XXXIII dom.: Obedecer a la única Palabra que da vida
“El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mc 13,31).
Las palabras de Cristo, presencia auténtica del propio Cristo, no pasan nunca en vano. No sólo no pierden actualidad, sino que, si se las escucha con los oídos del alma, nunca dejan de producir sus frutos en el corazón del hombre.
Pero para eso, para que se las escuche, hay que saber hacer callar a otras voces. A veces éstas proceden de nuestros egoísmos e instintos. En otras ocasiones son voces que están fuera de nosotros y que pugnan por desbancar a Dios del primer lugar de nuestro corazón para ocuparlo ellas y los que las pronuncian. Conviene, pues, examinar nuestra conciencia para descubrir si son las palabras de Cristo, su mensaje transmitido a través de la Iglesia, el que guía nuestra vida o si son otros -los famosos, los políticos, los periodistas- los que han ocupado su lugar. Aunque estas “palabras de hombres” se presenten ante nuestra inteligencia y ante nuestros intereses de una manera seductora, atractiva, no debemos olvidar que lo mismo ha sucedido ya en otras ocasiones en el pasado, con trágicas consecuencias para las personas y los pueblos que las escucharon, como el nazismo o el marxismo. Sólo las palabras de Cristo, la “palabra de Dios” produce vida. Sólo ella nos dice la verdad, incluso aquella parte de la verdad que nos escuece, que desnuda ante nuestros ojos nuestros pecados, esos que querríamos que permanecieran ocultos.
Hagamos, por lo tanto, un esfuerzo por acoger la palabra del Señor íntegramente, sin permitir que nadie la censure en nuestro corazón o fuera de nosotros. Y, después, intentemos con la mayor seriedad posible llevarla a la práctica.