El mito de los científicos ateos
por Tomás Alfaro
Si hiciésemos una encuesta por la calle, y, por lo tanto, al hombre de la calle, sobre si existe algún tipo de incompatibilidad entre la ciencia y la religión, creo que el sí obtendría una mayoría abrumadora. Y, seguramente, si preguntásemos por qué creen eso, nos dirían que porque casi todos los científicos son ateos. Y lo segundo es casi tan falso como lo primero. Acabo de leer un magnífico libro que recomiendo fervientemente a todo el mundo. Se llama: “Los científicos y Dios [1]” y su autor, Antonio Fernández-Rañada es catedrático de Física Teórica de la Universidad Complutense de Madrid. El libro repasa las opiniones de muchísimos científicos célebres –desde Pascal, Kepler y Galileo, hasta Stephen Jay Gould, Stephen Hawking y Richard Feynman– sobre la existencia de Dios, la religión en general y la relación de ambas cosas con la ciencia. No he hecho un recuento de la adscripción de cada científico, pero en líneas generales, del libro se desprende lo siguiente: 1º Muy pocos de los grandes científicos son declaradamente ateos. Y de éstos, no todos hacen gala de ello o se consideran ateos militantes. 2º La inmensa mayoría de ellos, tienen un profundo sentido de religiosidad basada en el orden manifiesto y grandioso que perciben en el universo al profundizar en la ciencia. Esta religiosidad les hace ser muy sensibles al misterio que se esconde en el fondo de la naturaleza. Así lo expresa Einstein “Las leyes de la naturaleza manifiestan la existencia de un espíritu enormemente superior a los hombres... frente al cual debemos sentirnos humildes, [...] como un niño que entra en una biblioteca inmensa cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es, en mi opinión, la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. 3º Una buena parte de ellos son agnósticos, en el sentido etimológico de la palabra, sobre la existencia de un Dios personal. Quizá sea paradigmático de esta postura el biólogo español Severo Ochoa. Amigo del filósofo Xavier Zubiri, decía: “Zubiri ve a Dios en la creación de la materia. Yo no lo sé”. Poco antes de su muerte, fue entrevistado en televisión y le preguntaron, por separado, si creía que existía un Dios personal y un destino para el hombre más allá de este mundo. A ambas preguntas contestó lacónicamente con un: “No lo sé”. 4º Otros muchos creen en la existencia de un Dios personal y muchos de estos en ese destino trascendente a este mundo. 5º Sin embargo, sólo un puñado de ellos se adscriben a una religión concreta y siguen sus prácticas. Y, cuando lo hacen es, en general, de una manera un tanto libre. Estas actitudes religiosas personales, se traducen en que la inmensa mayoría de ellos no ve ninguna oposición entre ciencia y religión. Los hay desde los que piensan que ambas son simplemente dos esferas aisladas del conocimiento, hasta los que creen que son dos formas de dar una explicación sobre el mundo que se complementan mutuamente. Algunos, como Robert Jastrow reconocen, muy a su pesar, que la ciencia está descubriendo cosas que la revelación ya había dicho: “No es cuestión de otro año ni de otra década, ni de descubrir una nueva teoría, hoy parece que la ciencia nunca será capaz de levantar el velo que cubre el misterio de la creación. Vemos que la evidencia astronómica lleva a una visión bíblica del mundo. Los detalles difieren, pero lo esencial de las exposiciones de la Biblia y la astronomía coinciden... Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos [2]”. Los hay que dicen que su religiosidad les impulsa a su búsqueda científica o viceversa. Muchos opinan, sean o no cristianos, que la ciencia sólo podía nacer en la matriz del cristianismo. Porque éste postula un Dios creador de un mundo real y consistente, con unas leyes coherentes e inteligibles, y que ha dotado al hombre, siempre según creencia cristiana que pueden compartir o no, de inteligencia para buscar la verdad. Es piensan, esta creencia, cierta o falsa, la que ha hecho nacer la ciencia. Pero en el libro al que me estoy refiriendo, se citan, además, cuatro encuestas realizadas a científicos que pudiéramos llamar anónimos. En la primera, realizada en 1916 a científicos americanos, el 41,8% se declararon creyentes (personal belief), el 16,7% agnósticos (doubt or agnosticism) y el 41,5% no creyentes (personal disbelief)[3]. En 1996, para comprobar cómo habían variado en 80 años estos porcentajes, se repitió exactamente el mismo estudio. Los resultados fueron: 39,3% creyentes, 14,5% agnósticos y 45,3% no creyentes[4]. En contra de lo que pudiera pensarse, los resultados fueron prácticamente iguales, con tan sólo un ligero deslizamiento hacia la increencia, principalmente de los agnósticos. En las dos encuestas se utilizó la misma definición de Dios: “alguien a quien uno puede rezar esperando una respuesta”. Larson y Witham, los autores de esta última encuesta, citan, en su artículo de Nature, otra encuesta, realizada por la Comisión Carnegie sobre 60.000 profesores de ciencias. 34% se declararon conservadores religiosos y el 43% asistían a la iglesia 2 o 3 veces al mes. La cuarta encuesta fue realizada por la Fundación Giovanni Agnelli de Turín en 1989 a científicos italianos sobre su actitud hacia la religión. 18% se declararon creyentes en un Dios personal, otro 18% deístas, 16% en búsqueda, 25% agnósticos y 22% ateos. El 58% admitió que la ciencia y la fe son “dos perspectivas distintas y complementarias con motivaciones diferentes” y sólo un 12% las consideró incompatibles. El 89% opinó que su sujeción al método científico no impide una visión del mundo más amplia que la que se desprende de la ciencia[5]. ¿De dónde viene entonces esa creencia del hombre de la calle de que ciencia y religión están enfrentadas y de que los científicos son casi unánimemente ateos? Uno de los primeros en crear esa mentalidad y puede que el que más éxito haya tenido, aunque sea menos conocido por el hombre medio que Stephen Hawking o Carl Sagan, es Jaques Monod, premio Nobel de medicina en 1965. En su obra paradigmática, “El azar y la necesidad”, escrita en 1970, reconoce que todo su libro es en una contradicción contra su premisa mayor, ya que se basa en una creencia personal. Dice en su obra que la negación sistemática de causas finales, a lo que él llama postulado de objetividad, es “un postulado puro, por siempre indemostrable, porque es imposible de imaginar un experimento que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza”. Afirma también que “establecer un postulado de objetividad –es decir, la negación de causas finales– como la condición del conocimiento verdadero es una elección ética y no un juicio de conocimiento...”. Por lo menos, Monod reconoce explícitamente su contradicción, cosa que pocos de sus colegas que defienden la visión atea de la ciencia hacen. Pero esto no le impide afirmar categóricamente, hablando ex-cátedra, que somos fruto del puro azar, que toda norma moral y creencia es por tanto irracional y anticientífica y que un día la ciencia dará cuenta, sobre bases químicas, de las aspiraciones del hombre a la verdad, la bondad y la belleza. ¡Si él lo dice! Pero podría responderle con las palabras de Louis Pawels: “Ahora bien, si alguien, abusando de la autoridad científica –la cual, que yo sepa, no tiene por misión desesperar al hombre– me dice: ‘nada maravilloso puede encontrarse en este mundo’, me negaré obstinadamente a prestarle oídos. Con mis pobres medios, y con toda mi pasión proseguiré mi búsqueda. Y si no encuentro nada maravilloso en esta vida, diré, al despedirme de ella, que mi alma estaba embotada y mi inteligencia ciega, no que no hubiese nada que encontrar”. Pero son cientos los grandes científicos, también premios Nobel muchos de ellos, que han escrito libros en los que se postula la complementariedad entre la ciencia y la religión o se proclama el sentimiento religioso o cuasi-religioso que sus autores sienten hacia el misterio que han descubierto en el orden de la naturaleza y su creencia de que muchas cuestiones, generalmente las más importantes para el ser humano, caen y caerán siempre más allá de los límites de la ciencia. Ignoro por qué el impacto mediático es siempre mayor para aquellas obras, escritas por ateos militantes, en las que se postula ese enfrentamiento, que para las que ven su complementariedad. Ninguna obra de los cientos de ellas que se han escrito por éstos, ha tenido la repercusión de las obras de Jaques Monod, Stephen Hawking o Carl Sagan. Sería un interesante estudio sociológico que analizase las causas de este fenómeno. Pero es cierto y ocurre. A mí me ha perjudicado directamente. Pero, más allá del mito de los científicos ateos, que no es más que eso, un mito, hay un tema que me pregunto como cristiano. ¿Por qué, tan pocos científicos, nacidos la mayoría en un mundo de cultura cristiana, orientan su religiosidad hacia el cristianismo practicante? Creo que la mayoría de ellos han desarrollado en cierta medida la virtud de la humildad al sentir un profundo respeto por el misterio que descubren en el cosmos y verse tan pequeños frente a la inmensidad del universo. De ahí su religiosidad más o menos deísta. Pero, a mi modo de ver, les falta sencillez. La sencillez a la que hacía referencia Cristo cuando gritó: “Yo te alabo Padre porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos”[6]. Esa sencillez que no hay que confundir con la simpleza. La simpleza va asociada a la falta de inteligencia o a la extrema incultura. Los científicos no pueden ser simples. La simpleza es una pena. La sencillez es otra cosa. Para no liarme con definiciones sobre simpleza, sencillez, complejidad o complicación, recurriré a imágenes. Una cuerda es simple. Una red de tres dimensiones es compleja. La complejidad es lo opuesto a la simpleza. La complejidad es riqueza de relaciones entre los conocimientos. Los científicos tienen que ser complejos. Si la cuerda está estirada, además de simple, es sencilla. Si la red tridimensional está colgada limpiamente de sus cuatro esquinas superiores, es sencilla, a pesar de su complejidad. Si cualquiera de las dos, cuerda o red, están enredadas, son complicadas, sean simples como la cuerda o complejas como la red. La complicación es lo opuesto a la sencillez. Una persona simple y complicada es algo patético. Si es simple y sencilla, puede ser una fuente de paz. Pero la complejidad suele empujar a la complicación y eso es lo que creo que les pasa a la mayoría de los científicos. Con este concepto de complicación no me refiero a la incapacidad de explicar con sencillez sus conocimientos. Puede haber científicos brillantes que expliquen con gran sencillez sus complejos conocimientos sin ser sencillos ellos mismos. Me refiero a la actitud de acoger las cosas con sencillez. La frase de Jastrow antes citada es el epítome de esa falta de sencillez: “Para el científico que ha basado su vida en la fe en el poder de la razón, la historia acaba como un mal sueño[7]. Ha escalado las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el pico más alto y, cuando se alza sobre la roca final, es recibido por un grupo de teólogos que estaban sentados allí desde hace siglos”. En vez de alegrarse de que haya una verdad revelada, le parece un mal sueño. Cómo aceptar, si no es con la sencillez, que cuando usando nuestras fuerzas hemos escalado, como Sísifo, el monte de la búsqueda de sentido, sea Dios en persona el que evite que la piedra de nuestra vida ruede ladera abajo. Que nos diga “venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras vidas[8]”. Que nos descubra que él es el camino, la verdad y la vida. Cómo aceptar que todos los días se puede hacer presente dentro de nosotros a través de lo que parece ser tan sólo un trozo de pan. Cómo que nos pueda reconciliar con él y con nosotros mismos con un “tus pecados te son perdonados”. Cómo que esto lo haga a través de hombres pecadores. Sólo la sencillez nos permite aceptar estas cosas. Y para alguien que necesariamente tiene que ser complejo para ejercer su profesión, esta sencillez es muy difícil. Sólo hay una manera: ver en la revelación un regalo. Cuando hemos llegado a la cima más alta de la montaña que nos lleva a la verdad, al sentido, aceptar que no podemos ir más arriba hagamos lo que hagamos, porque para volar se necesitan dos alas y la razón es sólo una. Entonces darnos cuenta de que Dios nos da el don de otra ala, la de la fe, para poder ascender más allá de la cumbre, hasta él. Y que esta segunda ala no contradice a la primera, sino que la ayuda. Y aceptar que la revelación no es un libro. Es una persona. Es el mismo Dios encarnado. Es, en términos griegos, el Logos, el Orden del universo encarnado. Para esto no basta con la humildad que nos lleva al asombro, la que Einstein decía que debía ser “la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”. Es necesaria una segunda vuelta de la tuerca de la humildad para llegar a la sencillez. [1] Antonio Fernández-Rañada, Ediciones Nobel, Colección Jovellanos de ensayo. [2] Robert Jastrow, God and the astronomers, 2ª edición, Norton, New York 1992, pp 14, 103-107. [3] J. H. Leuba, The belief in God and Inmortality: A Psycological, Antropological and Statistical Study, Sherman, French & Co., Boston, 1916. [4] Edward J. Larson y Larry Witham, “Scientist are still keeping their faith”, Nature, vol. 386, 435-436, 3 April, 1997. [5] A. Ardigo e F. Garelli, Valori, scienza e trascendenza, Fondazione Giovanni Agnelli, Turín, 1989. [6] Mateo 11, 25; Lucas 10,21 [7] La negrita es mía [8] Mateo 11, 28-29
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