Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Fondos públicos para que África se siga muriendo de hambre.

por Apolinar

Había un mundo rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Un continente pobre, en cambio, llamado África, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa de las sociedades opulentas. “Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas” (Concilio Vaticano II).

La pobreza material que viven muchas partes del África negra es escandalosa, es deshumanizante. Posiblemente uno de los argumentos intelectuales más potentes para poner en duda la misma existencia de Dios. A los pobres, sin embargo, se dirigen las promesas divinas. Por eso, pocas injusticias puede que estén clamando al cielo con más fuerza que el desinterés, cinismo e hipocresía que el mundo opulento y su clase política muestran por todas aquellas regiones que viven situaciones de miseria absoluta.

Las sociedades opulentas pueden tener sus conciencias tranquilas. Sus gobernantes ya destinan un presupuesto generoso para ayudas al desarrollo, y sus dignatarios se reúnen en las Naciones Unidas para avanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio.

El drama de los millones de personas que se mueren literalmente de hambre ya está en manos de los poderes públicos y de la comunidad internacional. Con nuestros impuestos, pero sin el concurso de la sociedad civil, la clase política está "seriamente" comprometida a erradicar la pobreza y el hambre, implantar la enseñanza universal, promover la igualdad entre los géneros y la autonomía de la mujer, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud materna y la planificación familiar, combatir el SIDA mediante el uso de preservativos, asegurar la sostenibilidad del medio ambiente y fomentar una asociación mundial para el desarrollo. “No debemos fallar a los miles de millones de personas que esperan que la comunidad internacional cumpla la promesa de la Declaración del Milenio para un mundo mejor” (Ban Ki-moon, Secretario General de las Naciones Unidas)

¿Qué más se puede hacer o desear? Solo una cosa más, si se me permite,  desmontar todo lo anterior y exigir, con todas nuestras fuerzas, que los gobiernos, tanto de países receptores como donantes, quiten sus manos de los fondos para el desarrollo. Que sea la promoción de la salud institucional de los países pobres y la iniciativa privada quienes muevan el desarrollo de los pueblos, como viene siendo el caso en todos los países que durante los siglos han conseguido salir de la pobreza.

La ciencia económica y la experiencia hacen que haya motivos para ser críticos con los fondos públicos al desarrollo, cuyos principales frutos han sido apoyar regímenes brutales y corruptos, desatar luchas políticas internas para hacerse con el control de esos “fondos al desarrollo”, destruir sectores productivos en los países receptores que pudieran ser competidores de los países donantes, aumentar el peso del Estado anulando el papel de la sociedad civil, distraer la atención del daño que se hace a los países más pobres con las políticas proteccionistas de los países más ricos y, en general, retrasar cuando no impedir el propio desarrollo.

Echar dinero a gobiernos corrompidos solo consigue que se siga bloqueando el ahorro y la acumulación de capital bien invertido como único modo de salir de su pobreza. El dinero no es la causa de la riqueza de las naciones, sino la consecuencia de la capacidad de las naciones para generar riqueza. Insisto, echar más dinero a gobiernos de países pobres solo consigue corromper lo que no esté corrompido. Ha sido precisamente la provisión masiva de estos fondos a gobiernos con debilidades institucionales lo que ha hecho tanto daño a tantos países subdesarrollados, y lo que está dificultando su desarrollo y la erradicación del hambre en el mundo.

No se trata, por tanto, que los gobiernos de los países ricos rieguen con dinero a los gobiernos de los países pobres. Se trata de establecer las condiciones necesarias que permitan la creación de riqueza. Las mismas condiciones que gozaron los países donantes para salir del subdesarrollo y que les permiten ser hoy considerados economías avanzadas: un entorno de seguridad jurídica, libertad de iniciativa económica y respeto a los derechos de propiedad, en particular la propiedad de los más débiles frente a la codicia de los poderosos y la voracidad de los gobiernos.

Junto a esto, “la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación, … Algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el campo agrícola puede reportar beneficios a todos” (Caritas in Veritate, n. 58).

Ante la visión de una parte del mundo que se muere de hambre a las puertas de las sociedades opulentas, no se han de buscar soluciones que creen asistencialismos que humillen a los necesitados. La ayuda al desarrollo ha de ser concebida eliminando el papel de los gobiernos de cualquier programa de fondos, fomentando un marco institucional y legal sólido y buscando la emancipación de la sociedad, objetivo último del principio de subsidiariedad. La labor de todos debe ser exigir soluciones que favorezcan y no perjudiquen a aquellas regiones que hoy solo desean saciarse con lo que cae de nuestras mesas.

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