopitecos y puede que del hombre de Atapuerca. Sin embargo, si bien parece indudable que la evolución de las especies ha hecho aparecer nuestro cuerpo de homo sapiens en este planeta, hay dos puntualizaciones imprescindibles desde una óptica cristiana. La primera se refiere a la propia teoría sintética de la evolución. Ésta afirma categóricamente que los únicos motores de la evolución son la adaptación al medio y el azar. La adaptación al medio seleccionaría los organismos mejor dotados para sobrevivir en ese medio y transmitir los genes causantes de esa mejor adaptación a la descendencia. Nada que objetar a esto si se interpreta bien el sentido de adaptación al medio o, si se prefiere, “lucha por la vida”. Pero no puede decirse lo mismo del azar. Afirmar categóricamente que las mutaciones genéticas que modifican los organismos se producen únicamente por el azar es algo gratuito y absolutamente indemostrable científicamente. Si yo tiro un millón de veces un dado al aire, cada numero saldrá, de forma aleatoria, aproximadamente 166.666 veces. Pero si una mano invisible coloca voluntariamente una vez el dado en el 5, nadie será capaz de demostrar a posteriori esa intervención no aleatoria. La aplicación estricta de la teoría sintética de la evolución nos llevaría a la conclusión de que la ésta no tiene una orientación y que la aparición del cuerpo del homo sapiens en la Tierra ha sido fruto de una pura casualidad. Pero es perfectamente lícito negar la mayor. Si no se puede demostrar que todas las mutaciones son debidas al azar cabe que las debidas a otra causa, por pocas que sean, dirijan la evolución precisamente hacia el hombre. Y esto es exactamente lo que creo como cristiano. El cuerpo del hombre estaba pensado por Dios y Él se ha valido de alguna intervención subrepticia en el azar para que éste llegue a aparecer. La evolución tiene como fin, ni más ni menos, que la aparición del cuerpo del hombre. La segunda puntualización se refiere al alma del hombre. Es verdad que Dios parece haberse valido de la herramienta de la evolución para producir nuestro cuerpo a partir del barro figurado del Génesis. Pero no es menos cierto para un cristiano, que el alma de cada hombre ha sido creada de forma particular y exclusiva por Dios para todos y cada uno de nosotros e infundida por Él en nuestro cuerpo. Nuevamente esta creencia cristiana no entra en contradicción con ningún principio científico. La ciencia sólo puede hablar con autoridad de lo que se puede tocar, pesar o medir y, por lo tanto, el alma cae totalmente fuera de su esfera de conocimiento. La ciencia no puede decir que el alma no existe porque se escape a la medición. Sólo puede decir que no sabe nada de ella. Por lo tanto, al César lo que es del César... yo no puedo convencer científicamente a un no creyente de que lo que digo sea cierto. Pero, de la misma manera, ningún razonamiento puede tachar de incompatibles con la ciencia las creencias católicas que acabo de enunciar. Lleve el no creyente su agnosticismo como pueda. Pero que ningún cristiano lleve su fe como una losa que le impida afirmar que, como hombre de su tiempo que es, participa de las verdades que la ciencia va descubriendo. Más aún, el cristiano puede y debe llevar su fe como una Buena Noticia que da respuesta a las preguntas que la ciencia no puede contestar: ¿Qué somos?, ¿para qué estamos aquí?, ¿qué va a ser de nosotros?
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