Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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La parábola del samaritano socialdemócrata.

por Apolinar

La conferencia que pronunció ayer el Prof. Carlos Rodríguez Braun, en la Universidad CEU-San Pablo de Madrid y en colaboración con el Centro Diego de Covarrubias, fue todo un éxito. Uno de sus ejemplos fue muy ilustrativo. Cuando se introduce la figura de un centurión encargado de imponer coactivamente la ayuda a los demás, la celebérrima parábola del Buen Samaritano pierde todo su valor como enseñanza máxima del amor al prójimo y camino para ganar la vida eterna.
 
La parábola con la presencia coactiva de un centurión podría quedar adaptada así:
 
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Un samaritano que iba de camino llegó junto a él. A su lado se encontró un centurión que, dado que Tiberio había abrazado la fe socialdemócrata como la religión del Imperio, obligó al samaritano a vendar las heridas del judío, montarle sobre su propia cabalgadura, llevarle a una posada donde pagó dos denarios para que cuidaran de él, y comprometerse a pagar al posadero lo que hiciera falta a su vuelta.”
 
El resultado material para el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó ha sido el mismo, pero ¿y el valor moral de la acción del samaritano? ¿Qué enseñanza moral se puede sacar de su acción?
 
Cuando aparece el centurión, ya no podemos hablar del “buen” samaritano. Si es bueno o malo ya no se sabe porque no ha tenido la posibilidad de optar libremente. La caridad ha desaparecido. El samaritano ya no puede mostrar su gran amor al prójimo, solo muestra su sumisión a la coacción del centurión. La acción del centurión crea desinterés por la vida social absorbiendo poco a poco el valor moral de quien es generoso con lo suyo y termina debilitando moralmente a la sociedad.
 
La gran perversión del Estado Providencia no es solo el despilfarro e ineficiencia en gestionar unos recursos cada vez más abundantes de los contribuyentes, sino también la perversidad de su antropología.
 
El hombre, según el pensamiento socialdemócrata, en una inmensa mayoría no está movido por el amor y la ayuda mutua, ni siquiera los padres para con sus hijos. El hombre vive en continuo antagonismo e incapacidad de crear comunidad. En el hombre socialdemócrata no existe el deseo de unidad, la convergencia natural de intereses, el espíritu de amor. No. Si el centurión no obliga, será reducidísimo el número de samaritanos socialdemócratas que tengan comportamientos solidarios. ¿Cómo se explican entonces tantas obras de caridad que la humanidad, sin ninguna coacción por el Estado, ha sido capaz de hacer durante tantos siglos? Desde luego no con la antropología socialdemócrata.
 
Si la antropología socialdemócrata fuese cierta lo mejor sería someternos al control total del Estado, como tantos líderes políticos y burócratas estatales nos sugieren, para que nos proteja mediante la total servidumbre de todos los riesgos que nos traería nuestra libertad. La vida en comunión y comunidad del hombre socialdemócrata es imposible. El Comunismo es el ideal al que avanza todo Estado del Bienestar.
 
La antropología socialdemócrata también desprecia profundamente a los más desfavorecidos, a quienes ve como seres inertes, estúpidos, pura masa orgánica sin capacidad ni deseo de salir adelante por sí mismos. Desde un pensamiento socialdemócrata uno no se explica cómo el hombre pudo salir de las cavernas y construir grandes civilizaciones y grandes humanismos sin la intervención coactiva del Estado.
 
Por suerte, la antropología socialdemócrata es totalmente falsa. El hombre ha sido creado para la comunión y la ayuda mutua. El que existan hombres que llevados de su libertad opten por la avaricia, codicia, mentira, amor al Dinero, etc., no se resuelve entregando la libertad de todos a un Estado Providente, sino haciendo que prevalezca el Estado de Derecho. Estas desviaciones no dejan de ser “patologías” de una naturaleza humana creada para la comunión y la ayuda mutua.
 
El Prof. Rodríguez Braun invitaba a los asistentes a olvidarse del centurión. En efecto, como sociedad no necesitamos la coacción del Estado para actuar como personas morales. Convenzámonos que tenemos capacidad para optar por el bien y la ayuda al prójimo en libertad. No hace falta que un Estado Providencia se haga cargo de la ayuda al más necesitado. Para eso está, antes que nada, la familia como primer recurso social de asistencia mutua, y después tantas y tantas asociaciones que voluntariamente se van creando para la ayuda al más necesitado. El Gobierno está para hacer respetar la ley y el orden, pero se debe mantener neutral en las actuaciones morales de los ciudadanos. Necesitamos un centurión para vivir en paz entre nosotros, pero no para vivir la caridad.
 
Todos hemos nacido y crecido en una mentalidad socialdemócrata, por lo que aceptar lo que se lee en el Evangelio de hoy: “mayor felicidad hay en dar que en recibir” (Hch 20, 35), es difícil de asimilar como un motor de orden social para un hombre que busca la felicidad. La lógica del don y de la gratuidad requiere la intervención coactiva del Estado en las ideologías socialdemócratas. En libertad hemos conseguido construir hospitales, escuelas, asilos para los más desfavorecidos. El Estado Providencia ha ido detrás apropiándose de estas iniciativas voluntarias para hacerlas suyas, expandir su control sobre la sociedad, e imbuirlas dentro de las ideologías del partido en el poder.
 
¿Y cuál es la doctrina de la Iglesia sobre la actuación del Estado moderno, en su mayoría socialdemócrata y providente? Esto es tema para otro día. Solo aprovecho para dejar una cita a pie de página (p. 78), del último libro del Prof. Dalmacio Negro, Catedrático Emérito de Ciencias Políticas de la Universidad San Pablo CEU, y una de las mayores autoridades de Europa en la materia:
 
“La Iglesia no ha entendido nunca la naturaleza del Estado y no parece haber aprendido nada de los excesos estatales del siglo pasado que continúan en el XXI. Es seguramente una consecuencia de la concepción moderna de la Iglesia y el Estado como las dos sociedades perfectas”.
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