Domingo, 27 de octubre de 2024

Religión en Libertad

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Jean Paul Sartre; Ecce homo I

por Tomás Alfaro

Empiezo aquí una serie de cuatro entradas sobre Jean Paul Sartre que pretenden analizar su personalidad y trayectoria ideológica a traves de tres textos suyos. La cuarta entrada será una carta que le escribí y que aparece en mi libro "Al sueño de la muerte hablo despierto" editado por la BAC. Posiblemente, Sartre sea uno de los autores que más huella ha dejado en las dos últimas generaciones y que más ha contribuido a la descristianización de occidente. Por eso creo que merece la pena este recorrido. “Cherchez la femme”, “buscad la mujer”, dice un viejo adagio francés cuando se produce una situación que se sale de lo normal en la vida de un hombre. “Buscad al ser humano”, me atrevería a decir cuando se analiza el pensamiento de alguien. Y el ser humano se encuentra en el niño. “Buscar el niño”, por tanto, si queréis conocer las razones profundas de la forma de pensar de alguien. Si queremos saber las razones profundas del pensamiento de Sartre, dejémosle a él mismo que nos descubra su infancia. Sigamos el hilo del libro autobiográfico de su niñez, escrito cuando tenía unos cincuenta y tantos años. Me refiero a “Les mots”, “Las palabras”. Tal vez así entendamos cuál es la razón profunda del odio de Sartre hacia Dios y hacia la religión, cuales son las razones que le han llevado a empujar a tanta gente hacia la desesperanza y la náusea de la vida. Hagamos silencio y escuchemos. Yo, me abstendré de ningún comentario. Si alguien quiere profundizar, que se compre el libro. Si quiere comprobar lo que escribo, sigo el texto francés, que traduzco aquí, de Editions Gallimard, colección “folio”, de mayo del 2002. Después, que cada uno saque sus conclusiones. “No hay padre bueno, es la regla; no se tome esto como un agravio a los hombres sino a la relación de paternidad, que está podrida. ¡Hacer niños, nada mejor; tenerlos[1], qué iniquidad[2]! (Creo que merece la pena leer esta nota a pie de página). Si hubiese vivido, mi padre se hubiese acostado sobre mí cuan largo era y me hubiese aplastado” (pag. 18). ------------- “Mandar, obedecer, es un todo. El más autoritario manda en nombre de otro, de un parásito sacralizado –su padre–, transmite las violencias abstractas que sufrió. En mi vida, no he dado ninguna orden sin reírme, sin hacer reír. Y es que yo no fui roído por el afán de poder: Nunca me enseñaron la obediencia”. “¿A quién obedecería? Me enseñan una joven gigante, me dicen que es mi madre. Por mi parte, más bien la tomaría por una hermana mayor. Esta virgen en residencia vigilada, sometida a todos, veo claramente que está ahí para servir. La quiero, pero ¿cómo podría respetarla si nadie la respeta? Hay tres habitaciones en nuestra casa, la de mi abuelo, la de mi abuela, la de los “niños”. Los niños somos nosotros: igualmente menores e igualmente mantenidos. Pero todos los cuidados son para mí. En mí habitación, pusieron una cama de soltera. Esta soltera duerme sola y se despierta castamente; yo duermo todavía cuando ella se levanta y se va al cuarto de baño; vuelve completamente vestida. ¿Cómo podría yo haber nacido de ella? Me cuenta sus desgracias y yo escucho con compasión: más adelante me casaré con ella para protegerla. Se lo prometo: extenderé mi mano sobre ella, pondré mi joven importancia a su servicio. ¿Se puede pensar que la vaya a obedecer? [...]” “Quedaba el patriarca: se parecía a Dios Padre, al que tomaban a menudo por él. Un día, entró en una iglesia por la sacristía; el cura amenazaba a los tibios con los rayos celestiales: “¡Dios está ahí y os ve!” De repente, los fieles descubrieron junto al altar a un gran anciano barbudo que les miraba: salieron huyendo. Otras veces mi abuelo decía que se abrazaron a sus rodillas. Le tomó gusto a las apariciones. [...]. Cuando su barba era negra, había sido Jehová y sospecho que Emilio (Emilio era el padre de Sartre, yerno de ese abuelo-Jehova. La aclaración es mía), murió de él, indirectamente. Este Dios de cólera se nutría de la sangre de sus hijos. Pero yo aparecí al término de su larga vida, su barba había blanqueado, el tabaco la había amarilleado y la paternidad ya no le divertía. Pero, sin embargo, si me hubiese engendrado creo que no hubiese podido librarse de servirme: por hábito. Mi suerte fue pertenecer a un muerto: un muerto había derramado algunas gotas del esperma que es el precio ordinario de un niño; yo era un feudatario del sol, mi abuelo podía disfrutar de mí sin poseerme: yo fui su “maravilla”, porque deseaba acabar sus días como viejo maravillado; tomo el partido de considerarme como un favor singular del destino, como un don gratuito y siempre revocable; ¿qué podía exigir de mí? Yo le llenaba con mi sola presencia. Él fue el Dios de Amor, con su barba de Padre y el Sagrado Corazón del Hijo; me imponía las manos, yo sentía sobre mi cráneo el calor de sus palmas, el me llamaba su pequeñito con una voz que desbordaba ternura, las lágrimas empañaban sus ojos fríos. Todo el mundo exclamaba: “¡Este adorno le ha vuelto loco!” Me adoraba, eso era manifiesto. ¿Me amaba? En una pasión tan pública me cuesta distinguir la sinceridad del artificio: no creo que él haya testimoniado mucho afecto a sus otros nietos; es cierto que apenas los veía y que no tenían ninguna necesidad de él. Yo dependía de él en todo, él adoraba en mí su generosidad”. (Pags. 20-22)
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