¿Es lo políticamente correcto el fin de la democracia?
por Benigno Blanco
“La corrección política rara vez se analiza. Esto es lo que me propongo acometer en este libro”. Así anuncia (pág. 25) Mathieu Bock-Coté el objeto de su obra El imperio de lo políticamente correcto (Homo Legens, 2021, 309 págs.). El autor es canadiense y, por tanto, observador privilegiado de la actual imposición de lo políticamente correcto, pues Canadá es el país del mundo donde la nueva ortodoxia política está implantada de forma más radical y generalizada.
En ese país los postulados de género y la cultura woke (con su laicismo intransigente) están vigentes más allá aún de lo que vemos en Estados Unidos o Europa, según reconoce Bock-Coté: “Canadá desempeña en el imaginario político contemporáneo el cometido de un Disneyland de la diversidad. Canadá es, para admiración de todo el mundo, la propuesta de un modelo universal, el país que ha renunciado a su plena substancia identitaria, y que se define sólo por su diversidad; aún más, se define por su deseo de impulsar la máxima búsqueda de la diversidad” (pág. 171).
El autor defiende que hoy conviven en las modernas sociedades democráticas quienes ven en la democracia un sistema basado en la soberanía popular y las libertades públicas y quienes ven en ella un proceso histórico que debe conducir a una civilización igualitaria basada en los postulados ideológicos de género y woke, de forma que los primeros son rechazados como antidemócratas o fascistas por los segundos, que han identificado la democracia con el despliegue del proyecto diversitario (pág. 36).
Así, los defensores de lo políticamente correcto pretenden excluir de la condición de demócratas a quienes defiendan la posibilidad de que democráticamente se opte por una opción distinta de lo que el autor resume y designa como ideología diversitaria. Nos dice (pág. 47): “Lo políticamente correcto es un dispositivo inhibidor cuya finalidad consiste en sofocar, reprimir o demonizar a los críticos del régimen diversitario y del legado de los radicales años sesenta; y, con mayor atención, excluir del espacio público a todos aquellos que transgredan esta prohibición”.
En el capítulo II (págs. 61 a 99) se refiere a la absoluta importancia que lo que llama el régimen diversitario da al control monopolístico del relato mediático que implica una demonización del adversario al que no se admite como legítimo oponente, a la promoción de una cultura de la vigilancia generalizada y la sociología del etiquetado como armas, especialmente en la red, para mantener el citado monopolio del relato. Aunque el autor pone ejemplos del mundo anglosajón y francófono, es fácil identificar en nuestro entorno más inmediato las mismas actitudes que denuncia.
Los capítulos III y IV (págs. 101 a 196) me han resultado los más sugestivos. Bock-Coté presenta la modernidad como un movimiento inspirado en el progreso y a la izquierda política como el portavoz de ese progreso; de forma que la izquierda se siente moralmente superior por encarnar el sentido de la historia y además se atreve a definir en cada momento qué es progresista o no; quedándole a la derecha solo la opción de sumarse a la definición de progreso que hace la izquierda en cada momento o la de verse condenada al ostracismo como fascista o algo peor. “Ser de izquierdas significa tener razón incluso cuando se está equivocado, porque, en este caso, la equivocación se reviste de buenas razones. Ser de derechas consiste en estar equivocado, incluso aunque se tenga razón, porque, en ese caso, se tendrá razón por razones ideológicas inadmisibles, intraducibles según la lógica de la emancipación” (pág. 125-126).
En este esquema intelectual, según el autor, la derecha se despolitiza para legitimarse y opta por la mera administración para granjearse el derecho a gobernar (pág. 130). Defiende nuestro autor que la derecha tiene una relación con las ideas distinta de la de la izquierda, pues aquella no propone un sistema ideológico alternativo ni pretende construir una sociedad ideal; y por ello, enfrentada a la empresa de permanente reconstrucción ideológica de la comunidad política que la izquierda propone, la derecha siempre se siente incómoda y fuera de juego y tentada a aceptar el marco conceptual que la izquierda le presenta como el único posible.
En el capítulo IV el autor extiende el análisis precedente al riesgo para la democracia liberal que percibe hoy en los postulados de la izquierda que -en nombre del antirracismo y la diversidad- deslegitima al demos, al pueblo, que es el sustrato de la democracia liberal: si un pueblo concreto, una nación, debe renunciar a su cultura e identidad histórica en pro de la diversidad multicultural, ya no puede ser sujeto de la soberanía. Se llega así a la postura de ciertas izquierdas que rechazan de hecho (aunque no lo reconozcan) la democracia liberal por considerarla contraria a las identidades minoritarias o históricamente relegadas. Según el análisis del autor, los prejuicios ideológicos diversitarios se presentan ya como un límite a la propia soberanía popular con riesgo para ésta.
Los capítulos finales de la obra los dedica el autor a reflexionar sobre lo que hoy debiera ser un conservadurismo a la altura de estos retos culturales.
Es una obra de trinchera, de combate y denuncia; pero seria y documentada. Creo que puede ayudar a iluminar una parte del actual panorama político, aunque su planteamiento bipolar -ellos o nosotros- ensombrece y limita sus análisis.